Ésta es la tercera vez que leo este libro. De las dos primeras lecturas tengo un recuerdo preciso. La primera fue una lectura circunstancial, reposada. Tirado en un sillón o en la mesa del desayuno, en diferentes revistas literarias, me divertí leyendo las opiniones algo intempestivas de un joven poeta que parecía no tenerle miedo a la censura generacional. Esa irreverencia (que además es una irresponsabilidad) me intrigó, lo admito. Entonces me senté en mi escritorio, agarré un lápiz, un resaltador, y volví a leer las reseñas. Pero en ese momento lo hice como un detective, buscando los indicios que me permitieran sostener de un modo más o menos certero una ocurrencia. Había visto el perfil de un joven poeta que no le tenía miedo al abucheo sonoro de sus pares, esto ya lo dije. Lo que no dije es que además, vi a ese mismo joven poeta obsesionado por los enigmas del quehacer literario. Entonces pensé: una reflexión valiosa siempre estará aguijoneada por un doble movimiento: el violento divorcio con el ruido cirenaico de lo contemporáneo (todos queremos estar a la altura de nuestros tiempos) y el solitario rumiar de las propias obsesiones que parecen a la vez caprichosas, universales, anacrónicas. Esta fue mi segunda lectura. La tercera fue hace unos pocos días, cuando llegó a mis manos este libro contundente, necesario.
Y si cada una de estas lecturas resultaron ser una experiencia en si misma – algo parecido a la estrafalaria y encantadora justificación del mito católico del dios uno y trino – si cada una de estas lecturas resultaron ser una experiencia en si misma, repito, no es menos cierto que en la tercera percibí un punto de tensión, eso: como una marca indeleble que dejaba su huella ahí por donde pasaban mis ojos. En las tres lecturas pude ver un punto contradictorio, enigmático, que se dibuja entre dos polos: el modo en que Cassara se piensa a si mismo como critico y el modo en que realmente Cassara ejerce la crítica. Me explico: en la nota preliminar, Cassara, después de establecer la analogía entre la escritura de estos ensayos y un viaje que se presume iniciático a un célebre convento trapense en Azul, dice dos cosas. Que el afán que lo dominó en la escritura de estos trabajos fue más bien hedonista y que las lecturas que lo acompañaron no son (ni pretendieron ser) sistemáticas. De modo tal que uno cree estar ante un diletante o un dandy que dispara frases más o menos ingeniosas como a pesar de si mismo, despreocupado, sin advertir el impacto real de lo que dice. Pero cuando leemos el libro entero, nos encontramos con una sucesión razonada de ideas que parecen hurgar de modo insistente y sostenido sobre el mismo agujero – lo digo con las mismas palabras de Cassara -: ¿qué diferencia hay entre un auténtico poeta y un mero aficionado a las palabras o un farfullador de elípticos misterios altisonantes? A continuación, entonces, voy a desglosar cuatro razones por las que considero a este libro como un libro contundente y necesario (y de este modo, mostrar el primer polo de la contradicción que acabo de señalar).
- El título del libro: El oído del poema es un título que propongo leerlo como una consigna programática. Cassara se propone invertir los términos en los que últimamente se ejerce la crítica. Quiero decir: no importa tanto las circunstancias de lectura (ese conjunto enjabonado de prejuicios de época que sirven para entender las condiciones de producción pero que se arriesgan a perder de vista el objeto mismo de análisis), no importan tanto las circunstancias de lectura, vuelvo a decir, sino el poema mismo, su misma estructura, sus versos, en fin: la materialidad con la que nos encontramos como lectores y que Cassara se propone oír, pero oírla desde el poema mismo, desde lo que se hace oír, desde lo que tiene para hacerse oír.
- La relación vital y genuina con las citas. En la jerga académica diríamos que este libro es un libro con un sólido aparato crítico. Y de este modo resaltaríamos el coherente y eficaz manejo de la bibliografía a los efectos de sostener una reflexión. Lo sabemos, en la academia, la tradición se atesora y clasifica en las bibliotecas. Pero este no es un libro académico. Cassara no parece gozar al mostrar sus lecturas (que son prolíficas, sistemáticas, enciclopédicas) cuando lo hace, lo hace con una necesidad: dejar la huella de una experiencia de lectura que se presume vital y genuina, y que tiene el claro objetivo de funcionar como un parapeto desde donde sostenerse. Cassara no es un erudito preocupado por demostrar hasta cuándo puede hacer uso de su memoria. Cassara es un escritor que está realmente conmovido por los enigmas de su praxis, que esos enigmas lo tienen desvelado, atento, buscando en los libros cómo fue que hicieron otros para resolver los problemas poéticos con los que él mismo se encuentra.
- La corrección de los títulos. Cuando originalmente fueron publicadas estas reseñas, casi todos sus títulos coqueteaban con la consigna guerrera: se podía leer un espíritu polémico, listo para el combate, como si Cassara tuviera la necesidad de dejar en claro una posición (y eso, para bien o para mal, suele ser contra otro). Ahora los títulos fueron arrancados de las circunstancias y llevados hacia un lugar que parece más estable. O en todo caso, menos preocupado por la lucha parroquial. Doy dos ejemplos. Originalmente la reseña sobre la obra poética de Osvaldo Lamborghini se llamaba El culto a la inmadurez. Y de este modo parecía dirigirse no tanto a la obra de Lamborghini, como al culto injustificado que la persona de Lamborghini generaba. De modo que esa persona (o el relato mítico de esa persona) se convertía casi en la única clave de interpretación, perdiéndose lo que tanto le preocupa a Cassara, el verso, el poema, las palabras, en fin: el material del trabajo del poeta. En este libro, el título se transformó en Una posteridad muy concurrida. El otro ejemplo corresponde al comentario del libro de Diana Bellessi, Mate Cosido. El título de la reseña era Una inclaudicante energía política. Ahora, el mismo ensayo tiene un título más reposado, casi doctoral: Et in Arcadia ego. De modo que ahora parece una reflexión distanciada sobre la posibilidad o no de la escritura utópica en la poesía contemporánea.
- La utilización de precisas imágenes conceptuales. Cassara piensa. Por eso usa conceptos, ideas, abstracciones. Establece líneas de relación que no son evidentes y que suponen un trabajo de análisis complejo. Pero Cassara es un poeta, no un filósofo, o un matemático. Tal vez por eso, sus ideas siempre aparecen vestidas con una imagen precisa, de modo que el lector siente en su cuerpo su fuerza de persuasión del razonamiento de Cassara. En un pasaje del libro explica con detalle el procedimiento; dice: …el concepto, en la medida en que está desprovisto de apariencia, de un ritmo y una figura que lo vivifique, es el infierno. Si en la poesía habita el infierno es porque puede mostrar aquello que el concepto oculta, su posibilidad en la imagen y su realización en la metáfora. Voy a dar un solo ejemplo: …los micro-relatos relatos que despuntan entre los intersticios de su poesía (la poesía de Michaux), pueden leerse como si fueran cuentos talmúdicos escandidos por un sacerdote azteca, y al revés: como leyendas aztecas narradas por un rabino que hubiese ingerido algún poderoso enteógeno.
Empecé este comentario, señalando una contradicción entre el modo en que Cassara se percibe como crítico y el modo en que Cassara ejerce la crítica. Dije que esta contradicción consiste en mostrarse como un lector diletante y algo distraído y a la vez ejercer una reflexión sostenida y sistemática que está preocupada por hurgar en los enigmas de la escritura poética de un modo tenaz y efectivo. Se me ocurre ahora pensar en esta contradicción como esa paradoja que todo poeta tiene con su oficio: estar a merced del lenguaje, entregado, dejándose hablar por lo otro y a la vez atento, listo para capturar alguna repentina chispa del espíritu. Cassara lo dice expresamente al referirse a dos tradiciones de escritura; dice: Así como (…) los poetas en lengua inglesa se esfuerzan por parecerse a gente común y suelen jactarse de sus profesiones banales y sedentarias (médicos, abogados, banqueros), los poetas franceses cultivan los oficios de riesgo: expedicionarios, marineros, traficantes en el desierto, y son tenazmente frecuentados por los demonios de la locura.
Marcos Bertorello (Buenos Aires)
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