n la esquina de Cuenca y Álvarez Jonte hay un bar. Se entra por una puerta de doble hoja ubicada en el centro de una ochava medio rara. Es mucho más angosta que cualquier otra ochava, parece un codo flexionado, el extremo de una flecha que apunta hacia el oeste. Hace veinticinco años, una mañana remota de invierno, me junté ahí con mi viejo a tomar un café. Era temprano, un poco antes de las ocho. Nos habíamos cruzado por casualidad en la calle. Hacía un par de meses que no nos veíamos. Los dos postergamos lo que teníamos que hacer para sentamos a hablar un rato. Mi viejo llevaba puesto un traje que le quedaba pintado: siempre fue un tipo impecable. Hablamos un rato del departamento en el que yo estaba viviendo: hacía poco había alquilado un dos ambientes en los monoblocks del Hogar Obrero. Era un lugar chico pero muy luminoso. Tenía dos ventanas que daban a un patio interno. En esa época, yo tenía dos fuentes de ingreso: editaba la sección Cultura de una revista inmobiliaria y hacía changas en una metalúrgica que quedaba por Martelli. Estaba pasando una buena etapa, pero un tratamiento para dejar de fumar me quitaba el sueño. Dos veces por semana iba a un chino que hacía acupuntura. Quizás por eso tenía cara de loco. Mi viejo me lo dijo esa mañana. Después para no cambiar de tema, me contó que estaba leyendo algo sobre ese asunto. Yo miré por la ventana los autos que pasaban por Jonte. Erasmo de Rotterdam, me dijo, El elogio de la locura. Es un buen lector, mi viejo, aunque me sorprendió que hubiera llegado a ese ensayo. Le pregunté de dónde lo había sacado. La realidad es siempre sutil.
Mi viejo había comprado una colección publicada por Hispamérica para llenar los estantes de un mueble. El último libro de la serie era el de Erasmo, que siempre se caía a pesar de los objetos que él le ponía para sostenerlo. Esa inestabilidad, ese desafío a la verticalidad, sirvió de invitación. Una vez que abrió el texto, la elocuencia del holandés lo cautivó. Mi viejo estaba enterado de que Erasmo había sido hombre de una iglesia con la que discutía. También de su amistad con Tomas Moro y de que era hijo bastardo de un sacerdote de Gouda y una sirvienta. Sin embargo, no creo que haya conocido el mito de que Erasmo redactó el Elogio en una semana bajo los efectos de los estimulantes que circulaban entre los monjes de la época; ni tampoco de un rumor -que corrió en los medios académicos durante la década del 60- de que un coleccionista (un ingeniero norteamericano que integraba el directorio de Shell) había conseguido en una librería de la calle Gascón, en Buenos Aires, un volumen de la obra editado en 1792, traducida al inglés por un tal John Wilson. No sé. Son cosas que nunca se pueden confirmar. Siempre le pasaron a otro, al amigo de un amigo. De lo que sí uno está seguro es de sus gustos y de sus pasiones. Y para seguir hablando del maestro Erasmo, como si las cosas fueran regidas por una lógica secreta, hace poco le eché un vistazo, por gentileza de un editor español, a un ejemplar del Elogio de la locura en el que pude apreciar bien, por primera vez en mi vida, los maravillosos dibujos a pluma de Hans Holbein, ilustrador clásico de la obra. Es asombrosa la fidelidad de los trazos. Mientras los miraba, recordé el hallazgo del coleccionista en la librería de la calle Gascón. Lo imaginé acariciando el libro en la alta madrugada. Sereno, próspero, pero con el alma agitada por una inquietud parecida, en ciertos aspectos, a la que despierta la codicia.
Jorge Consiglio
Buenos Aires, EdM, noviembre de 2011
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