l 5 de abril de 1943 una unidad de la Gestapo se presentó en el domicilio del pastor Dietrich Bonhoeffer con la orden de arrestarlo. La policía secreta del régimen lo acusaba de estar involucrado en la conspiración organizada por el almirante Wilhelm Canaris para asesinar al Führer. El atentado del coronel Claus von Stauffenberg contra Hitler lo sorprendió entonces en su celda de la prisión de Tegel, donde pasaba los días leyendo e intercambiando correspondencia con su prometida, su madre y un antiguo compañero de seminario, Eberhard Bethge. A lo largo de dos años, el teólogo le iría transmitiendo a este último la evolución de sus posiciones en materia teológica, consecuencia de sus lecturas, de su experiencia vital y de sus meditaciones carcelarias.
Bonhoeffer había sido vicario de la Iglesia evangélica de Barcelona, becario del Seminario de la Unión Teológica en Harlem, pastor de la Iglesia Luterana en Londres, y desde hacía algunos meses venía frecuentando en la prisión a resistentes y prisioneros políticos ateos. Este pastor había comprobado que estos presos encarnaban los valores del predicador nazareno mejor que muchos cristianos, sin necesidad de observar sus liturgias ni de repetir sus dogmas ni de arrodillarse ante sus ídolos aunque los devorase la angustia o el temor ante la muerte. Después de dos mil años de propagación del cristianismo, el mundo había incorporado, a su entender, los valores del crucificado porque sus nociones de bien y de mal correspondían a su enseñanza.
El cristianismo religioso, le escribió entonces a su amigo, se reduce a “unos pocos hombres intelectualmente deshonestos”. Y él ya no tenía ganas de formar parte de esta sombría pandilla que se “abalanzaba” sobre “unos pocos desdichados en sus momentos de debilidad” y “los violaba religiosamente”. Y por eso Bonhoeffer se preguntaba si la religión no sería finalmente “un ropaje del cristianismo” y si no podría haber –o si no existía ya en ese momento– un “cristianismo arreligioso” o “mundanizado”, un cristianismo que se estaba deshaciendo de toda la parafernalia sacra y de los propios sacerdotes. Un cristianismo secular.
Unos días más tarde, el 8 de junio de 1944 –tal vez Bonhoeffer no supiera que los Aliados estaban desembarcando en una playa de Francia–, el pastor le envió una nueva misiva a su amigo recordándole que ni la ciencia ni la política ni el arte precisaban recurrir ya a la hipótesis de Dios. Hacía tiempo que la cultura europea se había vuelto secular. Hugo Grocio había declarado en su gran tratado de derecho natural que argumentaría “como si Dios no existiera”, mientras que Spinoza aseguraba que Deus y Natura eran vocablos sinónimos, de modo que los físicos, los biólogos o los químicos conocían mejor a Dios que los teólogos. Ante estos desplantes de la cultura ilustrada, los clérigos se escandalizaban, se indignaban, pronosticaban desgracias y apocalipsis, y sermoneaban a los hombres para que regresaran al rebaño. Pero el Dios de estos sacerdotes tenía el aspecto de un esperpéntico “Deus ex machina”. Bonhoeffer escribe entonces una frase que se volvería célebre: “Tratamos de probarle a este mundo llegado a la mayoría de edad que no puede vivir sin el tutor llamado Dios”.
Esta posición, sin embargo, resultaba “absurda, de baja calidad y no cristiana”. “Absurda”, explicaba este pastor, “porque se presenta como un intento de retrotraer al hombre a los tiempos de la pubertad, es decir, de volverlo dependiente a una cantidad de hechos de los cuales ya no depende y planteándole problemas que, de hecho, han dejado de preocuparle”. La Iglesia ya no lograría –si es que alguna vez lo había logrado– preservar la moral de su rebaño repitiendo las mismas amenazas y promesas a propósito de la vida de ultratumba porque se estaba dirigiendo a unos hombres que habían dejado de creer desde hacía mucho tiempo en esos cuentos para niños. “De baja calidad”, proseguía, “porque tratamos de aprovecharnos de la debilidad de un hombre con un propósito ajeno a sus preocupaciones y al que no suscribe ya libremente”. “No cristiano”, para terminar, “porque confundimos a Cristo con un cierto grado de religiosidad del hombre, es decir, con una ley humana”, o con ese fetiche fabricado –Bonhoeffer conocía bien a Feuerbach– por los mismísimos hombres. Llegados a la mayoría de edad, tenemos que reconocer que “Dios nos hace saber que tenemos que vivir como hombres que logran vivir sin Dios”. Llegados a la madurez, no necesitamos su tutela, como si, para Bonhoeffer, el cristianismo hubiese sido el secreto inspirador del proceso de secularización del mundo de la época moderna, como si pudiéramos vivir y pensar ahora sin el Padre y como si el propio Padre hubiese educado durante siglos a sus hijos para que terminaran emancipándose de él.
Desde una celda de la Gestapo, en medio de un país y de un continente devastado por la peor guerra de la historia, y sabiendo que sería condenado a la horca por un régimen que aniquilaba en esos mismos momentos a millones de personas –Bonhoeffer había denunciado el exterminio de judíos ante las autoridades inglesas poco antes de su arresto–, este pastor luterano estimaba que el proceso de evangelización del mundo ya estaba terminado: en cualquier punto del planeta en donde alguien redactase una obra de filosofía, de política o moral, en donde un legislador legislara o un juez juzgara, estaría repitiendo, aunque lo ignorase, los valores del predicador de Galilea, de modo que esta Ciudad de Dios, cuya construcción estaba a punto de finalizarse gracias a la contribución de las tutelas coloniales, no precisaba, en su opinión, ni de Dios ni de sus tutores clericales.
Alguien hubiera podido replicarle a Bonhoeffer que el cristianismo estaba muy lejos de haberse granjeado la unanimidad de las colectividades humanas, ya que existían otras religiones que contaban con una importante influencia en vastas porciones de la población, como ocurría con los musulmanes, los hindúes o los budistas. Pero hasta el 9 de abril de 1945, cuando este pastor fue ahorcado en el campo de concentración de Flossenbürg, el proceso de descolonización del mundo no se había desencadenado. La construcción de la Ciudad de Dios, que para él estaba a punto de concluirse, era en ese momento la ilusión de un mundo dominado por las potencias occidentales o a lo sumo dividido, como ocurriría muy poco después, en dos gigantescos bloques, cuyas posiciones políticas y económicas, aunque seculares, emanaban de la cultura cristiana.
Con la descolonización, el presunto plan de la Providencia anunciado por Agustín o Bossuet, la ilusión de que la historia se dirigía inexorablemente hacia la constitución de un gran Imperio cristiano mundial, y hacia una paz perpetua, terminó siendo una quimera del colonialismo occidental: los pueblos que vivieron durante siglos bajo la tutela cristiana no asimilaron necesariamente sus valores ni adoptaron sus instituciones. Y la idea misma del engendramiento dialéctico de un mundo secular, anunciado hasta por los propios teólogos, sufrió una contundente desmentida. Pensadores como Jürgen Habermas o Charles Taylor empezaron a hablar entonces de mundo “post-secular” para referirse a la conclusión de ese ciclo de la historia. Tal vez habría que empezar a hablar sencillamente de un mundo “post-occidental”.
Dardo Scavino
Burdeos, Francia, EdM, noviembre 2015
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