APUNTES

Hegemonía de un aullido, por Jorge Consiglio

 

“–Y también éste –dijo de pronto Marlow– ha sido uno de los lugares oscuros de la Tierra.” El narrador de El corazón de las tinieblas dispara esta afirmación en referencia a Londres. Lo hace con un propósito: crear un contexto para dar rienda suelta a un monólogo. Pero debido a que Conrad enmarca la narración, necesita incorporar otra voz -absolutamente lateral a la historia principal- que aporte a la trama un núcleo de reflexión y que oriente la interpretación del discurso de Marlow. En el texto se establece que para Marlow “la importancia de un relato no estaba dentro de la nuez sino afuera, envolviendo la anécdota de la misma manera que el resplandor circunda la luz, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la claridad de la luna”. Entonces, esta segunda voz, en su actividad de anotar el prólogo del otro narrador –tomémonos la licencia de llamarlo el verdadero-, pretende direccionar la atención del lector hacia aquello que considera esencial: lo que está ubicado en los márgenes de lo que se cuenta, ese esmalte que brilla cuando se consigue quebrar la tosquedad sensible. Este concepto no es novedoso; sin embargo, en la novela de Conrad tiene una fuerza de verdad única: lo formula una voz autorizada. Quien enuncia detenta la función de “oído” dentro del texto; así como Kurtz, hasta casi el final de la novela, es sólo una “voz”. Siguiendo este rumbo, se podría considerar que disolver la uniformidad semántica del enunciado es requisito para que un texto sea literario. Cada obra deberá encontrar una estrategia para liberar el hilo discursivo del hermetismo tautológico. Abrirlo hacia “esos halos neblinosos que a veces se hacen visibles por la iluminación espectral de la claridad de la luna”.

Si se piensa en El orden natural de las cosas de Antonio Lobo Antunes, por ejemplo, se observará que la trama es llevada a un punto de tensión que lo aproxima a dos probables estallidos. Uno en el orden de lo sintáctico y el otro, en el de la estructura que sostiene la obra. Con respecto al primero, se trata de una trasgresión a la normativa justificada por la fidelidad al coloquialismo; el segundo, en cambio, es más complejo y expresa, a mi juicio, su estética.

En esta novela, Lobo Antunes echa mano a un conjunto de voces, diez en total, que se enhebran y dan sus versiones sobre los mismos hechos. No hay cronología que los rija. El tiempo que hilvana los discursos está determinado por una dialéctica caprichosa, en apariencia, que termina respondiendo a una lógica velada que impone equilibrio en el mosaico textual.

Con el propósito de reforzar la evidencia acerca del recurso del que venimos hablando, y teniendo en cuenta que las imágenes son más potentes que las ideas, recurriré a una, que el mismo Lobo Antunes usa en la novela. Dentro de El orden natural de las cosas, esta proliferación de voces que abordan un tema tiene el mismo efecto que se logra en una sala de espejos. El universo se refleja y en la multiplicidad se distinguen todos los ángulos posibles. Hay un detalle poliédrico de las acciones de cada personaje, que lejos de volverlas sencillas por el exceso de exposición, las sume en una complejidad que termina por involucrarlas con el infinito. La sala de espejos, que reviste un misterio de características similares al del áleph borgeano, permite que todas las miradas sean posibles al mismo tiempo.

Lobo Antunes consigna la imagen de la siguiente manera: “(…), y acompañarlos, después del cine, al sótano de las mujeres en la Graça en el cual se bebe cerveza y se baila en una sala de espejos, y donde nos podemos observar en todas las paredes, en todos los ángulos y posiciones, como si cada uno de nosotros dejase de ser uno para volverse una cría de sí mismo agarrada a una cría de mujeres que cobran cincuenta escudos por tango y treinta escudos por vals, (…)”.La identidad de los personajes, entonces, es distinta de acuerdo a la voz que los nombra. Tener a disposición el conjunto de versiones equivale a deambular en un océano de signos contrapuestos, pero todos y cada uno de ellos válidos.

Resulta indispensable tener presente el concepto antes consignado para entender la primera de las dos ideas que soportan la estética de Antunes. Se trata de una interpretación del orden del universo. Parece distinguirse en el zigzagueo de las voces –de referentes confusos por momentos- cierto apego a la noción de la materia vista como condensación de tinieblas. La profusión discursiva se asienta en una creencia que luego se revelará falaz: en esa fiebre que vuelve terrenales a las cosas, se agitan, en disputa, núcleos de complejísima negrura que las vuelven puro enigma. Pero a medida que la narración avanza, en ese follaje selvático de voces surge otra verdad que se opone a ésta. Se libera a la materia de oscuridad y caos, y se desplaza el conflicto hacia el interior del sujeto. Ahora, en virtud de una experiencia que culmina en revelación, las cosas resultan tan llanas que sería posible ordenarlas en un inventario, tan literales que admitirían el pleonasmo como definición. Cito: “Tal vez me gustase vivir en esa casa que me describen como sombría y extraña, aunque todas las casas sean sombrías y extrañas cuando se es niño y no hemos crecido allí lo suficiente como para darnos cuenta de que las sombras y la extrañeza están en nosotros y no en las cosas, y entonces nos desilusionamos poco a poco con la aburrida y estática vulgaridad de los objetos”.

En adelante, pues, los personajes tendrán que convivir con el desencanto de saber que la definición del universo se encierra en su propia inmediatez. Esta noticia conlleva un estado de des-gracia que termina por tiznar el tono de cada enunciado. Si hay una pregunta clave que se formula en cada hebra de la trama es la que se lexicaliza en un monólogo que se halla casi al final de la novela: “(…) pero no hay paz, Iolanda, hay esta inquietud, esta ansiedad, ¿cómo harán los otros para aguantar la vida?”.

La segunda idea que sostiene la estética del portugués es consecuencia de la primera, y tiene que ver con un cambio en la orientación de la mirada. Con la materia rigurosamente determinada por su mismidad, el interés del sujeto se precipita a las profundidades de las aguas personales. Lo extraño, lo velado para el entendimiento, se halla en el interior del individuo. La verdadera cifra de la sombra está amparada por el hermetismo de la intimidad. Y, en su busca, se encomiendan los personajes, tanteando un terreno desconocido, contando con una voluntad idéntica a las de los arúspices. Cito: “Creo que hasta el sonido de mis pasos y las arias del gramófono son una forma de silencio, y que el ruido se inicia en el instante en el que las personas se callan y oímos los pensamientos moverse dentro de ellas como las piezas, que intentan ajustarse, de un motor averiado”.

No hay en la naturaleza de la materia rastros del movimiento que verdaderamente cuenta. La sustancia se cierra en su propia oquedad; de allí que el adjetivo que uno de los narradores le aplique sea “aburrida” o que se la determine por su “estática vulgaridad”. El ruido, entonces, el estruendo genuino que consigue resquebrajar el silencio, es producido por el engranaje dialéctico que trabaja en la concavidad del sujeto.

Dos opiniones referidas al estilo de Lobo Antunes. Se podría caracterizar como torrencial. Hay en El orden natural de las cosas una voluptuosidad discursiva que contempla, por una parte, una prosa ornada –por momentos detenida y minuciosa, por momentos veloz y sincopada- con los atributos de lo lírico y, por otra, una multiplicidad de historias fragmentadas que se hilvanan con lo onírico y con la palabra descentrada por el delirio. Además, debido a la profusión de narradores y a los ritmos que imponen sus voces, el tono del relato parece querer abarcar todos los matices, todos los ángulos, como se dijo al comienzo. Tal vez el justificativo de esta pretensión tenga raíz en el pesar, que determina la temperatura del texto. El pesar entendido como “sentimiento o dolor interior que molesta o fatiga el ánimo”, de acuerdo con la definición del Diccionario de la RAE.

Es preciso relacionar este sentimiento con el estilo de Lobo Antunes, sobre todo teniendo en cuenta un juicio que Gastón Bachelard consignó en La tierra y las ensoñaciones del reposo. Dice: “(…) [La dicha] requiere también de concentración, de intimidad. Así pues, cuando se la ha perdido, cuando la vida ha traído ‘malos sueños’, se siente una nostalgia de la intimidad de la dicha perdida. (…) Toda intimidad objetiva recorrida en una ensoñación natural es un germen de dicha”. Teniendo en cuenta esta opinión, es dable pensar que, si el requisito para la dicha es la concentración, lo adecuado para el pesar –quizás su antónimo más certero- sea la diversificación. Se necesita para expresarlo un chorro lexical sustantivo que inunde con su exceso.

En conclusión, Lobo Antunes persigue un rumbo que, al igual que el de los mineros del décimo poema de Poemas Humanos de César Vallejo, se hunde en “el socavón, en forma de síntoma profundo”. Para ello, recurre a una escritura cuya respiración conjuga la desmesura con el equilibrio, y al uso de recursos técnicos que posibilitan un enfoque pluridimensional de su imaginario. Quizás, todo esto sólo es posible porque Antonio Lobo Antunes, como los mineros de Vallejo, es diestro en “bajar mirando para arriba”.

 

Jorge Consiglio

Buenos Aires, EdM, julio de 2012

 

 

Lobo Antunes, Antonio: El orden natural de las cosas, Siruela, Madrid, 2001.

 

 

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