Sobre Cómo escribir sin obstáculos de Francisco Cascallares y Agua del mismo caño de Natalia Zito. Lo que sigue es el texto que José María Brindisi leyó en la presentación de ambos libros, en el pasado mes de junio, cuando todavía hacía más frío en Buenos Aires
Lo primero que tengo que decir, y acaso sea lo más importante, es que con ambos me equivoqué totalmente.
A Francisco Cascallares lo había visto algunas veces, pero apenas había escuchado su voz, y en todo caso esas breves intervenciones no hicieron otra cosa que confirmar el prejuicio que me imponía su figura, sus movimientos, sus gestos, incluso la excesiva amabilidad de sus palabras: parecía arrancado de otra época, de una época en que sin duda las cosas eran mejores, una época en el pasado o en el futuro en que la gente debía ser más cristalina, más real, incluso más necesaria. Pero después vino la lectura, y cuando me encontré con él a solas ya había comprendido, hace rato, que lejos de tratarse de alguien que necesitara cobijo estaba frente a alguien de quien había, en realidad, que cuidarse. Entiéndase bien; si digo que “era alguien de cuidado” estoy queriendo decir que nada con él iba a ser fácil, estuviese uno en el lugar que estuviese: el del colega, el del amigo, el del simple actor de reparto de su vida, como lo somos todos en la vida de los otros. Entonces empecé a seguir su mirada y se me reveló que lo que parecía candidez era, muy por el contrario y justamente, observación; que lo que podía parecer ingenuidad no era otra cosa que fascinación ante la complejidad de cada uno de los elementos, de cada una de las partículas que lo rodeaba; que eso que yo había traducido con torpeza como ansiedad adolescente, una adolescencia por otro lado demasiado tardía, era desesperación, entre otras cosas la intuición de saberse capaz de lograr lo que se propusiera, pero ser consciente de que mucha gente se pasa la vida entera escuchando en su cabeza una musiquita que jamás llega a interpretar.
Por suerte, me dije, él ya está tocando sus notas, conviviendo con sus propias armonías. No era preciso ser muy perspicaz para llegar a tal conclusión: bastaba leer una o dos páginas, uno o dos párrafos de cualquiera de sus cuentos para entender que su relación con la literatura, o más precisamente con las palabras, era de intercambio, una instancia reveladora a la que sin embargo, a cada momento, cargaba de sombras, de ambivalencias, de cortocircuitos. Una suerte de reformulación del lenguaje, pero sin ambigüedades tramposas ni efectistas, sino con una precisión extrema; un modo de correr un velo tras otro sólo para descubrir que detrás siempre hay más, y más, y más. La relación de Cascallares con el lenguaje era, me dije entonces y me repito con frecuencia cuando leo sus textos, una tarea de apropiación; no porque haga malabares con las palabras sino todo lo contrario: porque no deja que se le escapen, y así las disecciona, y así deconstruye su sentido. Y así también -pero de eso ya hablaremos más adelante-, así también lo multiplica.
Lo de Natalia Zito fue diferente. Nos conocimos en un curso, y algún tiempo después me propuso que nos encontráramos para conversar un rato. En esencia, de lo que se trataba era que quería cambiar de vida. O mejor dicho: que estaba empezando a hacerlo. La idea era que yo la orientara un poco en la inverosímil tarea de sobrevivir en este medio, es decir: cómo lograr que le pagaran por lo que hacía, a quién ver, con quién hablar, cómo leer esos códigos que por el momento le eran casi del todo ajenos. Tengo que confesar dos cosas: la primera es que cuando me ponen en ese lugar me vuelvo siempre un poco conservador, como si fuera responsable del destino del otro. Cuando alguien se para frente a mí y me dice: “Quiero largar todo y dedicarme a esto”, olvido inmediatamente lo que yo mismo hice, los riesgos que elegí o no correr, y me convierto en una especie de madre protectora o, para ser más sincero, una suerte de vieja chota que sólo piensa en asegurarle al otro una vida moderadamente digna y un final sin estridencias, a veces al borde de sugerirle que lo piense bien y se ponga a estudiar algo más redituable y serio, algo que no permita que le pregunten una y otra vez qué otra cosa hace, de qué vive o, lisa y llanamente, quién lo mantiene. Aunque no era su caso, porque –al menos hasta donde yo sé- no pretendía abandonar su profesión original, sobrevivía en mí esa reticencia instintiva, que para ser más justo conmigo mismo debo decir que también es una forma de poner al otro a prueba, ver hasta dónde resiste, qué busca en realidad.
Pero lo que también debo confesar es que Natalia era víctima de otros dos prejuicios: el que universalmente cargan todas las rubias, y que no necesita ser dilucidado, y el de los encuentros a media tarde, que es patrimonio de las señoras paquetas –como se decía en mi casa- y también, fatalmente –al margen de otras especies como los diseñadores gráficos, los creativos y los nuevos emprendedores-, de las rubias: el tener tiempo de sobra, o con menos diplomacia, estar al pedo. Y sin embargo, unos pocos minutos bastaron para demostrarme que los prejuicios, si bien son de cierta utilidad, a mí últimamente me servían de poco: era evidente que estaba no sólo frente a alguien que absorbía y proyectaba y se relacionaba con la escritura de una manera absolutamente apasionada sino que, para decirlo en pocas palabras, no había vuelta atrás. Hacía mucho tiempo, pienso ahora, que llevaba haciendo eso, más bien que había decidido eso que ella creía estar empezando a decidir en ese momento.
No me extrañó ya encontrármela tiempo después mucho más enfocada aún, ya creyéndose escritora, que no es lo mismo que creérsela sino por el contrario pararse en un lugar todavía más humilde y, con todo, más fervoroso. Aunque la palabra suene pomposa, lo que encontré fue a alguien que ahora dialogaba de tú a tú con ese destino que se había buscado, con eso que ya no era una elección porque hacía tiempo que no le ofrecía ninguna alternativa.
Que estos dos libros se presenten hoy juntos, y más allá de eso que hayan salido por el mismo sello (que acierta cada vez más seguido; que ya no ocupa un espacio vacante sino que más bien ha creado uno para sí mismo), tal vez no sea tan anecdótico como parece, o al menos permítanme el gusto de jugar un poco alrededor de esa idea.
Desembarazarse de Faulkner –si es posible desembarazarse del mayor escritor del siglo XX-, desembarazarse de Faulkner, proponía alguien que ahora no recuerdo, leyendo a Hemingway. Y claro: desembarazarse de Hemingway leyendo a Faulkner. Y así. Hablamos de modos de pararse frente a la escritura, del ejercicio consciente de la escritura en la lucha contra los vicios, las tentaciones del ego, los artificios vacíos. Un escritor se define, muchas veces, en el contraste con otro, o es allí donde encuentra su fisonomía más acabada.
¿Puede servirnos, entonces, el libro de Zito para entender mejor el de Cascallares, y el de éste para redimensionar los problemas que plantea aquél?
No hay islas en la literatura. Es algo que no me canso de decir. Cuando parece que alguien inventa algo, por lo general está más bien clausurándolo, volviendo absurda su continuidad dentro de esos límites. A lo sumo estaremos frente a su mejor expresión, que entonces lo vuelve –a ese género, ese recorrido, esa idea- insoslayable, que define indisolublemente sus contornos. Pensemos, por caso, y sepan disculpar mi tendencia a lo hiperbólico, a Kafka, el escritor más original del último siglo, ese que se ganó un adjetivo que excede ampliamente los contornos de la literatura. No obstante, como se sabe –entre otras cosas porque él mismo lo proclamaba a viva voz-, el escritor favorito de Kafka era su contemporáneo el suizo Robert Walser (también, por cierto, el de Benjamin, y el de Musil). Para los walserianos acérrimos, Kafka es poco menos que un impostor, alguien que se ganó todas las reverencias vistiéndose con ropas ajenas. Para los kafkianos, desde luego, el autor de La metamorfosis es en todo caso la consumación del edificio walseriano, su arquitectura perfecta.
Pero esta pequeña disquisición sobre la originalidad –porque de eso estamos hablando- no tiene otro objeto que el de contradecirme, o más bien pedir disculpas una vez más para decir que, en fin, a pesar de todo, a pesar de que la pretensión de insularidad de una obra se basa casi con seguridad en la ignorancia parcial del que lee, del hecho de que simplemente se le han negado un par de eslabones, lo que quiero decir es que la obra de Cascallares –porque deja de ser Francisco cuando lo leo, porque su literatura se impone y exige respeto- crea la ilusión de estar pisando sobre el barro, de engendrarse a sí misma a cada instante. Si me refiero al barro no es por su inestabilidad, eso está claro –y en todo caso me disculpo, prometo que por última vez, por no echar mano de una imagen más rigurosa-, sino porque se trata de una escritura que todo el tiempo crea sus reglas, un acercamiento a la vida de sus criaturas que está hecho de materiales conocidos, pero cuyo resultado extraña, incomoda, o en realidad perturba. La perturbación es para el lector con frecuencia un baño de modestia: ¿qué me pasa, se dice a sí mismo el pobre lector, qué pasa que entiendo todo y sin embargo nada es seguro, nada está cerrado, nada es cómodo? ¿Por qué, se pregunta ese lector, no puedo irme a dormir tranquilo cuando parecía que tenía las riendas y que nos dirigíamos, juntos, a un lugar seguro?
La respuesta es obvia, y es lamentable: ese lugar no existe. La realidad es una sola, y sí: es múltiple.
Lo sabe el narrador de Tender, el cuento que cierra el libro de Cascallares, ese cuento en el que todo parece tan inestable, ese hombre que necesita con desesperación de sus rutinas porque las mismas lo consolidan, lo solidifican; porque sabe, mucho más cerca que en el fondo de su consciencia, que cualquier pieza que se mueva puede desencadenar el caos, desordenar un mundo que sólo puede atarse a un equilibrio aparente. Esa fragilidad, contendida en la doble asimilación del título (el elemento en el que colgamos la ropa para que se seque; pero asimismo las connotaciones de la palabra inglesa), es la que le hace decirse a sí mismo: “Es sorprendente el modo en que las tareas mecánicas se convierten en una manera de afirmar la normalidad de las cosas, de salir del sueño de la realidad”. La realidad es entonces más ilusoria que el sueño, en el que al menos las reglas están claras. Lo sabe ese mismo protagonista cuando él y Vicki, en el primero de los cuentos, están desnudos sobre la cama, y él se pregunta absurdamente cómo es posible que todo haya sucedido de este modo; le cuenta a ella una historia, algo que tal vez vaya a ser escrito, como buscando una explicación que no puede llegar, o que no alcanzará, o que sólo lo conducirá a la angustia. Lo sabe ese mismo hombre, en el segundo de los cuentos de la serie, cuyo título, Lo que vas dejando atrás, es un emblema de todo el libro –una lucha desigual con las fuerzas de la naturaleza, porque nada queda en verdad en el camino-, y lo sabe esa otra chica convive con el fantasma omnipresente de Viki, que analiza y huele sus ropas, que se revela en toda su locura y lo desafía: ¿está dispuesto, él también, a dar un gran salto? En otros términos: ¿es capaz de construirse su propia realidad, de montarse sobre esa ilusión?
Si la estructura de los relatos de Cascallares es siempre digresiva –el relato enmarcado, el subtexto, el sueño, la fábula-, es porque sus personajes están perdidos en el presente, soportando como pueden los embates del pasado, pero a la vez los del futuro, el rumor de eso que parece estar ya escrito. Están suspendidos en ese presente; tratando de entender, de una vez por todas. Pero esa tensión es una pelea que se da tanto en el tiempo como en el espacio, y acaso lo único seguro es que no puede resolverse. La sensación de que jamás lograrán poner los dos pies sobre la tierra. Del aleteo de una mariposa, se sabe, depende la salud del mundo entero.
Si en Cascallares la realidad es una búsqueda, en el libro de Zito –otra vez la distancia que impone la obra-, en el libro de Zito, digo, es una negación. Es lo que no se soporta, lo que nunca cambia, lo que es demasiado concreto, lo que no deja resquicios. De allí que la única solución sea el suicidio, y que a veces nos haga creer que se trata de un oasis, del espacio lógico al que deben ir a descansar todas las frustraciones. Pero el primero de los logros del libro está, precisamente, en la no estetización de ese acto; lo que Zito hace, más bien, es convertirlo en una suerte de fatum, un devenir irrevocable, una marca en la nuca de sus personajes, que pertenecen a la secta más triste del mundo. Que el idiota de Eduardo no sea capaz de cumplir –una y otra vez- con ese mandato es otra cuestión, más allá de que su ineficacia vuelva en algún lugar razonable el desprecio de su mujer. Lejos de sentir compasión por ellos, Zito los expone ante la realidad, les suelta la mano, los vacía de literatura. Y sin embargo, logra que ese primer y breve episodio, ese primer fracaso de Eduardo que poco nos importa porque apenas lo conocemos, derive en una broma cada vez menos graciosa y más reveladora.
Sin embargo, quizá porque los otros candidatos a suicidas –algunos muy confiables- nos merecen mayor respeto, la escritura de Zito encuentra en esas otras historias su mejor forma, la que hace que tampoco en este caso –al menos tengo la nobleza de avisarles- vayamos a dormir demasiado en paz. Pocos triunfos son tan sustanciales en literatura como cuando nos encontramos deseándole a un personaje un rumbo diferente a ese que parece no hallar escapatoria. ¿Cómo no desearle, a partir de la crudeza de los términos con que interpreta la realidad –y no ya en la pena que pueda despertarnos su familiaridad con la violencia-, otro destino a la heroína de Nombre de almacenera? ¿Cómo no querer convencerla de que todavía hay algunas fichas para mover? ¿Cómo no tentarse con humillarnos, en última instancia, y mentirle descaradamente? Del mismo modo, lo real, lo tristemente lógico, se impone en Mareo, en Agua del mismo caño, o en Malbec; tres cuentos de gente que se busca, se encuentra, se reencuentra, pero que apenas puede convivir con su propio vacío. Y así y todo, quizá el triunfo de estas historias sea el de construir, como señalaba hace muchos años un amigo que creía –como creo yo- que la literatura debe servir para algo, quizá el triunfo de estas historias sea, decía, el de saber construir posibilidades futuras, escapatorias, otras realidades más justas, más nobles, menos tentadoras para la literatura pero más respirables.
Si en Zito la realidad es una certeza desgarradora, en Cascallares es un enigma.
Y permítanme la licencia de hablar otra vez de mí, pero sólo para decir que ese mismo recorrido tuve que hacer con ellos, como lector, antes y después de la literatura. Al principio eran, esas dos presencias, una certeza; sólo que equivocada, puro prejuicio. Luego se convirtieron en dos enigmas, fértiles, dos provocaciones, dos sensibilidades contagiosas. Y aunque no han abandonado para nada ese sesgo enigmático, hace un tiempo ya que ese sentimiento convive con otro, que es, y espero no marearlos, una nueva certeza: la de que seguiré leyéndolos, a Zito y a Cascallares, a Natalia y a Francisco, durante muchísimo tiempo.
José María Brindisi
Buenos Aires, EdM, Julio 2014
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