El 11 de febrero de 1929 el vapor Ilich zarpaba del puerto de Odessa sin carga y llevando sólo tres pasajeros. Al día siguiente León Trotsky, su mujer y uno de sus hijos desembarcaban en Estambul. Por poco tiempo, ya que en marzo se volvían a embarcar para instalarse en Büyuk Ada, la más grande de las islas Prinkipo, en el mar de Mármara. En poco tiempo la desvencijada casa en la que se instalaron se convirtió en un centro de reunión de una legión de visitantes y colaboradores. Entre tantos militantes de diversas nacionalidades que llegaban se mezclaron personalidades como Georges Simenon, Emil Ludwig y Man Ray. También se llegó hasta Büyuk Ada el director de la prestigiosa editorial Fischer (que ese mismo año publicaba La montaña mágica de Thomas Mann), con una propuesta para el dueño de casa: publicar su autobiografía. Tras un primer momento de vacilación, Trotsky aceptó y se puso a trabajar con entusiasmo. La terminó ese mismo año.
A lo largo de buena parte de Mi vida Trotsky enfatizaba su total comunión de ideas con Lenin. Según el relato, durante los años de la Revolución ambos siempre habían coincidido en las discusiones y decisiones fundamentales, más allá de alguna ocasional y amistosa diferencia de opinión, en general por cuestiones menores. Esta perfecta comprensión mutua se mantenía intacta tras la guerra civil, en momentos en donde la atmósfera dentro del partido comenzaba a enrarecerse. “Generalmente - escribía - no necesitábamos más que medias palabras para entendernos el uno al otro”. No se privaba de subrayar que este entendimiento incluía la idea de considerar a Stalin como una grave amenaza para el futuro de la Revolución. Para conjurar ese peligro un Lenin ya enfermo le había propuesto formar un bloque para luchar contra la naciente burocracia estatal y partidaria. La expulsión de Trotsky del territorio de la URSS en 1929, llevada a cabo a bordo de aquel buque bautizado con el segundo nombre de Lenin, evitaría la consumación de esos planes.
En ese momento de la narración Trotsky reproducía el contenido de una carta que había dirigido en 1928 al Comité central del Partido Comunista y a la presidencia de la Internacional Comunista. Era su respuesta al ultimátum en el que se le emplazaba a abandonar sus actividades de oposición al naciente orden estalinista. Dejaba claro que no estaba dispuesto a abandonar la lucha por lo que él consideraba eran los ideales de la Revolución de Octubre. El “ala leninista” del partido (que era, por supuesto, la suya) venía sufriendo desde 1923 una sistemática y creciente agresión. Esto se debía a dos causas: al fracaso de las experiencias revolucionarias fuera de la URSS, y al hecho de que a toda revolución le seguía siempre un momento de reacción conservadora.
“La inteligencia teórica y la experiencia política demuestran que los períodos de decadencia histórica, de retroceso, es decir, de reacción, pueden sobrevenir, no sólo en las revoluciones burguesas, sino también en las proletarias. Llevamos ya seis años, en la Unión de los Soviets, viviendo bajo el signo de una reacción cada vez más aguda contra el movimiento de Octubre, en la cual late, por consiguiente, el Termidor. Y donde esta reacción cobra un volumen más visible y más perfecto, dentro del partido, es en la batida furiosa que se viene dando contra el ala izquierda y en los esfuerzos que se hacen para dejarla fuera de combate en todas las organizaciones”.
Tantos años de revolución y guerra civil habían agotado a las masas. En el análisis de Trotsky era natural que el pueblo, harto de los horrores de la guerra, buscase algo de paz y estabilidad. “Este impotente afán de paz - escribía en su biografía de Stalin - volvía los ojos hacia aquellos encargados de cuestiones tan fastidiosas como el racionamiento de víveres, la vivienda y la colocación de buenos empleos con la mayor retribución posible”. Era el momento para personalidades como la de Stalin que, guiadas por un feroz pragmatismo, habían sabido ponerse a la cabeza de lo que debía ser tan sólo un momento de transición.
“Entonces – seguía escribiendo en Stalin - fue cuando Stalin comenzó a sobresalir con creciente prominencia como organizador, dispensador de credenciales, tareas y empleos, preparador y monitor de la burocracia. (…) A medida que fue aumentando la vida burocrática, ésta engendró una creciente necesidad de bienestar. Stalin cabalgaba a la cabeza de este espontáneo movimiento hacia la comodidad humana guiándolo y enderezándolo hacia sus propios designios”.
En La revolución traicionada Trotsky sostenía que la sociedad soviética se había convertido en una sociedad intermedia entre el capitalismo y el socialismo, dominada por una burocracia que vivía un mundo de privilegios bastante ajeno al legítimo socialismo. Inexacta en términos históricos, la analogía con la reacción termidoriana de los tiempos de la Revolución francesa era sin embargo significativa: de perdurar se corría el riesgo de que la URSS avanzara hacia una futura restauración del capitalismo. Bajo un burocrático manto protector sobrevivían y se enquistaban todos y cada uno de los viejos valores propios de la pequeña burguesía. Los mismos burócratas que administraban la herencia de la Revolución se encargaban de minarla. La misión de la oposición era más importante que nunca. Había que comprender las diferentes etapas que se estaba viviendo para “saber prever y preparar conscientemente el día de mañana”. Era de vital importancia mantener vivo el estímulo de la discusión teórica, analizar la evolución de los acontecimientos mundiales y de la URSS en particular y, fundamentalmente, llevar a cabo una profunda tarea de educación de los futuros cuadros llamados a dirigir la Revolución hacia su destino final, tras superar la etapa termidoriana (o estalinista) en la que estaba empantanada. Y Trotsky, “heredero” intelectual de Lenin, era el líder adecuado para la tarea de ese difícil momento. Si quedaba alguna duda, allí estaba Mi vida para demostrar por qué su autor era el candidato natural para ocupar el lugar de teórico y líder revolucionario que Lenin había dejado vacante con su muerte en 1924.
Pero claro, no podía haber dos herederos de Lenin. La burocracia tan combatida por Trotsky se encargó de que hubiera uno solo, y la URSS siguió el camino trazado por el heredero que quedó vivo. En la década del ochenta del siglo pasado se produjo el último intento de modificar ese camino. El fracaso final produjo la disolución de la URSS, abriendo las puertas hacia una veloz restauración del capitalismo en todo su antiguo territorio. Los temores que Trotsky expresara durante los años treinta fueron certeza para Gyorgy Lukács a finales de los sesenta. Tras la invasión soviética a Checoslovaquia y el Mayo francés, Lúkacs sostuvo en una entrevista que “todo el experimento que comenzó en 1917 ha fracasado y se lo debe probar nuevamente en algún otro tiempo y lugar”. Probablemente Trotsky habría estado dispuesto a discutir con él esta posibilidad.
Alcides Rodríguez (Buenos Aires)
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