Son pocos los que han tenido el privilegio de morir dos veces. Pronto se cumplirán dos décadas de la segunda muerte de Anthony Burgess, esa de la que no hubo retorno, pero debió haber muerto treinta y pico de años antes, luego de que le diagnosticaran un tumor cerebral inoperable y lo empujaran, entonces, a convertirse en un enfermo de la escritura. Como se sabe, el episodio ocurrió en Borneo, allá por 1958, cuando en mitad de una clase de historia Burgess –que trabajaba para la corona británica- se descompuso y recibió, poco después, su fatal diagnóstico. Más tarde sus biógrafos dudarían de todo aquello, y algunos se lo achacarían al mito que el propio escritor británico se encargaba de vez en cuando de alimentar en base a su agitada vida.
Pero lo que aquí nos interesa son las consecuencias. No la que hubiese sido obvia, es decir la muerte, porque hubo que esperar muchísimo tiempo para que llegara (y por razones bien diferentes), sino lo que el rumor de la fatalidad disparó en Burgess: una fiebre por escribir, una novela tras otra –siete en apenas dos años-, temeroso de que su mujer no tuviera de qué vivir cuando él abandonara este mundo. A la manera de Bolaño con los cinco volúmenes que originalmente componían 2999, Burgess trata de asegurarse de que su mujer tenga para los porotos durante un buen tiempo. Si el episodio es cierto –la caída, el diagnóstico-, y el mito quiere que lo sea, se trata de un esfuerzo de voluntad descomunal, un acto de amor equiparable a cruzar el océano a nado.
Sin embargo, la consecuencia más determinante que tuvo ese falso diagnóstico, o ese milagro para quien prefiera verlo de ese modo, fue que Anthony Burgess seguiría desarrollando su escritura y su proyecto de escritor –que no es lo mismo- hasta lograr un libro fundamental, uno de esos que aparecen muy de vez en cuando y que, como lectores, nos cambian con prepotencia la vida. Ese libro es Poderes terrenales, y se publicó en 1980, cuando su autor había llegado a una edad -63 años- que, para los parámetros algo impiadosos de entonces, podía pensarse como la entrada a la vejez. Un mamotreto de entre setecientas y mil páginas –dependiendo de la edición-, cuya lectura nos deja con una angustiante sensación de vacío por dos razones: nos ha hecho compañía durante cierto tiempo, es decir que nos hemos acostumbrado a él; pero sobre todo, el presentimiento –y el temor- de que muy raramente le encontraremos un rival que esté a la altura.
Poderes terrenales es una novela total, un libro que recorre buena parte del siglo XX para lidiar con su historia y con el imperio del mal, pero que también dialoga con toda su literatura, la homenajea y la pervierte. Difícil resistirse a la tentación de invertir los términos que utilizara su biográfo Roger Lewis, y hablar entonces de una gran tragedia que simula ser una comedia. Luis Chitarroni, con su característica y envidiable impunidad poética, bautizó al libro como “una proeza olímpica”. También dijo, y son muy pocos los lectores que podrían aseverar algo así sin que sonara gratuito o al menos apresurado, que tal vez se tratara de la mejor novela de las últimas tres décadas.
¿Es para tanto? Quién sabe. Y qué importa, al fin y al cabo. Lo que importa es el libro. Y lo que importa, detrás de ese libro, es la ambición. Una palabra desacreditada, hoy que sólo impera lo verdadero, como si la realidad no pudiese ser modificada. Aun con sus altibajos, me niego a dejar de aplaudir el gesto del demente de Foster Wallace y su inagotable El rey pálido; a pasar por alto a John Irving, que nunca cuenta una historia sino que nos ofrece un mundo; a pretender estúpidamente –porque la grandeza y la extensión están relacionados, pero no son sinónimos- que Nabokov era un pedante y un ridículo sólo porque se sentó, al menos tres veces en su vida, dispuesto a convertirse en el mejor escritor de todos los tiempos. ¿O no tiene, un genio, la obligación de buscar esa genialidad? ¿No nos debe eso al resto de los mortales?
Ahí está Poderes terrenales, un libro que es hijo, quizá, de un milagro. Un libro en el que se habla de un posible milagro, la excusa para que el protagonista repase toda una vida. A secas: un milagro.
José María Brindisi
Buenos Aires, EdM, Junio 2013
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