La mujer inclina ligeramente la cabeza y me dice:
-Estos otros no son míos. Eran de un tío lejano que murió. Como no tenía herederos, me quedaron a mí.
Por el tono de voz y su actitud corporal, es evidente que se siente avergonzada; la aclaración es una especie de disculpa.
Estoy en su casa, revisando una buena cantidad de libros que quiere vender. Los que señala ahora son novelas de lectura ligera, de las que suelen nombrarse como best-seller, un apelativo que proviene del marketing más que de la literatura, pero que ha conseguido colarse en el mundo de los libros casi como un género. Novelas de suspenso, de espionaje, románticas, de ambiente histórico o con una dosis estudiada de todos esos rasgos juntos.
Reviso rápidamente y digo:
-No trabajo este tipo de novelas –algo que es cierto solo a medias. Mi comentario es suficiente para que la mujer me considere en el lugar del juez.
-Me imaginaba –dice- Yo tampoco los leo, pero los heredé y no los quiero –algo que ya sabíamos los dos.
El caso de esta mujer no es el único. Lo evoco porque el encuentro terminó, como se verá, de un modo más o menos curioso.
Es más frecuente encontrarse con personas orgullosas de su biblioteca o tan solo de un libro en particular. En todos los casos, se puede conjeturar que arraigamos la idea de que nuestros libros nos dejan al desnudo frente a los demás. Comparto esa creencia, aunque leer al otro por el contenido de su biblioteca no deja de ser un acto rudimentario. Una biblioteca particular puede tener un perfil determinado, pero siempre mostrará saltos que pueden hablar de un momento preciso del pasado, de cierta evolución lectora, de cierto corrimiento en las zonas de interés… Mostrará, además, anomalías; puntos o sectores en los que es posible sospechar un regalo de alguien que no conocía bien al destinatario, herencias, libros abandonados por una persona que compartió los estantes, pero que ya no está. También estos cuerpos extraños hablan de nosotros, pero solo nosotros somos capaces de interpretar sus voces con certeza.
Motivo de orgullo suelen ser las bibliotecas voluminosas, más allá de su contenido. Quien tiene más de quinientos libros para exhibir suele percibirse como una persona culta, más culta que el promedio, y tratará de hacérnoslo saber.
Motivo de orgullo son aquellos libros que su dueño considera especialmente valiosos porque llevan una dedicatoria del autor, porque son ejemplares de una tirada única o restringida, porque sus autores pertenecen a algún canon consagrado en las academias o en los suplementos literarios. Quienes conocen estas consagraciones se sentirán avergonzados de aquellos libros que estén excluidos, peor, que sean especialmente despreciados por los especialistas. Los libros de autoayuda, las novelas masivamente exitosas y todo título promocionado en la televisión, suelen estar con mayor frecuencia entre aquellos por los que su dueño se sentirá obligado a presentar excusas.
Más curioso es el caso de ciertos autores que parecen provocar en muchos de sus lectores un cierto sentimiento de culpa. Es raro que un cliente que compra un libro de Vargas Llosa o de Hugo Wast no se sienta obligado a comentar que si bien se trata de escritores ligados a la derecha, “son muy buenos en su oficio”. No recibo excusas, en cambio, cuando vendo libros de autores que profesan ideas opuestas. O los lectores de derecha no compran libros de José Saramago o de Andrés Rivera, o bien no sienten ninguna culpa por hacerlo.
Comprar o vender un libro parece ser, para algunos lectores, un acto mucho más comprometido que el de cualquier otro mercadeo. La mujer que quería vender sus best-seller seguía presentando todo tipo de excusas. Estaba sinceramente angustiada. Tanto, que me sentí obligado a decir algo:
-Quédese tranquila, señora. Al fin y al cabo, usted no los escribió.
Raúl Tamargo
Buenos Aires, EdM, julio 2012
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