RELATOS

El dios en mí, por José María Brindisi


No es del todo una pregunta, en verdad, pero la repite:
     “¿Es demasiado tarde?”
    Dino lo ve pasar y no hace un solo gesto. Apenas lo observa, mientras termina de abrirle la puerta, y es como si mirara a un muerto. Pero lo hace también con la mirada supersticiosa de los que ven muertos por todas partes y se imaginan con demasiada frecuencia poniendo un pie del otro lado.
    Minutos antes se hallaba en la habitación a oscuras, esperando. Casi recostado en el sofá, completamente vestido, intuyendo a través de las cortinas los dos focos que iluminan el silencio de la calle. Le hubiese gustado poner música –de hecho endendió el equipo y luego volvió a apagarlo-, aunque se trataba de algo más terminante: en realidad hubiese preferido desvanecerse, o bien adelantar el tiempo. Así que se mantuvo ahí, inmóvil, con los brazos cruzados, esperando. Luego vio venir una sombra, casi un gigante que se acercaba a la casa con pasos dolorosos, pasos irremediables.
    Entonces lo vio acercarse; lo ve llegar; lo vio pasar a su lado como un muerto; lo ve detenerse pronto, en la oscuridad del living; lo escuchó hacer una pregunta; ahora escucha su respiración arrebatada, enferma.
    Sabe que el tiempo no va a ir más rápido que eso.
    Dino se dispone a preparar unos tragos. Busca hielo y tónica en la cocina, pero cuando regresa decide que tal vez no sea la mejor idea. No hay lógica que se adapte a ellos, y sin embargo a él se le ocurre que debería empezar cediendo, que acaso sea un modo de que las cosas avancen. De modo que suelta la botella de vodka, hace a un lado el hielo, y nada más sirve los whiskys puros, solos, como le gusta –o le gustaba- a Mauro. O al menos es lo que él decía; porque en el fondo para Dino siempre fue otra impostación, una de tantas. Pero no es el momento de ser sincero.
    Mientras llena su vaso –dos o tres veces lo que está dispuesto a tomar-, se da cuenta de que el mundo entero puede resquebrajarse en apenas unos segundos. Es preciso, se dice súbitamente, iluminado por las llamas que están a punto de llevárselo, es preciso ser conscientes en todo momento de aquello que tenemos, es decir, hasta dónde estamos dispuestos a defenderlo. ¿Y qué es lo que él ha logrado? El futuro, se dice, ese futuro que en una ráfaga se convierte en presente, y es el mejor de todos. Ahí está Lucía, al fin; en ese futuro y en este presente. Y ahora le parece que es un premio demasiado grande.
     “¿No habías vuelto?”, le pregunta al otro alcanzándole su whisky. Los dos se sientan, a la par, como si se tratara de un protocolo establecido al milímetro.
     “¿Adónde?”
     “A Buenos Aires, claro”.
     “No”.
    Y no se miran: “No desde entonces”.
    Y la mirada de Mauro recorre, sí, la biblioteca, vuelve a ponerse de pie, ahora, se acerca hasta los primeros volúmenes y sobrevuela los títulos. Pero no lo hace con inocencia ni naturalidad, sino como quien rastrea, quien busca desesperadamente un ancla o una salida. En realidad sólo persigue las huellas de otro tiempo; uno en el que fueron felices, en el que todos –ellos dos, Lucía, el resto- fueron parte de la misma cosa. Mauro observa los lomos de los libros ahora con dulzura, con cercanía, con nostalgia; luego con desencanto o algo parecido al dolor. Lee los nombres –“Kipling”, “London”, “Twain”- y le parece oír la voz del padre de Dino: la primera vez que se los mencionó; la primera vez que los leyeron juntos; las innumerables ocasiones en que se refirieron a ellos en medio del hartazgo de los otros. Lee “Chandler”, y “Blake”, y más allá “Chéjov” y “Gógol”, y otra vez es como si estuviesen los tres: Dino, el padre y él mismo; o es todo lo contrario, en verdad, y así es como lo siente, es un desierto en el que ni siquiera tienen sentido los recuerdos. Un desierto en el que los recuerdos se ahogan. Lee “Maupassant” y es una puñalada; lee “Bierce” y es otra más profunda; lee “Melville” y es el tiro de gracia. Bebe su whisky con lentitud, o con indolencia, mientras regresa a los sillones, y se le ocurre que si el padre de Dino hubiese estado vivo en aquél entonces –tres años y medio atrás- tal vez nada hubiese sucedido. Tal vez; al menos es una ilusión que nadie va a robarle. Y se sienta como si se desplomara, haciendo magia para que el whisky no se vuelque. Y ahora sí, esta vez sí se trata de una pregunta:
     “¿Puedo subir a verla?”

Entonces es como si Dino volviera en el tiempo. ¿Cuántas veces se preguntó a sí mismo si habría podido evitarlo? Pero están todos esos lugares comunes: lo más importante, siempre, es el amor. Acaso sólo se tratase de una amistad adolescente, después de todo. Y sin embargo la habían vivido como si fuese real. Es cierto que a veces no creía en él, como si Mauro estuviese dominado por la imagen que forjaba en los otros, pero en general se le hacía imposible mantenerse ajeno a su influencia. ¿Y por qué debía hacerlo? ¿Eso los hubiera salvado?
    Dino escucha la pregunta de su amigo, de quien en otra época ha sido algo así como un hermano, y se da cuenta de que hasta ahora había olvidado que eran tres.
    Habían sido tres en el pasado, también, cuando su padre les leía en la casi penumbra del living, en el ardor crepuscular del otoño y el invierno y la primavera, al amparo de la pequeña salamandra encendida o apagada, antes de que llegara el verano y los separase por un tiempo, cada año, y luego comienzos de marzo y otra vez las noches interminables, y las lecturas, y los nombres de Stevenson y Poe y London que sonaban a dioses, a figuras irreales extraídas de la Antigüedad. Eran tres cada una de esas noches, aunque pasaran los años; a veces le parecía que su padre hablaba sobre todo para Mauro, en especial luego de que su amigo dijera que sería escritor, pero pronto descubría que no era cierto, que seguían siendo tres y que si su padre a veces le prestaba una atención particular era, precisamente, porque no se trataba de su hijo; porque después de todo sabía que los padres de Mauro lo dejaban demasiado solo; porque de qué otra manera explicar que se la pasara en su casa, que fuera casi otro miembro de la familia.
    Seguían siendo tres, aún, cada domingo, el primer domingo de cada mes. Iban juntos hasta el cementerio, visitaban la tumba, luego caminaban en silencio. Al final hacían unas cuadras, se sentaban en el mismo bar y leían un rato los dos solos, cada uno ensimismado en su libro, cruzando en el mejor de los casos alguna que otra palabra.
    Y habían sido tres, después de todo y fatalmente, aunque ninguno lo supiera al principio. Pero él sí lo sabía, de eso ahora está seguro, aunque durante años se negara a admitirlo, a ponerle palabras, a blanquear el sufrimiento que implicaba, cada vez con mayor intensidad, observar a Mauro y Lucía vivir su vida, exprimir su vida juntos y vislumbrar el comienzo de su vida futura.
    Se ha preguntado cientos de veces cómo sucedió, cómo haberlo evitado, cómo lograr al menos que para el otro fuese un poco más sencillo. Pero ahora es, precisamente, como un soplido leve que atraviesa las hojas y sin embargo se parece a una tormenta, su viejo amigo quien acaba de hacerle una pregunta, segundos atrás o acaso años. edo subir a verla?
     “No creo que sea una buena idea”.
     “Pensé que era justo”.
     “Tal vez lo sea”.
    Dino se pone de pie, a su lado. Evita otra vez sus ojos y, sin embargo, corre el riesgo de posar una mano sobre su hombro. Apenas lo roza; en realidad no termina de apoyarse sino que más bien lo dirige, lo empuja con suavidad hacia la mesa rectangular que ocupa el otro extremo de la sala.
     “Juguemos”, propone, sentándose del lado de las negras.
    Las primeras movidas son rápidas; Dino juega de un modo cauteloso, reparando en que quizá ha sido un error, que su juego ha sido siempre más sólido, más estructural, más lúcido que el de su amigo. Mueve las piezas y es como si algo en él se negara; de ser posible, todas sus jugadas serían peón cuatro rey. Ahora es él quien se detiene en el lomo de los libros; imposible leerlos a esa distancia, aunque de todos modos conoce la disposición de la biblioteca de memoria. Al menos la mayoría de los títulos. En el fondo nada ha cambiado.
    Mauro piensa la próxima jugada; y a pesar de los pliegues en su rostro, de su postura, de los breves pero rotundos gestos de alguien que ha sufrido y claudicado, es él, Dino, el que ha envejecido de pronto, el que ha vivido todos sus años de golpe. Ya no son tres, ni pueden serlo.
    Se demora, Dino, otras ocho o diez jugadas en comprender que ya no lo está dejando avanzar, como creía, sino que puede hacer muy poco, en verdad, para defenderse. El otro prepara su final y él va en busca, esta vez sí, de unos cubos de hielo y una botellita de agua tónica. Vuelve también con una manta, que deja sobre el sillón a la pasada, antes de preparar los tragos. Mauro acepta su vodka, sin decir nada. Apenas tarda otros seis movimientos en derrotarlo.
    Regresan al living.
    Dino comienza un diálogo, pero se interrumpe en mitad de la primera frase. O de la primera palabra.
    El otro levanta los ojos. En seguida comprende que no es necesario, que es más cómodo continuar en silencio, que podría seguir así durante días. Sin embargo dice:
     “Voy a ser padre. Dentro de tres meses”.
    Dino alza las cejas, como entusiasmado y a la vez sorprendido. Está temblando.
     “Fue un accidente”.
    Alza las cejas, Dino, alza el vaso, alza los ojos hacia afuera, primero, hacia la oscuridad que cada vez es más tenue.
     “Apenas la conozco. En realidad pienso irme”.
    Y luego hacia la biblioteca, hacia los libros cuyos lomos están escritos ahora en arameo, en persa, en chino.
    No es capaz de reconocerlos, pero en cambio sí oye la voz de su padre, leyéndolos todos a la vez, como un zumbido que al principio es ensordecedor pero pronto se convierte en un susurro, en una canción que lo adormece y que ha hecho que otra vez el tiempo se le vaya de las manos.
    Todavía es de noche, y Mauro se ha quedado dormido. Mientras le escribe unas líneas, rogándole afectuosamente que deje la casa temprano, recuerda otra nota, una que dejó su padre y que sólo contenía dos frases. En la primera se disculpaba, a su manera. Y después: “Es como si se hubiese muerto el dios que había en mí”.

Ha dejado encendida una luz muy tenue; ha introducido la nota dentro de un volumen de relatos de London, asomando apenas de entre las páginas; se ha dirigido luego al escritorio, al que fuera en verdad el escritorio de su padre, ha tomado las dos escopetas del armario y el pequeño revólver que se escondía en un cajón. Ha subido a continuación la escalera, muy despacio para evitar el menor ruido, y al entrar en su habitación se ha puesto de rodillas, escondiendo las armas con cuidado bajo la cama y disimulándolas con unas mantas viejas.
    Ha levantado la sábana, sigilosamente, y ha admirado el cuerpo de esa mujer, vuelto hacia el otro lado y, tal como preveía, por completo desnudo. Se ha quitado la ropa también él.
    Y ahora se acuesta, junto a ella. Le acaricia la espalda, el culo, las piernas. Y empieza, ahora, ahora mismo, antes de que la noche se disuelva.

José María Brindisi (Buenos Aires)
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