Su cara avanza, busca confrontar con la ruta, igual que el auto que ahora maneja. Debe andar por los cincuenta años. Tiene la piel seca; la nariz antigua pero dispuesta al futuro. La cifra de su personalidad está en la curva de las patillas o en los labios doblados hacia abajo, delgadísimos, que saben de tabaco, café y codicia. Es hombre dispuesto a lo elemental aunque con estrategia. En sus ojos, borrados por una raya de sombra, anida una certeza que lo justifica: todo movimiento es riesgo. Por eso la atención constante, la vigilia, la precaución. Trabaja en el remís porque él lo decidió así y no por descarte, como muchos. Es un profesional hasta en la manera de peinarse: se entiende a partir del tránsito. Sabe lo que le gusta: las camisas blancas recién planchadas, el ritmo del asfalto, los viajes largos con pasajeros silenciosos.
Trabajó en Lanús con un Duna con el paragolpes despintado. Andaba de un lado para otro por calles que le dejaban los riñones a la miseria. Y tuvo algún amor. Siempre hay algún amor para el remisero. No por su perfil aventurero sino por ser un ajeno perpetuo, un tipo sin lugar. Es sabido, lo itinerante dispone al vértigo, que siempre es eje de seducción.
Su historia es simple: un 504, dos Fiat 125, un corsita y algo pasajero: un rastrojero por menos de dos años. El sur llegó a ser su felicidad. Se casó, se separó, tuvo dos pibes, se puso varias veces de novio: Lomas, Quilmes, Burzaco. Siempre el sur, del otro lado del puente. Y la calle, a la larga o la corta, amasa hábitos, dispone a la reflexión. Por eso, el remisero desarrolla teorías para todo. Puedo imaginar una. Existe un kiosco a metros de la esquina de España y Mitre, por Mitre, en Avellaneda. Lo atiende un japonés joven, tímido, de pelo cortísimo. Debe pesar más de 120 kilos. El remisero suele tomar café en un bar vecino. Ve siempre al oriental. Lo mide. No se saludan aunque los dos se reconocen. Una imagen vaga del japonés le llega mientras hojea el diario que pide en la barra. Se sonríe y enseguida se dispersa. Pero durante el día vuelve a la misma imagen: el pibe mirando la calle detrás del exhibidor de golosinas. A la semana, ya tiene el asunto claro. Aprovecha para contárselo a una pasajera. Le dice que los gordos son inmutables. Las cosas no les afectan como al resto de la gente, afirma. Tiene que ver con la circulación de los líquidos por el cuerpo: a mayor recorrido, mayor serenidad. Habla con autoridad. Audita la reacción de la mujer por el retrovisor. Miente. Se entusiasma con la mentira.
Hoy, que es el día de la foto, anda en un Megane. Lo contrató una agencia de Capital. Está satisfecho. El remisero sabe de su destreza para progresar y confía en su capacidad de trabajo. Sabe también de la envidia. Y se defiende como puede: colgó una cinta roja del espejito y procura matar con su indiferencia. Anda por Buenos Aires con las manos en el volante. Insiste con lo que considera su verdad. Empuja como un toro. Empuja, el remisero. A veces tiene la sensación de que se pasó la vida dando vueltas en círculos. Pero en seguida vuelve a la realidad: el tráfico demanda atención. A cada metro, un imprevisto. Y la posibilidad del peligro –él lo sabe bien– acecha como un animal en la sombra.
Jorge Consiglio (Buenos Aires)
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En este número de EdM, Jorge Consiglio publicó también un apunte sobre Cine II de Juan Martini Su último libro publicado es El otro lado, Buenos Aires, Edhasa, 2009
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