uchísimo antes de que Harry Potter popularizara su capa de invisibilidad, la gorda Mónica la había descubierto, pero por falta de conocimientos en física no pudo patentarla. Lo irónico es que la descubrió gracias a la clase de física, ya que Marzziano, el profesor de las ciencias duras en los dos últimos años de secundaria, la elegía invariablemente para resolver los problemas más crueles. La gorda parecía ser un vector constante en la fórmula pedagógica de Marzziano, aunque los resultados sólo conducían a una profunda incógnita: jamás de los jamases resolvía la ecuación más simple. La vida de la gorda peligraba porque su madre –según habíamos escuchado- tenía fama de blandir el colepeji a la vieja usanza: chicote de seis chorros y casi casi sin curtir.
El primer trimestre le bastó a la gorda para darse cuenta de que debía encontrar el modo de zafar de ese lento descenso a los infiernos. Estás frita, le decíamos, no sin morbo –era la edad de la maldad extrema y la generosidad delirante-. La gorda no respondía, no protestaba, ni se encogía de hombros. Esta suerte de indiferencia desahuciada coincidió, sin embargo, con el cese de hostilidades; Marzziano comenzó a elegir a otros vectores de ignorancia. Un día le pregunté a la gorda si en privado le había suplicado piedad a su verdugo, pero la gorda lo negó rotundamente y le creí, ella no era el tipo de persona que usara los recursos retóricos del lenguaje para cambiar la realidad. De todos modos, me confesó que había encontrado la manera de pasar desapercibida. Miré a la gorda con incredulidad. Tenía una cara pequeña incrustada en un cuello de boxeador. ¿Des…? ¡Invisible!, me cortó de un tajo. Mientras menos me muevo, menos existo, resumió la gorda. Era un asunto directa y recíprocamente proporcional, aunque inversamente proporcional a la masa.
Hice circular el chisme sobre aquella fórmula entre mis socias más cercanas, pero a pesar de que la aplicábamos usando la misma técnica, no daba resultado. Era un fiasco. Cada experimento renegaba de aquella invención desesperada y al final, camino al pizarrón, terminábamos haciendo la señal de fracaso con el pulgar. (De hecho, lo único que prosperaba entre nosotras era un sistema de signos con los dedos, que no se referían a palabras, sino a sentimientos. Nuestra necesidad de comunicar la imparable horda de sentimientos que nos atacaba por esos años era casi irracional. Éramos unas perfectas mudas sentimentales).
Por otro lado, cuando el profesor paseaba su mirada de águila –o de cuervo, según fuera el caso- por sobre nuestras coronillas, decidiendo, en una eternidad de segundos, quién sería el próximo vector de ignorancia, parecía no ver a la gorda. Yo lo había observado con obsesión religiosa y puedo testimoniar ahora, tantos años después, que Marzziano apenas parpadeaba cuando sus ojillos escaneaban la vasta zona del pupitre de la gorda. Su radio estaba protegido por la dichosa capa.
Hasta que llegó mi turno, no con Marzziano, sino en mi propia casa, cuando la relación con mi padre se puso más tensa y fila que una espada de samurái. Sus interrogatorios eran breves pero demoledores. Necesitaba urgente la capa de invisibilidad de la gorda. Una tarde en que había decidido estar tristísima, porque en esos años la tristeza era algo disfrutable, cool, original, comprobé que papá pasaba por mi costado prácticamente sin verme. Al rato escuché la voz autoritaria buscándome, que dónde estabas, ¿en el garaje?, ¡mentirosa! Sin querer, como le pasó a Newton con la manzanita, yo también lo había logrado.
La cosa funcionaba así: básicamente te quedás quietita, conteniendo la respiración, sin alborotar mucho las partículas de polvo que seguramente flotan como un aura sucia en derredor tuyo, mientras los otros caminan presintiendo algo extraño, pero sin tener claro qué. A lo mucho olfatean, miran de reojo, pero no pescan nada. Tu quietud te integra al paisaje, te mimetiza en/con/bajo/contra el todo, te funde humildemente con la nada. Mejor incluso si ponés la mente en blanco (este era el dato cardinal que la gorda había omitido en la confesión que me hizo) porque entonces se serenan también las ondas cerebrales. Hay que dejar que el cuerpo se compacte en su propio espesor, independientemente del volumen y la masa. En conclusión, mis socias no habían podido activar su capa debido a los infinitos tics de los dedos, pues estos son antenas que reciben y emiten energía.
La gorda no pudo vivir para saber que científicos de distintas partes del mundo ya han podido ensamblar una serie de pruebas del manto de invisibilidad, que trabaja esencialmente con la luz. Pero la luz es movimiento. La gorda murió hace unos años, víctima de una diabetes mal cuidada. Le habían amputado una pierna, como si la vocación de invisibilidad le hiciera una mueca agria (ese es el karma de los inventores). Algunas, muy pocas de nosotras, se enteraron de su precaria situación, necesitaba medicamentos, cariño, una reconciliación final con el lado amable de la vida. Ser demasiado invisible es una carga muy pesada e injusta.
Pensé mucho en ella hace poco, mientras esperaba a una amiga, ensimismada yo en algunas preocupaciones que justo esa tarde habían recrudecido. Había sido un día largo y difícil. Mi amiga bajó apurada del autobús, caminó rápido hacia mí, mientras yo intentaba una sonrisa, y estuve a punto de alertarla con un “¡hey, hey!” cuando descubrí que ella no pensaba aminorar el paso pese a mi proximidad. Una de dos -pensé ese momento, con una alegría súbita-, o acabo de morir y soy un fantasma, o he activado otra vez mi capa de invisibilidad. Lo sabré si su cuerpo me atraviesa, cuando me atraviese.
Giovanna Rivero
Santa Cruz, Bolivia, EdM, junio 2013
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