APUNTES

Osvaldo Bossi o la escritura del niño, por Marcos Bertorello


En 1905, Freud publica uno de sus libros capitales. Fue un libro publicado cinco años después de otro libro definitivo como La Interpretación de los sueños. En 1905, Freud publica Tres ensayos de una teoría sexual. Y como en el caso de La Interpretación de los sueños, fue un libro en el que Freud sentó las bases sobre las que descansó buena parte de la doctrina psicoanalítica. Tal vez por esta razón, son textos que fueron corregidos y deformados a lo largos de las ediciones que se hicieron en vida de su autor . En el caso de los tres ensayos, el trabajo de reescritura es algo realmente intenso y hasta parece difícil hacerse una idea de cómo fue el libro en su edición original (1): las citas a pie de página son tantas que uno termina pensando si no deberían componer un libro aparte; hay párrafos enteros que fueron agregados con posterioridad; otros que fueron suprimidos; pequeñas correcciones que trastocan el sentido de ciertas tesis, en fin: Los tres ensayos… tal como los leemos en la actualidad, son un testimonio vivo del modo abigarrado, nunca lineal, y hasta barroco, de la escritura freudiana. Como dije un poco más arriba, entonces, parece difícil hacerse una idea de cómo fue leído el libro en su primera edición. Y sobre esa dificultad, es decir: sobre ese punto perdido, siempre mítico, ese punto en el que una experiencia, cualquier experiencia, se inicia, ese momento original, único en el que un sujeto cree o se imagina, o piensa, o supone, que algo de su percepción dejó de ser lo que era, ese punto perdido, repito, sobre esa dificultad, sobre la escritura poética de esa dificultad, hablan las líneas que siguen.


1- El niño de Freud.

Son tres ensayos. Y cada uno parece mantener una cierta independencia de los otros, se mueven en dominios paralelos, y el efecto de sentido global, se da como por añadidura, quiero decir: son tres golpes sucesivos pero discontinuos que dejan algo flotando en el aire, como una sensación, o ese cosquilleo de algunos momentos íntimos. Son tres ensayos, ya lo dije. El primero sobre las perversiones, el segundo: sobre la sexualidad infantil, el tercero: sobre la pubertad. Quiero hablar sobre el segundo: La sexualidad infantil. La escritura de Freud se mueve en el terreno del ensayo literario: ese espacio feliz, ese espacio en el que su forma parece coquetear con el amateurismo para después, como quien no quiere la cosa, desembocar en otra orilla menos clara, un lugar extraño, con ideas abstrusas, ideas de las que no resulta sencillo volver sin lastimarse; en fin: Freud cuenta una anécdota, algún episodio cotidiano, familiar, no sé, parte de una idea que parece fatalmente cierta, obvia, de ese tipo de verdades incontrastables, de las que no necesitan demostración, como si alguien dijera: el cielo está arriba, la tierra, abajo; ¿quién puede discutir esto? Después se dispara para otro lado. Freud como escritor es un asunto serio, ejemplar (deberían darlo a leer en cualquier taller de escritura): te agarra de la nariz, te lleva al medio de la plaza, entre los juegos de la plaza, te muestra el tobogán, la hamaca, el subibaja, y ahí, cuando estás a punto de sentarte en el banco a contemplar el maravilloso espectáculo de la niñez, Freud te llama con un golpecito en el hombro, y te dice: ojo, no te duermas, acá pasan otras cosas diferentes de las que vos pensas. Querés salir corriendo. Pero ya es tarde.
    Volvamos al segundo ensayo, entonces: La sexualidad infantil. Freud parte de una evidencia, ya lo dije: la amnesia respecto de los primeros años de la infancia. Es verdad: del niño que fuimos solo hay recuerdos parciales; Freud los califica de “jirones incomprensibles”. Y la audacia de la escritura de Freud está en relacionar esta amnesia con el descuido del tema sexual infantil en la bibliografía especializada de su época. Parece no ser casual, dice, que en diferentes manuales médicos – esos textos que terminan por instituir un saber autorizado – parece no ser casual, decía, que en diferentes manuales médicos, exista un completo descuido del tema infantil. Freud entiende que este olvido, no es más que el efecto de la represión respecto del factor sexual infantil en la vida del niño que fuimos. Y al señalar la causa de este olvido, Freud deja por escrito una diferencia: una cosa es la niñez, otra lo infantil. Lo infantil se lo olvida para que aparezca, deformado, en otros lugares: en los síntomas, en los sueños, en los actos fallidos; del niño que fuimos no sabemos nada, porque es lo imposible, lo que se escapó: fue aquella experiencia mítica, semejante a lo que podríamos decir respecto de la lectura de la primera edición de Los tres ensayos de una teoría sexual de Freud (y más o menos parecido a la experiencia de la infancia de la humanidad que caracteriza Agamben, como el punto de partida de un nuevo pensar). Una pocas páginas más adelante (y después de hacernos reconocer que sería un disparate no suponer vida sexual en un niño), Freud señala la disposición a la perversión polimorfa en la sexualidad infantil.
    Para terminar con este primer apartado, entonces, retengamos dos afirmaciones del texto freudiano: el factor infantil propio de la sexualidad humana no es la experiencia de la niñez, en primer lugar; la sexualidad perversa polimorfa es lo que caracteriza al despertar sexual en el niño, en segundo lugar. Estas dos afirmaciones sin querer, ponen en entredicho y hasta desafían cualquier idealización de la vida infantil, en una doble vertiente: el niño no es inocente y de algún modo un poco absurdo, sigue viviendo en la vida del adulto.

2- El niño de Bossi.

Osvaldo Bossi (1963), es un poeta que comienza a publicar a mediados de los noventa y que pertenece a ese fenómeno social y estético conocido como “poesía de los 90”. Sin embargo – como el caso de Walter Cassara –, Bossi mantiene una relación epigonal, que si bien asume algunos temas, gesto y formas de época, su escritura nunca termina de identificarse del todo con la estética dominante y hasta incluso, parece mantener una relación polémica con sus pares; sobre todo, respecto del tema que nos ocupa: la escritura poética de la experiencia de la niñez.
    Publicó un puñado de poemarios: Tres (Bajo la luna nueva, 1997), Fiel a una sombra (Siesta, 2001), El muchacho de los helados y otros poemas (Bajo la luna, 2006), Ruego por el tornado. Tres (Sigamos enamoradas, 2006), Del coyote al correcaminos (Huesos de Jibia, 2007), Esto no puede seguir así (Letras y Bibliotecas de Córdoba, 2010) y Ni la noche ni el frío (inédito, 2010). Y una nouvelle, Adoro (Bajo la Luna, 2009). Es una obra en formación, como quien dice. De todos modos, es posible leer ciertas insistencias, o si se quiere: marcas, indicios desde los que propongo una lectura con un propósito doble: entender el modo singular en el que Bossi trabaja la escritura poética de la experiencia de la niñez, y en ese trabajo, leer aquellos puntos en los que Bossi se diferencia de sus contemporáneos. Voy a partir de una frase con la que se inicia la nouvelle, que me va a servir para ordenar una zona específica de la producción de Bossi: aquella donde leemos el anhelo de un poeta que intenta escribir algo de aquella experiencia perdida de la niñez. La frase dice: “Yo no sabía nada de hoteles (a hoteles de citas, se refiere). Viví, hasta los cuarenta años, en una crisálida. Algo así como un pabellón de sueño que me protege (si tal cosa fuera posible) de la realidad.” (2) Esta frase está en el inicio del relato. Y se podría entender como el punto desde donde se articula el tono del narrador: un hombre de cuarenta años, un adulto, entabla una relación sentimental y esquiva con un taxi boy, pero lo más extraño de todo no es tanto la anécdota (una anécdota mínima, injustificada) sino el tono inocente desde donde se la cuenta: un adulto con voz de niño, o lo que sería parecido: una inocencia en segundo grado. Como dije más arriba, esta frase, define todo una línea de la escritura de Bossi; aquella en la que el poeta intenta escribir la experiencia de la niñez. No es toda su obra, hay otra línea paralela y que podría caracterizarse como una búsqueda desesperada por la máscara perfecta, aquella que oculta a la vez que muestra lo más intimo: puede ser Valdemar, Telémaco, Hamlet, el coyote, Batman o Robin, no importa: son máscaras de las que el poeta hace uso para hablar de sus obsesiones; son voces, es cierto, y voces diferentes – que implican registros distintos – pero que en la misma superficie de su enunciado, se deja sentir aquello que lo tiene, siempre, pendiente de un hilo: la queja de amor.
    Pero volvamos a la escritura del niño, esa línea en la obra de Bossi que distinguí más arriba. En el prólogo a uno de sus libros, el poeta, lo dice textualmente, refiriéndose al origen de sus poemas: “…suelo responsabilizar a la infancia. Mejor dicho: a la mirada del niño que fui hace mucho tiempo, con esa especie de lente, o microscopio sublime, que la poesía utiliza para transfigurar las cosas a nuestro alrededor”(3) . Y antes de referir brevemente una lista dispar de escenas, define el espacio mítico y por eso mismo, perdido, en el que se juegan esas experiencias como si fueran postales de una sola experiencia; dice: en ellas (en aquellas escenas) creo encontrar la clave de una experiencia remota y sumergida que excedería mis propios límites. Lo curioso del caso es que Bossi consigue una proeza estilística en base a una paradoja: su voz es la de un niño y el secreto de su certeza se esconde, justamente, en no hablar como un niño. Este punto medio, ese tono – en el que se deslizan algunos diminutivos, solo algunos, los necesarios, pero que mantiene una claridad prístina, objetiva de la imagen: son imágenes sin relieves, despojadas de toda ironía, casi vírgenes, y por eso mismo: inquietantes – entonces, decía: ese medio tono que consigue hacer hablar a un niño, es lo que, en un doble movimiento, polemiza con sus contemporáneos a la par que reanuda el cauce abierto por el texto freudiano: el niño de Bossi, como el de Freud, no es inocente, o si lo es, lo es en otro sentido: en un sentido tal vez menos tolerable: el niño de Bossi, como el de Freud, ve el mundo con ojos claros, sin velos, llevando esa lógica de hierro hasta un paroxismo en el que la identidad entre lo que se dice y lo que se quiere decir logra, por escasos momentos, una rara unidad solo comparable a esos perdidos y viejos juegos de la infancia donde creíamos que las palabras eran cosas.
    Para no abundar en citas que justifiquen mi lectura, voy a detenerme en el análisis de un poema que propongo como paradigmático del tipo de escritura poética que practica Bossi; se trata de El muchacho de los helados (4). El poema cuenta apenas un episodio: la visita del heladero al pueblo de la infancia. La evocación es elegíaca y siguiendo cierta tradición moderna, se trata de una elegía de lo efímero: acentuar aquel matiz, eso: una pequeña escena que se ve como una imagen que en su sencillez logra plasmar, paradójicamente, la complejidad de lo humano, o de eso que llamamos humano: lo contradictorio, un gesto a la vez hermoso y repulsivo, en fin: esa inestabilidad en la que nada parece encajar como debiera y en donde nace lo mejor y lo peor de la especie.
    Pero volvamos al poema. La atmósfera de evocación se juega de entrada; los primeros dos versos, bajo la máscara retórica de la comparación, buscan establecer ese punto preciso y a la vez extático donde el episodio que prontamente se va a referir, consigue jugar su carta más ambiciosa: la de convertir una simple anécdota en un símbolo; dice: Diez veranos pueden convertirse / en un solo verano eterno. Después el poeta nos lleva hacia el escenario. Describe el pueblo, sus personajes. El tono de esos versos consigue una inocencia que en su claridad, logra sembrar en el lector un estado de encantamiento sospechoso. Esta secuencia concluye con el anuncio del personaje que parece hacer entrar toda la escena en otra dimensión; dice: Todo hubiera seguido / en esa calma chicha, si a lo lejos / no se hubiera escuchado el silbato / del heladero. De ahí en más el poema se transforma. El muchacho de los helados no es más que una excusa para hablar de la lucidez de un padre que puede ver en los ojos de su hijo el destino poético que lo acecha. Esta misma idea se potencia en el final. Ahí, el padre habla. Habla al muchacho de los helados (es decir: ese pasado mítico, siempre ideal), y a nosotros (es decir: el presente, ese instante fugaz de lectura). ¿Y qué dice ese padre? Que aquel niño que vivió aquella escena, es el poeta adulto que ahora, recuerda la experiencia. Y justamente, ese poeta sabe lo que sabe cualquier poeta: una experiencia efímera, banal, una experiencia cotidiana, una experiencia cualquiera, tiene el germen que la poesía busca para hablar de lo genuino.

Marcos Bertorello (Buenos Aires)

(1)Tres ensayos… fue publicado siete veces en vida de Freud (1905, 1910, 1915, 1920, 1922, 1924, y 1925), y cuatro con modificaciones (1910, 1915, 1920 y 1924).

(2) Osvaldo Bossi, Adoro. Ed: Bajo la luna. Buenos Aire, 2009. Pág. 11

(3) Osvaldo Bossi. Ruego por el tornado. Ed: Sigamos enamoradas. Buenos Aire, 2006. Pág. 9

(4) Osvaldo Bossi, El muchacho de los helados y otros poemas. Ed: Bajo la luna, Buenos Aire, 2006. Pág. 1-9.
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1 comentario:

Gustavo Gottfried dijo...

Precisa y preciosa crítica.

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