Las cuestiones de la Mafia suelen ponernos en aprietos. Por un lado está la famosa estetización de la violencia, que nos transporta a un lenguaje poético y esconde por un rato la verdad de las cosas. Por otro, la nobleza y el sentido de justicia de ciertos personajes emblemáticos de la literatura y el cine, de quienes olvidamos pensar que, en el mejor de los casos, se nos muestran como la excepción y no la regla. No menos problemática o confusa resulta la extensión vulgarizadora del término “mafioso”, aplicable a más o menos cualquier matón de barrio, para el que no existe otro código que el del beneficio propio. Películas como El padrino o Érase una vez en América construyen la dimensión mitológica de sus protagonistas a partir de la idea de que son víctimas o productos de, y a la vez, quienes fracasan en el intento de construir, para ellos y para los suyos, un mundo mejor. A mitad de camino entre la realidad y la invención, cuando los admiramos estamos descansando silenciosamente en su mito, alimentándolo al menos como una posibilidad, al fin y al cabo valiéndonos de él para lavar nuestras culpas, o nuestras contradicciones.
La historia de Salvatore Giuliano es uno de esos ejemplos que nos obligan a revisar nuestras ideas, o aceptar con dolor que la realidad es con frecuencia mucho menos romántica de lo que queremos creer, y mucho más perversa. Norman Lewis, ese viajero y cronista extraordinario de origen británico, la revisa en detalle en el libro que dedicó, allá por la década del ´60, al crimen organizado siciliano, cuyo título es la denominación que los mismos “hombres de respeto” se dieron a sí mismos: La Honorable Sociedad.
En el libro, que toma como punto de partida el desembarco de las tropas aliadas sobre el final de la Segunda Guerra Mundial (un lazo que se extendió a diversos ámbitos y permitió a las cúpulas mafiosas valerse de los servicios prestados a la causa para fortalecer sus dominios), Lewis desarrolla durante varios capítulos vida, obra y muerte de Giuliano, quien a los veintitrés años era llamado “el rey de Montelepre” y considerado el bandido siciliano más famoso de todos los tiempos. Giuliano no era un mafioso, claro, sino un ladrón; el líder de una banda que, como otras tantas, se refugiaba en las montañas, y que sostenía su convivencia con la Mafia a partir de la sectorización de su accionar, es decir: mientras dejaran al campo y a la nobleza en paz, podían actuar con cierta libertad. Pero Giuliano era, también, a pesar de la crueldad de sus procedimientos y de la arbitrariedad con que tomaba ciertas decisiones, una suerte de Robin Hood, que repartía el botín entre su gente y, hasta donde podía, se hacía cargo de sus preocupaciones.
Algo en esa fidelidad, junto a su notable capacidad de organización y de mando, hizo que los capos -con el omnipresente y sin embargo casi invisible Calógero Vizzini a la cabeza- observaran en él al hombre que les despejaría el terreno y los libraría, a fines de la década del ´40, de buena parte de sus preocupaciones. Luego de dar por perdida la batalla separatista, la ubicuidad de los jefes de la Mafia hizo que comprendieran, más temprano que tarde, la necesidad de deshacerse de las huestes campesinas, quienes les habían servido de apoyo pero ahora eran, a partir del crecimiento del Frente Popular, un verdadero lastre. Giuliano, que había comenzado enfrentándose a la Mafia, decidió de un momento a otro cruzar la línea, y de líder campesino se convirtió en una suerte de líder paramilitar. Entre los episodios tristemente célebres que protagonizó entonces, acaso el más terrible fue el asesinato de once campesinos (muchos otros resultaron heridos) el 1º de mayo de 1947, durante la procesión a Portella della Ginestra, luego de que se votara, en forma masiva, la reforma agraria.
Como suele suceder con los héroes sombríos, Giuliano fue traicionado por uno de los suyos, y quizá radique en ello su mayor derrota (y el mayor triunfo de la Mafia). De los testimonios de la época se desprende la sensación de que no sólo lo intuyó, sino que hizo poco por evitarlo.
El traidor se llamaba Gaspare Pisciotta, y era nada menos que el lugarteniente de Giuliano, además de su primo. Lewis lo describe como un hombre guapo, “a su modo oscuro y asiático. Podía fingir una sinceridad que engañaba a casi todo el mundo, era muy ingenioso e impresionaba con su sentido del humor sardónico”. Se dice que Pisciotta tuvo un último gesto de dignidad, negándose a aceptar dinero, y exigiendo únicamente una amnistía en su favor. La noche del 4 de julio de 1950 se apareció en la guarida de su jefe, allí donde muchas veces se habían escondido juntos. Discutieron, hicieron planes, se fueron a dormir. A las tres y algo de la mañana se oyeron dos disparos, y Pisciotta salió totalmente alterado, con el arma en la mano. Huyó en un auto. A continuación los policías que le hacían de apoyo, temerosos de que reviviera, se encargaron de rematarlo. De todos modos, el Giuliano que se ganó el respeto y la admiración de su gente, entre otras cosas porque supo y quiso protegerla de los abusos y las atrocidades de la Mafia, llevaba muerto ya bastante tiempo.
José María Brindisi (Buenos Aires)
Imprimir
No hay comentarios:
Publicar un comentario