ESCRITORES EN SITUACIÓN

A propósito de Los árboles de Hugo Correa Luna, por Eduardo Rubinschik


A mediados de noviembre se presentó Los árboles, la esperada novela de Hugo Correa Luna, publicada por la editorial Modesto Rimba. Las dos anteriores son El enigma de Herbert Hjortsberg (2005) y La pura realidad (2005).
     Eduardo Rubinschik –autor de La entereza (2017)- fue uno de los presentadores de esa “novela fantasmal”, en esa tarde de mil y un lectores por Luna.

Los árboles despliega y disemina lo fantasmal en diferentes planos. Es una maquinaria compleja aunque de fácil lectura. No es en la dificultad de lectura donde se asienta su complejidad, sino en la riqueza con que se va desplegando en muchas direcciones, y hace que sea una novela escrita a la sombra y a la luz de los fantasmas. De, por, para, contra, y con el acompañamiento de fantasmas.
      Y lo hace en gran medida a partir del trabajo de la voz del narrador y la mirada que esa voz construye: esa voz es un núcleo estructurante de todo el sentido de esta astuta novela.

MEMORIA, NOVELA FILIAL

Indagar en la memoria como objeto, como la novela dice en un momento, me parece que implica fundir espacio y tiempo, alimentar el hilo invisible como dice en otro lado, que, con su costura, permite compartir historia y muerte, como ocurre con Marchiarena y Balbiani, por ejemplo, que son los dos personajes cuyo encuentro inaugura la novela, en esa frase cíclica que prefigura también de algún modo el movimiento que la novela enuncia sobre sí misma.
     Cumplir la edad que tenía tu padre al morir también supone fabricar un hilo que ata historia y muerte, y acaso modifica el carácter del fantasma y el propio carácter también. Es otra forma del padre en el interior de uno como hijo y del ser hijo: el padre vive seguramente de otro modo en uno al ser superado en tiempo real de vida.
      El fraseo trae a Saer como padre fantasma de la escritura, la novela se empieza escribir bastante cerca de la muerte de Saer. De hecho, curiosamente, ahora que Los árboles ve la luz, Hugo ha superado la edad de Saer.
      El hijo Gardini, de chico, se tapa los ojos, y ese gesto de avestruz capturado por su padre artista, acaso lo inspira para hacer su escultura, que por supuesto lo sobrevive, donde uno de los personajes de piedra también lo hace, se tapa los ojos, para no ver el crimen. El hijo años después, de adulto, realiza ciertas imágenes en miniatura, pero sin aspiración artística sino como indagación artesanal, y eso entre otras cosas también hace pensar que Los árboles es una novela filial. El hijo supera al padre en tiempo, pero no en obra.
       En ese sentido de los tiempos y lo parental, toma una importante dimensión la cita de Saer, porque indagar como objeto esa memoria personal y social, como lo hace Los árboles, es sumergirse en el intento de, al mismo tiempo, quizás, intentar separar lo inseparable, como dice la cita.
      Si hay un lugar donde espacio y tiempo pueden ser jugados, retorcidos, burlados, utilizados, homenajeados lúdicamente, sin solemnidad, es en la ficción, en este caso a través de este narrador, que cifra también mediante modismos anacrónicos esa incomodidad o inadecuación estilística con lo actual, como al decir por ejemplo acullá.
      Un modismo así de anticuado, da cuenta formalmente del manejo de tiempos en los usos de la lengua, que la novela desenvuelve en su trama; hay una provocación, en ese anacronismo, que le aplica al tono una pátina por momentos un poco burlona.

Es una novela astuta, decía, porque el fraseo proviene de un narrador que es una especie a veces de chismoso, de pícaro un poco disfrazado de ingenuo, a través de ciertas modulaciones, detenimientos, explicaciones, donde la acción es revuelta en la reflexión. De algún modo, el narrador es el actor principal de esta novela, porque su despliegue es capaz de hacer una incisión, abrir una zanja en el tiempo y en el espacio, justamente, en los planos, o de mezclarlos, juntarlos para entender algo, como el carancho surca el cielo mostrando que el vivo en un plano puede ser muerto en otro, o que el vivo está muerto, o que el muerto vive en uno, y por eso observar su vuelo significa encontrarse con la epifanía.

También al principio cuando habla de los porteños, anuncia el propio mundo de la novela, al decir:

“…como si para los porteños hubiese no uno sino dos mundos, el real, aquel donde ocurre todo, y el otro, acaso virtual, de esparcimiento, tal vez meramente vacacional, un malentendido, en definitiva, que se mantiene con terquedad y que parece no tener solución.”
       Los árboles tiene algo de policial, pero la exaltación que genera, no es producto de una develación al final, al nivel de la historia, sino una revelación del poder de una escritura de ficción con carácter estratégico, que juega su juego a pleno, dando cuenta de un estado de cosas poético, histórico, social microscópico, o también de mayor alcance. No es una escritura que se fundamente en la sapiencia de un sujeto armador de sentidos, sino que es una escritura que navega en la confianza de su práctica, algo que resulta más honesto, creo yo, si bien muchas veces en nuestras charlas con Hugo hablamos de que en la billetera de la escritura conviene tener siempre un poco de moneda falsa. Ciertos indicios que, como bien marca Guillermo Saavedra en el epílogo (a propósito: celebro esta decisión editorial del epílogo en lugar del prólogo), acaso sean un poco de moneda falsa: cuando te ves leyendo una definición exquisita del funcionamiento del objeto artístico según el propio artista, como es el caso de Gardini Padre hablándole a Balbiani sobre su obra, ahí te das cuenta de que te han llevado a un lugar en forma sorpresiva.

Hablemos entonces de la novela fantasmal: el narrador fantasmal y el real, donde habría dentro del fraseo un movimiento de avance y un doblez de explicación constante, marcado por el “es claro”, parecen pliegues de un segundo narrador que se desdobla sobre un mismo acontecimiento, pero ésta es una idea que habría que profundizar a ver si se sostiene, tiro la piedra nomás.
         El “es claro” abriría acaso el plano de la acción y la modulación, hacia un segundo narrador, que aborda el mismo acontecimiento desde dos roles. El modulador es un narrador rítmico, que corta, un embriague para relanzar el hilo y al lector hacia el acontecimiento que sigue pero con la impronta reflexiva ya marcada en el tono. Las modulaciones aparentan ser una herramienta rítmica pero no: en realidad tienen la función, creo yo, de abrir las voces y escenas en sus dobleces múltiples. En ese sentido, Los árboles resulta ser, en sí misma, el diálogo y la disputa entre los distintos planos, el fantasmal y el real, el presente y el pasado, el campo y la ciudad, el crimen y su recuerdo, siempre un cuerpo y su fantasma, de cualquier orden de que se trate.
      El narrador, entonces, es un pillo que merodea, es como mínimo una voz y un ojo que habla, distrae, muerde, se aleja. Cuando como lector te querés acordar, ya estás metido en medio de una maquinaria que te tiene atrapado.
       Ese tono ingenuo a veces, que aborda caracteres a través de elementos cotidianísimos, es como el tejido de una araña, un tejido amigable, gustoso, del que ya no podremos salir.
En ese sentido, “es claro” que la novela narra lo siniestro. Sin mostrarlo de frente, merodéandolo como los caranchos merodean una presa en tierra desde el cielo. Los árboles como motivos y fantasmas de la escultura, que a su vez tiene como motivo y fantasma un crimen. Y que remite al viejo dicho: no aclares que oscurece. Entonces el narrador, esa voz tiene ese vuelo en círculos, acechándonos como lectores. Función del “es claro”, que se repite hasta hacerse indicio, función del tono Marchiarena, que aborda el tiempo, como un reloj de arena, que lo materializa y grafica, en la marcha de la arena.

Con un crimen que sobrevuela el presente y será develado al final, resulta doble el tiempo de la novela, y los dobleces se multiplican hasta estallar, tal como es doble la iglesia, que habla de dos instancias del pueblo y como son dos árboles que dialogan, y dos figuras esculpidas que huyen de una catástrofe, que dan cuenta de la dualidad del ángel de la historia de la cita de Walter Benjamin al analizar el cuadro de Paul Klee, que mira hacia el pasado pero se ve impulsado al futuro, y como el campo mismo, marcado por el antes y el después del desembarco furioso de la soja, que lo transforma y transforma la tradición rural y la vida de estos personajes, y nuestra propia vida también, como consumidores de alimento y venenos, hoy. El tema de la novela, también es el doblez del tiempo haciendo su surco, a veces estéril, vacío.

UN PAR DE FRASES

“…el pasado no es lo que le da espesor a la historia, es mañana cuando empieza todo, mañana, siempre mañana”.
      El futuro está hecho de pasado, y el pasado, de futuro.
      Ninguna historia está hecha de detalles, y si resultaran importantes, dejarían de ser detalles.
     Es una novela importante que nos habla a todos, y no quiero que esto les suene a amenaza, pero les conviene leerla.

Muchas gracias.


Eduardo Rubinschik
Buenos Aires, EdM, enero 2018
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