APUNTES

Cine II. Europa, 1947 de Juan Martini, por Jorge Consiglio


Con Cine II, Juan Martini subvierte dos órdenes clásicos. Uno menor, relacionado con la opinión pública y, en algún punto, sostenido por el sentido común. El otro, con mayor entidad, centrado en la estructura que sostiene la trama en la novela. La expresión del primero tiene una forma similar a la de los refranes: las segundas partes nunca fueron buenas. Martini desafía esta máxima con Cine II: la eficacia de esta novela, su intensidad, la convocatoria elíptica pero siempre certera a la atención del lector, moldeada por un registro coloquial exacto y por la hondura de su protagonista, supera a la de Cine I.
    La segunda instancia de subversión tiene que ver con la forma: Cine II tiende al desborde y organiza un sistema basado en la dispersión, que asimila la arbitrariedad, lo gratuito, incluso lo superfluo, y barniza estos ingredientes con un sentido luminoso, revestido de una armonía que escapa a las asperezas del artificio. El protagonista de Cine I y de Cine II, Sívori, director cinematográfico y autor de su propios guiones, y el narrador que siempre acompaña con una voz inmediata, reflexionan a menudo en este texto sobre films. Encontré una cita que me parece pertinente para rescatar en este momento. Se las leo:
    “Una película en la que tengan lugar todas las cosas o casi todas las cosas que a uno se le ocurren mientras trabaja en esa película, escribe Sívori: Un sistema en que la digresión actúe como forma o estructura.”
    Este planteo sería aplicable también a la ficción que nos reúne esta noche. Hay varias líneas argumentales o meramente informativas que se disparan en el texto y que se resemantizan a propósito de su contigüidad. Las detallo. Uno: el viaje que Eva Perón hace por Europa en junio de 1947, cuyos pormenores son proporcionados por la hija del productor de Sívori, Florencia Dillon, que trabaja para él como meritoria de dirección y, también, por una profusión de citas a pie de página. Dos: los avatares de la vida de Sívori (que abarcan por lo menos un par de tramas accesorias). Tres: los fragmentos del guión que escribe para su película (parte intermedia de un tríptico) que lleva como nombre eventual La pasión y que consiste en un diálogo que Eva mantiene con Lillian Lagomarsino en una villa italiana en la época del viaje. Cuatro: los argumentos de las tres películas que Sívori filmó. Cinco: los aportes del narrador omnisciente, que complementan y contrapuntean, con una vasta batería de referencias, las obsesiones y pensamientos del protagonista.
    Los cruces de estas tramas dibujan un mapa preciso que, guiado por la curiosidad y el secreto, avanza organizando un sentido que no se termina de cerrar porque la apuesta consiste en cifrar la elocuencia con lo que se le escapa al decir. Sívori, nuestro viejo conocido Sívori, esa especie de refinado bon vivant que supo espiar a su vecina, es un personaje existencial que deambula por su geografía de límites estrictos (el barrio de Palermo) atravesado por preguntas. Y lo que sostiene todo el texto es, definitivamente, la interrogación, una interrogación que es válida en sí misma y que nunca será respondida. En este punto, vale la pena citar a George Steiner cuando dice:
    “Lo cierto sigue siendo, y de forma abrumadora, que el pensamiento, sean cuales fueren su talla, su concentración, su modo de saltar las grietas de lo desconocido, sea cual fuere su genio ejecutivo para la comunicación y la representación simbólica, no está más cerca de comprender sus objetos primarios.”
    Sívori, que es, de acuerdo a las apreciaciones del propio narrador, “un hombre solitario, aislado, que ni siquiera reúne a las personas que quiere”, que en Cine Iestudiaba a Pina Bosch, la inquietante traductora, desde las veladuras de su atalaya con la misma pasión y el mismo detenimiento que un entomólogo o, mejor, que un antropólogo, en Cine II baja varios escalones –se hunde, podríamos decir, por voluntad y coyuntura- en la escalera que lleva al sótano de su propia ontología.
    Entre las variadas líneas de exploración de los textos, hay una que se relaciona con la sustancia que impregna las tramas. Serían esas preocupaciones esenciales que soportan -desde la intimidad- las estructuras argumentales, el elemento solapado que reviste de verosimilitud los diálogos y de volumen a los personajes. Pienso que en Cine I, y muy probablemente en gran parte de la obra de Martini, ese sustrato medular tiene que ver con la mirada. No tanto con la mirada a la que se refiere John Berger, la que busca la colaboración del objeto enfocado por la vista para que entregue lo más verdadero de sí mismo: el color y la forma genuina; sino la mirada más existencial, en otra palabras, la del voyeur que se detiene en los detalles de la persona que espía para saber qué hace exactamente cuando está sola, cuando no hay un testigo que condicione el comportamiento social. Hay varios posibles móviles para sostener este grado de observación, creo que los dos más importantes son, por una parte, la curiosidad erótica y, por otra, cierta cuestión especular: ver para verse a uno mismo. En este punto, existe una referencia de esta, que podríamos llamar, mirada autorreferencial en la ficción del suizo Robert Walser. Hay una escena en un relato llamado “El bosque” en la que el protagonista pasea por una foresta encandilado por la belleza natural. Avanza con los ojos abiertos conmovido frente a los árboles que se abren ante él como un enigma. Es el momento en el que el narrador anota que se deja “mirar por lo profundamente hermoso, más que contemplarlo él mismo”. Y concluye: “Mirar es entonces un rol invertido, intercambiado”. Algo de esta reconstrucción del propio individuo, una especie de reconocimiento de sí mismo a partir de la observación se da en varias de las novelas de Juan Martini, incluso en Cine II, que, de hecho, explicita esta manera de entender la observación en el epígrafe de Stendhal, que comparte con Cine I: “¿Cuál es el ojo que puede verse a sí mismo?”; sin embargo, creo que hay otras preocupaciones en esta –su más reciente novela- que son ingredientes indispensables para que el texto sea como es. Me refiero a la cuestión del tiempo y, consecuentemente, a la de la memoria.
    Este texto de Juan Martini, que podría ser considerado como una pan-novela, en el sentido de lo torrencial de su forma (abarca todo lo que puede con sus músculos discursivos y técnicos), mantiene fundada la tensión de su intriga en el quiebre, en el hipo, en la síncopa y –más que en ninguna otra cosa- en el efecto pirotécnico del contraste.
Hay dos elementos contrastantes que despiertan el texto y lo hacen avanzar en consonancia con esta poética de la narración espasmódica: el del tiempo y el de la memoria.
    En esta segunda entrega de la secuela de Sívori, el personaje transita un momento de su vida en el que su sensibilidad enfoca la doble faz que caracteriza a los actos humanos: el lado trascendente y su reverso efímero. Sívori, ahora, se haya deflexionado, está de cara a la ausencia: por una parte, muere de un paro cardíaco su productor de 49 años, Dippy Dillon; por otra, Pina Bosch sufre un infarto y él es el encargado de asistirla durante su convalecencia. Pina Bosch se ve expuesta al desgaste de la constante disponibilidad. Entonces, pierde su brillo, se debilita como enigma, de acuerdo al pensamiento de Sívori, se encuentra rendida a la evidencia. Esta repentina pérdida de sentido funciona como marco para el primer contraste, el de tiempo. Tenemos el tiempo cronometrado al extremo, el pragmático, el rígido de las visitas oficiales (en el texto aparecen varias: la de 6 días del Papa Benedicto XVI a Camerún y Angola; la de Barak Obama de 7 días a Japón, Corea del Sur y China; la de Churchill a Yalta de 7 días y la Eva Perón a Europa en 1947 de 78 días, excepcional porque Eva es carne de mito). Y frente a este tiempo ascético de protocolo se encuentra el tiempo de lo humano, el tiempo vacante del individuo, que es el tiempo de Sívori, traducido por un narrador en presente, que se pega al protagonista y detalla minuciosamente los pequeños actos que hacen su cotidiano.
Sabemos que entendérselas con el tiempo, implica masticar perennidad, lo que nos conduce –sin lugar a dudas- al nudo inextricable de la memoria. Y si hay una interrogación que la novela sostiene es justamente aquella que se refiere al olvido; al vacío que se desprende de la conciencia de la propia prescindibilidad. En este sentido, me parece ilustrativo el primer relato que Nabokov incorpora en su autobiografía acerca de un chico “cronofóbico que experimentó algo muy parecido al pánico cuando vio por primera vez unas películas familiares rodadas pocas semanas antes de su nacimiento. Contempló un mundo prácticamente inalterado –la misma casa, la misma gente-, pero comprendió que él no existía allí, y que nadie lloraba su ausencia. Tuvo una fugaz visión de su madre saludando con la mano desde una ventana de arriba, y aquel ademán nuevo lo perturbó, como si fuese una misteriosa despedida. Pero lo que más lo asustó fue la imagen de un cochecito nuevo, plantado en pleno porche, y con el mismo aire de respetabilidad y entrometimiento que un ataúd; hasta el cochecito estaba vacío, como si, en el curso inverso de los acontecimientos, sus mismísimos huesos se hubieran desintegrado.”
    Este miedo que Nabokov atribuye al chico de su cuento, quizás tenga relación con un sentimiento atávico, una especie de palmario asombro, frente a la posibilidad de no ser, de no haber sido nunca, o de no encontrar ni huellas ni testigos que den cuenta de que el universo fue modificado por nuestra presencia, un sentimiento que, con distintos matices, experimenta el común de los hombres. Sivori observa el monumento a Avellaneda, le saca fotos con su celular, habla con un hombre que duerme en un banco próximo, sabemos a través de la omnisciencia que se pregunta: “¿Sabrá alguien quién fue? ¿sabrá alguien qué cosas quería, a quiénes amaba y los motivos de su muerte?” Hay presentes en la trama de Cine II varias estatuas y monumentos. Está el monumento dedicado a Paul Harris, el de Roosevelt, el busto de Martín de Álzaga, la estatua de Washington (regalo de EEUU para el centenario), el monumento a Rosas (emplazado con motivo de los 122 años de su muerte), la estatua de Francisco de Paula Santander, general colombiano devoto de las leyes, y la estatua del poeta ucraniano Taras Shevchenko, que comparte con el monumento a Nicolás Avellaneda una característica grotesca relacionada con el abandono: ambas representaciones fueron elegidas por un hornero para asentar su nido. Lo que se instala en el texto con estas figuras es el segundo ejercicio de contrastes: por una parte, se explicita la inmediatez del presente por medio de narraciones que brindan carnadura al personaje representado y, por otra, se muestra el fracaso de la materia para subsanar el inevitable olvido, la cáscara de una sustancia que siempre se evade.
    Estos mojones en la ruta de Sívori hablan sobre una caprichosa topología del error y la ceguera, pero además –y sobre todo- muestran la fosilización de la memoria: los monumentos, las estatuas resultan meros artificios del paisaje. No existe mano de mármol, granito o bronce que consiga soportar la eventualidad que encierra un instante. Hay unos versos de Borges en Los conjurados que abordan, justamente, la complejidad de la fracción del tiempo. Los leo:
    No hay un instante que no pueda ser el cráter del infierno.
    No hay un instante que no pueda ser el agua del Paraíso.
    No hay un instante que no esté cargado como un arma.
    En cada instante puedes ser Caín o Siddharta, la máscara o el rostro.
    En cada instante puede revelarte su amor Helena de Troya.
    En cada instante el gallo puede haber cantado tres veces.
    En cada instante la clepsidra deja caer la última gota.
    Juan Martini escribe Cine II hilvanando las cifras del olvido, las estructuras de la ausencia y las vendas mediante las que se procura amordazar el tiempo, en una trama honda y arbolada. La novela avanza sin certezas explícitas, con una voz precisa pero sin énfasis, quizás siguiendo una intuición. El narrador parece entender que existen dos alternativas para sortear la condición de lo efímero: el mito y la ficción. Y, justamente, es Eva Perón el símbolo dentro del texto en el que se cruzan los caminos que funcionan como directrices. Eva Perón, dentro de este imaginario, no sólo es diagramada sino también preservada por la ficción; consigue sortear, con el blindaje paradójico de su extrema vulnerabilidad, las rigideces de la piedra; el rigor de lo mineral. Eva Perón está investida, en el verosímil de Cine II, por la incorruptibilidad de los mitos, motivo que la habilita a transitar en el orden de la memoria colectiva.
    Cine II es una novela desbordante, con un tono y una temperatura que se ajustan a una intriga cuya tensión depende de una estructura abierta y, en apariencias, sólo en apariencias, fortuita.
    Cine II es una novela excelente porque enciende un brillo singular: el de la conjugación del caos; es un texto potente que determina líneas de pensamiento, que zigzaguea con una prosa certera que nombra mucho más de lo que enuncia.

Jorge Consiglio (Buenos Aires)
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