o me gusta escribir sobre la escritura. Una especie de cliché parecido a un psicoanalista haciendo una intervención de consultorio en medio de un asado con los amigos de su pareja. Alguna vez, todos caemos.
Empezaba nuevo taller de novela. Era mi regreso a las tertulias literarias después de una mudanza complicada que me había robado un año. No puedo escribir sin ese vaivén entre la soledad y la compañía. Llegué media hora tarde. Estaban sentados alrededor de una mesa con mantel negro, en el primer piso de una librería. Una de las voces leía. Pedí disculpas inaudibles, gesticulando mucho la o. Me senté en el extremo vacío de la mesa, no tenía a nadie enfrente. Eran seis o siete, cada uno con su pantalla y su celular al costado. Salvo por la voz estaban en completo silencio, no había papeles ni biromes, nadie se movía, excepto yo. Me distraje con eso. Desembolsé mi netbook como si la escena llevara diecisiete o dieciocho años repitiéndose. Con la voz del que leía, la voz y no su contenido, se me ocurrió algo para sumar a mi novela. Algo nuevo, puro producto de esa escena. Quise anotar. No tenía cuaderno. Ni siquiera se me había ocurrido llevar uno. Tengo un cuento entero escrito durante una clase en los tiempos en los que sí llevaba cuaderno. Lo escribí desaforada por dentro, con cara de tomar apuntes por fuera, con el goce extra de lo prohibido. Ese cuento es el envés de aquella escena en otro grupo en el que también hablábamos de literatura. La libretita que va siempre conmigo había quedado en el cambio de cartera. Tengo lista de espera de libretitas. Diferentes modelos que compro o me regalan van formando una pila por orden de llegada, en un hueco de la biblioteca, a la espera del final de la que esté en uso. Debería implementar un sistema de suplentes. Hubiera podido anotar en la netbook, pero cuando hago ruido al escribir, no puedo parar. El sonido del teclado es el whisky. Escribo para escuchar ese sonido y porque lo escucho, escribo. Prefiero el papel para leer y las teclas para escribir. Con el surco de la idea sin anotar, descubrí una botella de vino sobre la mesa. Era elegante verla erguida en medio de las pantallas que le daban la espalda. Las ganas de que me convidaran me hicieron sentir una más del grupo que casi no había reparado en mi presencia.
El primer taller literario al que fui era en la biblioteca de Escobar, los sábados a la mañana. Siempre llevaba galletitas, cuando había algo para festejar compraba medialunas. Una compañera a la que apodábamos la abanderada, llevaba un termo con café que preparaba con agua en la que previamente disolvía azúcar. Ese era su mayor secreto. Lo servía en vasitos que recogía al final de cada encuentro. A ese taller llevaba un cuaderno con espiral negro, de tapa dura, con rayas verticales en degradé de naranjas y amarillos. Idéntico al de otra compañera que escribía cuentos de zombis que probablemente yo nunca pueda escribir. También nos sentábamos alrededor de una mesa. En ésta siempre había libros, cuadernos, hojas sueltas y lapiceras. Sólo yo ponía el celular a un costado.
Luego de un rato (volviendo a la mesa de las pantallas) ya con algo de vino encima, me tocó leer el primer capítulo de la novela que me impuso la misma mudanza que me quitó un año. Tenía la intuición de que había tramos coagulados, todavía sin narrar, que se me presentaban como una caja compacta, de tapa sellada, de la que no era capaz de sacar nada más. Luego de escuchar los comentarios de mis compañeros, de encontrar mi escritura en las palabras de ellos, sentí ese apuro por escribir, esa necesidad de meterme en cualquier bar y por fin escuchar el ruido que hago al escribir.
Natalia Zito
Buenos Aires, EdM, abril, 2014
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