Iba a escribir: “Cary Grant fue un revolucionario”. Me pareció una frase tonta y efectista, basada en la imagen exterior de Grant, o en el lugar común de su aspecto físico que, en verdad, sólo toma en cuenta una de sus facetas (y hace a un lado, por ejemplo, la tristeza profunda que sabía transmitir como pocos). La frase es tonta, y no pude encontrar otra que la reemplace: sin embargo, aunque no estemos hablando de empuñar un arma ni nada que se le parezca, lo cierto es que el actor de origen británico tomó decisiones muchas veces aun más peligrosas, y sobre todo vivió, como pocos en su época, la vida que tenía ganas de vivir.
Cuando el 7 de abril de 1970 Grant recibió un postergadísimo Oscar en reconocimiento a su –inmensa- trayectoria, el episodio evidenciaba no sólo las injusticias, caprichos, animosidades, ridículos y demás malformaciones de los sagrados –para la industria- premios de la Academia de Hollywood, sino que también era el último eslabón, con algo así como un agridulce happy end, de una tortuosa relación que marcaría o modificaría para siempre el funcionamiento de diversos paradigmas dentro de ese sistema. Basta con pensar, por ejemplo, en Woody Allen: aunque el tipo menospreciara los premios y le fuese imposible –como todos saben- faltar un solo lunes a sus célebres tertulias jazzísticas, la Academia aprendió la lección y le dio una parte de la torta que se merecía.
La lista de las películas emblemáticas que protagonizó Cary Grant, es decir uno de los tres o cuatro actores más importantes de la época gloriosa del cine de Hollywood (décadas del ´30, ´40 y ´50), es en verdad interminable, pero una pequeña muestra sirve para iluminar rápidamente el equívoco: La Venus rubia (de Josef Von Sternberg); La fiera de mi niña, Luna nueva, Sólo los ángeles tienen alas y Me siento rejuvenecer (dirigidas por Howard Hawks); Vivir para gozar e Historias de Filadelfia (ambas de George Cukor); Arsénico por compasión (de Frank Capra); Operación Pacífico (Blake Edwards); Charada (Stanley Donen); Tú y yo (Leo Mc Carey); Sospecha, Encadenados, Atrapa a un ladrón y Con la muerte en los talones (todas de Alfred Hitchcock). No sólo no recibió ningún Oscar, sino que apenas fue nominado dos veces: en 1941, por Serenata nostálgica (de George Stevens), y en 1944 por Un corazón en peligro (Clifford Odets). En ambos casos, como señala Marc Eliot en la extraordinaria biografía que le dedicara a Grant hace menos de una década, se trata de películas filmadas durante la Segunda Guerra Mundial, cuando escaseaban las figuras masculinas y para sostener el prestigio del todavía flamante galardón hubo que recurrir incluso al enemigo.
El libro de Eliot cuenta con todo detalle las razones, o los hechos que alimentaron tal cortocircuito. Y el origen de todo se halla en un arriesgado, por no decir suicida, gesto de independencia: cuando en 1937 finalizó el contrato que lo unía a la Paramount, Grant, disconforme con el sueldo que percibía pero asimismo resentido porque se habían negado a “prestarlo” a la Metro en una ocasión, decidió rechazar los ofrecimientos que le llovían de todas partes y mantenerse en solitario, cobrando por cada película. Hay que situarse en contexto: por entonces, tanto las grandes estrellas como el último asistente técnico, todos trabajaban en relación de dependencia. Esa dependencia era frágil pero absoluta (cristalizada en un cheque semanal), y resulta significativo saber cuál fue la reacción de los grandes estudios cuando los sindicatos comenzaron a actuar y por lo tanto amenazar su poder: crearon, justamente, la Academia de las Artes y Ciencias Cinematográficas, que como se ve no perseguía objetivos artísticos sino, para ser bondadosos, estrictamente económicos. Como señala Eliot: “El objetivo de los premios era apaciguar a los trabajadores que buscaban beneficios más prácticos, como mejores salarios, seguridad laboral, cobertura sanitaria y planes de jubilación”. El atrevimiento de Grant, que apenas conocía un antecedente (el de Charles Chaplin, que pronto creó otro estudio), provocó lógicamente la ira de los Mayer, Zukor y demás magnates.
Esa suerte de beligerancia permanente acompañó el resto de la carrera de Grant, que desafió a los estudios a cada rato iniciándoles juicio por motivos de relevancia muy diversa. Pero un elemento determinante para que Grant fuese un personaje incómodo fue, sin duda, su relación con el actor Randolph Scott, a quien lo unió una estrechísima amistad, no exenta de sus componentes sexuales. Hay que decir que Grant lucía su bisexualidad con absoluto desparpajo (y sin dar explicaciones, ni siquiera a sus esposas), lo que paradójicamente lo volvía en él un hecho de lo más natural.
Gregory Peck fue elegido presidente de la Academia, en 1966 –el año del retiro definitivo de Grant-, y entonces pareció que por fin las cosas tomaban un cauce justo. Sin embargo, los popes vetaron la idea, y recién aceptaron concederle un Oscar honorífico en 1970, cuando a instancias de Peck el rebelde Cary Grant se reincorporó a la Academia. Fue lo más cerca que estuvo de un pedido de disculpas, por otra parte irrisorio.
Cuando un par de meses antes de la entrega de los Oscar surgió un imprevisto escándalo sexual que salpicó a Grant (una demanda por paternidad que luego se evaporó), para medio mundo era evidente que los miembros más conservadores de la Academia le habían tendido una trampa. A principios de abril, Grant todavía dudaba; antes de eso, había convencido a su amiga Grace Kelly de que desistiera de entregarle la estatuilla, para no verse envuelta en una situación farragosa. Fue Howard Hughes, otro íntimo amigo suyo, quien lo convenció. Y lo hizo a su manera: primero citándolo en uno de sus hoteles de Las Vegas, para mantener no obstante una conversación estrictamente telefónica; luego, filtrando la noticia casi de inmediato al periodismo, para que una vez que se hiciera público el sí definitivo de Grant éste no pudiese arrepentirse.
Fue así que otro ícono, Frank Sinatra, le entregó a Grant aquella noche el Oscar, “por la mera genialidad de sus interpretaciones”. Mucho antes de eso, Grant, en realidad Archibald Leach en su Bristol natal, había dicho: “Todo el mundo quiere ser Cary Grant: incluso yo quiero serlo”. Con unas pocas excepciones, tenía toda la razón.
José María Brindisi (Buenos Aires)
El último libro de Brindisi es la novela Placebo, Buenos Aires, Entropía, 2011 Imprimir
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