APUNTES

Espacio público, por Jorge Consiglio


Desde la avenida se ve un ombú enorme. Es una parte arbolada. El pasto no es tupido, parece seco, está medio amarillo. El sol pega vertical. Hay un hombre que corre. Lleva un buen ritmo. Es alto. Su cara no expresa esfuerzo o sufrimiento, sino la satisfacción de estar haciendo lo correcto. La piel tirante que le enmarca los ojos informa sobre su voluntad. Es un tipo determinado por el rigor y por el orgullo que siente por ser fiel a un rigor.
     Tiene la espalda recta. A primera vista, sus movimientos son armónicos; sin embargo, una mirada más atenta devela una renguera en la pierna izquierda. En realidad esta observación es una sutileza, poco menos que una exageración. Quizás hago mal en llamar renguera a algo que apenas se distingue, a algo que (estoy absolutamente convencido) un observador distraído no registraría en lo absoluto. Se trata más bien de una levísima oscilación causada (es lo más probable) no por un dolor concreto sino por la remembranza de algo relacionado con el dolor. Ese hombre corre con el testimonio de un fantasma a cuestas; sobre cada paso que da su pierna izquierda pesa el ejercicio de un temor.
     Lleva puesto un equipo Nike. Un short negro y una remera del mismo tono. El tipo, que debe andar por los cincuenta años, usa el pelo corto. Su cabeza es gris y hace pensar en el cemento cuando recién fragua. Se dirige hacia el norte. En apariencia no registra el parque que se abre a su derecha. Sus pies golpean la tierra y se levanta una levísima nube de polvo. Anda seguro amparado en su experiencia. Sabe que no caerá en el siguiente paso, que sus piernas se tensarán lo suficiente como para hacerlo avanzar. Sabe que el ritmo del trote no es un trabajo exagerado para su corazón. Cree que lo que hace es bueno para su salud.
     Pero lo notable, es que todo lo que este hombre es, sabe e intuye está barnizado por el parque, que se agita en partículas que se mezclan con su sangre y lo llenan de un bienestar que tiñe de optimismo las ideas, muy vagas, que pasan por su cerebro.
     Más o menos a diez metros del cruce del ferrocarril, hay un camino ancho que se interna en el parque. Desemboca en una estatua de granito. En un sendero lateral, que corta al que lleva al monumento, se distingue un banco detrás de un arbusto de fronda abierta. Allí duerme un hombre. Tiene las piernas levemente encogidas. Se tapó el torso con una campera y la cabeza con una revista abierta. El tipo es grueso. Al comienzo no alcanzo a ver sus brazos, pero enseguida advierto que los tiene cruzados en el pecho. El gesto es de frío pero el clima del día es templado. Tiene el cuerpo endurecido por la intemperie. Hay rusticidad en la imagen: es un hombre que parece una piedra. Duerme como si ofreciera una negativa al mundo. Más que dormido parece cancelado. No mueve un solo músculo, nada lo agita, no existe ni siquiera para su propio sueño; pero la realidad lo incluye y así, como está, fuera de la vigilia y casi en posición fetal, resulta indispensable para sostenerla. El tipo duerme ajeno a todo con una revista sobre la cabeza.
     Duerme. Y debe tener la mandíbula relajada y un hilo delgadísimo de baba le cruzará el mentón y oscilará unos instantes (dos o tres segundos) hasta que caiga sobre el banco. Sin saberlo, el durmiente, ajeno hasta de su propia fisiología, será el detalle que permitirá entender la belleza. Con su estructura geométrica simple, el durmiente funcionará como la partícula mínima, la insignificancia, que resultará clave a la hora de interpretar lo bello como concepto. Se trata, ni más ni menos, que del punto ciego del paisaje, el ingrediente opaco que se niega a eventuales refracciones; en otras palabras, el espejo que no devuelve imágenes, un contra aleph.
     Y es sabido, aunque no aceptado, que la nulidad es la contracara de la belleza. Por eso el hombre dormido se impone cuando mis ojos se detienen en el parque. Como es de suponer, en esa contemplación hay entendimiento, que como todo proceso de comprensión busca asir su objeto de estudio desde todos los ángulos posibles. Un entendimiento que tiene que ver con la verdad, pero no con la verdad fragmentada y transitoria de lo cotidiano sino con la soterrada y duradera de las abstracciones. Así es, entonces, que el hombre dormido se convierte en una referencia a partir de la cual se podrían fundamentar cuestiones que escapan de la mera estética.
     El ritmo cardíaco del corredor permanece inalterado. Avanzó cien metros desde la última vez que lo nombré. La remera Nike que lleva puesta, como ya dije, es completamente negra; no obstante, el color se hace más intenso en el pecho, en la espalda y en la zona de las axilas: es el traspiración que ahora lo inunda. Se le nota también en la cara. Las gotas le cubren la frente y bajan por los márgenes de las mejillas. Hay también otro cambio: su boca se halla levemente abierta. Los labios están despegados. También los dientes. Entre la hilera superior y la inferior se observa una línea de oscuridad perfecta. Más atrás, se agitan los líquidos del cuerpo.
     De pronto, su pie derecho se hunde en una irregularidad del terreno y el corredor trastabilla. Agita los brazos en busca de equilibrio. Enseguida se recompone y continúa al mismo ritmo. Borra a fuerza de sincronía ese diminuto accidente que acaba de sufrir. Tal es la virtud con la que el hombre trota que, sinceramente, unos segundos después de que ocurrió el hecho, uno se pregunta si efectivamente pasó o si fue una jugada de la imaginación.
     Detrás del corredor, un setter muy joven anda de un lado para otro con la lengua afuera. Huele. Ladra. Mueve la cola. Su dueña tiene unos cuarenta años. Lleva el pelo teñido de rojo. Está parada en la cima de una elevación de tierra cubierta de pasto. Se pone en cuclillas cuando se acerca el perro. Le palmea el lomo, le agarra la cabeza con ternura. También le habla convencida de que el animal le corresponde en el afecto. El perro le lame las manos y la cara. Después sale disparado a dar vueltas en círculo. La mujer lo observa. Agradece con la mirada la vitalidad del animal.
     Pero esta mujer, que vino hasta los bosques de Palermo con el propósito de pasar un rato de feliz esparcimiento, se convierte de pronto en testigo –igual que yo- del traspié que sufre el corredor. Lo sé porque cuando vio tropezar al hombre hizo un gesto de lamento. Se llevó la mano a la cara y, con la punta de los dedos, se rozó la mejilla. Fue un instante. Sobre sus párpados pesó una especie de solidaridad por ese hombre que, sin perder en ningún momento la sobriedad, estuvo a punto de caer.
     Fue casi un reflejo automático; sin embargo, no se trató de una expresión vacía sino que sirvió como un mensaje explícito que logró vincularlos. Lo digo porque el corredor pudo registrarlo como tal. En uno de los márgenes de su campo visual distinguió el cambio en la postura de la mujer. De hecho, una vez que logró recuperar la estabilidad, giró los ojos hacia ella y agitó la cabeza para agradecer la espontánea reacción de la desconocida.
     El sol sigue alto. El corredor permanece igual a sí mismo. La danza de sus piernas no se interrumpe. Hay algo de abstracto en la repetición: lo simultáneo termina por imponerse a lo sucesivo. Vuelvo a pensar en la renguera sutil que sufre ese hombre. La insignificancia de ese defecto es la clave de su elocuencia. Saber de él, es saber por ausencia de la perfección y, por lo tanto, del infinito.
     En estas cosas estoy cuando el tránsito detiene al corredor. Espera para cruzar la calle. Para no perder el ritmo trota en su lugar. En ese momento ocurre algo absolutamente inesperado: la mujer, que quedó unos veinte metros atrás, le grita algo a su perro. El hombre que dormía en el banco, por alguna razón se siente aludido, entonces, despierta, se quita la revista que le cubre la cabeza y lanza una mirada inquisitoria, pero no dirigida a la mujer (que ahora agita las manos para convocar a su mascota) sino al corredor que, a su vez, está con la cabeza vuelta hacia atrás, atento al grito de la dueña del perro que, probablemente por el tono en que fue proferido, logró alarmarlo. Son un par de segundos en los que los tres se miran. Ahora parece que el ritmo del mundo dependiera de ellos. Se trata de una puesta en acto de la incertidumbre.
     Después, todo se reanuda como si nada: el corredor cruza la calle a buen ritmo, el que está acostado en el banco vuelve al sueño y la mujer consigue ponerle el collar a su perro. La temperatura, ahora, parece haber subido un par de grados pero una brisa serena lleva a imaginar lo agradable que será el final de esta tarde.

Jorge Consiglio (Buenos Aires)
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