RELATOS

Cizaña, por Giovanna Rivero


Había soñado nuevamente el “sueño de la ola”. Corría junto a una multitud, la ola se levantaba inmensa, enojada, una boa constrictora en celo, sonriente, y volcándose sobre el suculento bocado de niños, hombres de músculos tensos, músculos inoperantes ante esa ferocidad, mujeres con los bikinis escurriéndoseles de puro pánico, y ella en medio, la ola cerraba sus fauces para siempre. Bueno, para siempre no exactamente, ella conseguía verse después, piernas y brazos extendidos, como una lagartija flaca, meciéndose sobre la piel ahora extenuada de aquella boa marítima.

    Raúl no estaba en la cama. ¿Qué hora era? Se estiró un poco buscando el lado fresco de las sábanas. Se abrazó a una almohada, pero la soltó de inmediato. Abrió un ojo. El sol todavía no era la moneda soberbia e hiriente de la media mañana. De todos modos se sintió culpable. Era sábado y debía lavarse el pelo y recogerlo en un moño apretado. Quería tener tiempo de secarse bien la melena de rulos turbios. Si se armaba el moño con el pelo todavía húmedo, por la noche debía soportar el tenue olor a humedad podrida que las hebras habían cultivado en ese puño ciego al que sometía su belleza.
    Porque era bella. Aunque Raúl no lo dijera, era bella. Igual, no le había costado demasiado trabajo domesticar la vanidad, volverla una perrita casera, humilde. Su abuela, que la había criado sin ese tipo de explicaciones que la “gente moderna” les regalaba a los hijos como si les debiera algo, también había sido bella y eso, siendo sinceras, no había significado ningún alivio en la pobreza. Era, la de la vieja, una belleza invisible. Había que mirarla mucho para descubrir la elegancia de los pómulos, los ojos guapuruses y la voluptuosidad de la boca seria. La piel curtida no hacía fáciles las cosas. De todos los hombres que la buscaron, solo uno propuso algo decente, pero se desanimó pronto. Era eso, el desánimo, lo que había rodeado sus vidas.

Caminó descalza hasta la cocina y puso la tetera en el fuego. Necesitaba un mate cargado, que la sacudiera. A veces también deseaba café y había discutido con Raúl al respecto. Ese deseo persistente y obsceno de café. Se apoyó en el mesón, de espaldas al trabajo del hervor, e intentó orar: “Señor, como el agua, como la furia del agua…”. Se detuvo. La palabra “furia” no expresaba su humildad, su desnudez. Pero Dios sabía que ella había soñado con la ola. Dios sabía todo de ella. No podía, como le parecía que otras mujeres lo hacían con increíble liviandad, esconderse en el pasado, en los pliegues de la infancia descolorida en Portachuelo junto a su abuela vieja. A ella siempre le había parecido que su abuela era muy vieja y no entendía por qué los otros la consideraban “todavía joven”. Basta, se dijo. El propio Raúl le había predicado que la avaricia no se aplicaba solo a los bienes materiales; se era avara, le había advertido, con los secretos, con la felicidad privada, también con los sueños.
    El sueño de la ola, sin embargo, no era un desliz egoísta de su imaginación. En todo caso era una herida, aunque no estaba muy segura de qué o por qué.
    La tetera comenzó a pitar. El chillido alegre de la tetera siempre la hacía pensar en trenes rojos, trenes apurados partiendo hacia destinos más felices.
    Alzó la tetera y el tirón eléctrico en la axila derecha la obligó a asentarla nuevamente sobre la hornilla. La tetera pitó de inmediato, protestando. Entonces la tomó con la izquierda (un día iba a terminar escribiendo cartas para los reos de Palmasola como toda una zurda). Vertió el agua en un termo pequeño, limpió un poco la yerba de los palitos más oscuros y puso una ración en el gastado poro de cuero, luego la roció con dos cucharillas de azúcar. Dejó que el agua reposara la mezcla y añadió otro chorro.
    El primer sorbo le quemó la lengua. Era un ardor familiar, reconfortante, se sentía casi contenta en el calor cotidiano de la cocina. Estaban allí las cosas mudas y sencillas, las frutas y la bolsa de lienzo en la que Raúl acumulaba sin alardes uno que otro enlatado, una ofrenda sin destinatario seguro. Siempre había alguien con hambre en los portales del templo.

Apartó un poco la persiana. El polvo la hizo toser. Raúl estaba el jardín, la espalda rígida, disciplinada, sentado en la silla de madera que ella había querido regalar mil veces. Le asomaban clavos oxidados por todas partes; era una silla-crucifijo, pensó. Su marido apenas apoyaba los codos en la mesita jardinera. El pulso firme tomaba notas en el cuaderno violeta de los sermones. Silla, cuaderno y hombre eran de una austeridad que la espantaba. ¿Qué estaría escribiendo? Le había dicho que ese sábado hablaría de la hierba y la cizaña. Esa parábola en particular la inquietaba. Era fea. En Portachuelo había escuchado todo ese enjambre de nombres que le endilgaban a la vieja. Al principio eran nombres con frutas: “manzana podrida”, “fruta ofrecida”, “la papayita partida”, que poco a poco fueron perdiendo en longitud y ganando en crueldad: “la podrida”, “la ofrecida”, “la partida”. Por extraño que parezca, le incomodaba más esa otra, la que se escuchaba de vez en cuando en pocas bocas: “la querida”. Pero la que le había dejado algo parecido a una ampolla, a una llaga en la tela que forra el corazón, fue “cizaña”. Era injusta. No les fiaban víveres en la pulpería de las monjas por la palabreja esa.
     “Cizaña”, le preguntó ella una noche a la vieja que no era tan vieja cuando se soltaba el pelo insistentemente oscuro (los cunumis no canan, hija), “¿qué es cizaña?”. La vieja le dio un sopapo que ponía en su lugar al animal impertinente de la curiosidad infantil.
    Desde entonces le molestaba el ruido serpenteante que la C y la Z, tan cercanas, tan cómplices, hacían junto a esa Ñ deforme y gangosa. En el coro, si había que pronunciar la palabra “cizaña”, instruía a los corales que alargaran la palabra, justamente para que el siseo indeseable no lastimara la pureza de los himnos.
    El último sorbo de mate le supo intensamente dulce. Tenía que darse prisa. El Servicio comenzaba en una hora. ¿Asistiría el chico misionero? Se sirvió un vaso de agua del grifo y lo bebió de golpe, sin respirar. En ese momento no sabía, no podía saber, que la cizaña ya había crecido en el jardincito de su alma.

Sentada luego, en la primera hilera, donde otras esposas con moños parecidos agitaban los folletos sabatinos a modo de abanicos, pensó otra vez en el muchacho uruguayo. Le había dicho que venía de un pueblo chico, Mercedes se llamaba aquel lugar, y aunque extrañaba la música nocturna de los turistas, la corriente del río, la brisa fría, no quería volver. Acá tenía más oportunidades. ¿De qué?, pensó ella, ¿de qué oportunidades hablaba el chico alto? “Voy a ser pastor”, había dicho él, “y volveré y seré millones”, había reído. Era una risa sana, dulce, pero con un filo de amargura que ella sabía reconocer de tanto escuchar su propia voz en los ensayos del coro, una voz que no siempre creía, una voz que fingía alabanza y que también podía ser cínica. Tan cerca, Señor, tan cerca de ti que te puedo tocar.
    El muchacho uruguayo quería levantar un templo en Mercedes, bien cerquita de Río Negro, un templo con ventanales como alas, por donde la oración de los fieles se derramara y se uniera al murmullo del río. Tu amor que cuando crece/ siente que lo merece/ también pide milagros, panes y peces. ¿Cuántos años tendría el muchacho que veía oportunidades en el camino largo del pastoreo? No le daba ni veinte; aunque a veces la manzana varonil que raspaba las palabras le recordaba su condición primigenia de varón y ella se preguntaba si él ya conocía todo a lo que habría de renunciar. Todo.
    ¿A qué cosas habría renunciado verdaderamente Raúl?
    Además, la arquitectura de los templos tenía, pese a la amplitud de los salones, a la concavidad de los techos, un afán por enturbiar con vitrales coloridos las ventanas de por sí angostas. El muchacho uruguayo quería, en cambio, ventanales de vidrio sencillo, transparente. Ella imaginó niños descalzos en aquel templo de ese sitio llamado Mercedes y no sintió tanta pena. Sonrió. Raúl la miró desde el púlpito, pero ella no vio amor en su mirada, ni piedad ni amor, pero tampoco la severa desaprobación de otras veces, cuando la descubría distraída, sumida en el egoísmo de su imaginación.
    ¿Cómo sería ese sitio? El chico uruguayo se prestaba palabras de cantantes pasados de moda pero sentimentales hasta doler. Eso era lindo. Un pueblito como el viento/ dura un momento/ se vuelve pensamiento, duda y tormento. Raúl también usaba palabras lindas, prestadas también, pero la mayoría de las veces demasiado lejanas. Por ejemplo, ¿quién quería una doncella?, ¿quién cultivaba semillas de mostaza? ¿Quién, en estos tiempos, yacía con una mujer? Así pensaba, sobre el lenguaje viejo y nuevo, ella. Y él la había descubierto sonriendo, abstraída, y no la había sancionado con la severidad de sus cejas espesas. Tal vez le tenía pena por el asunto del bultito en la axila. Iba a crecer, había dicho el mastólogo, como un árbol frondoso, ¡una higuera!, solo que volcado concentradamente en el cuerpo mismo. Raúl la amaría en la enfermedad.

En el descanso, mientras ayudaba a servir refrescos, ubicó al joven misionero uruguayo. Con saco y corbata se veía un poco mayor. Reía abiertamente, jugaba a hacer trucos con las manos y un grupo de chicas de su edad, faldas azules plisadas, celebraban con risitas cortas el talento. Todo venía del Señor, la risa, la alegría breve, y la habilidad de crear animales con las manos, un conejo, una jirafa, también una hiena. ¿Era correcto no advertirle sobre el dolor, sobre la adultez interminable, ese desierto en el que el Señor solía poner las peores pruebas? No, no, no, ella no iba a convertirse en cizaña, ella no iba a arrebatarle al cuerpo de la Iglesia a un siervo. Era un siervo tierno y con un par de años menos podría haber sido su hijo, un hijo prematuro. Sara, por ejemplo, había engendrado un hijo en la vejez. Se estremeció, ella no quería parecerse a Sara; se pensaba siempre como la amante de la colina, la de los pechos llenos de miel, ¿le gustaba a Dios esa remanencia de coquetería?
    El mastólogo había hablado también de las funciones corporales femeninas que no se concretan, ¿qué palabra había usado?, una totalmente descortés, no recordaba si “atrofia”; era, por suerte, algo con F y no con Z. Raúl le había contestado a aquel científico de las cosas terrenales que no había nada incumplido en el universo, nada. “Aceptemos nuestra fundamental ignorancia”, había dicho Raúl, guardando definitivamente las radiografías llenas de horrible Bario en el baúl “de las penitencias”, donde también dormían mortalmente los recortes de periódico de un pasado lejanísimo en el que Raúl había habitado el mismo infierno de las alcantarillas. Su marido era, pues, una especie de Lázaro de las drogas.
    Las chicas de faldas plisadas comenzaron a recoger vasos y cubiertos desechables y los varones a apilar las sillas en el fondo del salón. Ella salió al jardín con el pretexto de arrancar las hierbas secas que afeaban las florcitas flamantes del verano. Tuvo que hacerlo con la izquierda, que cada vez era menos torpe. Solo supo que la peineta se le había deslizado cuando distinguió la mano solícita del chico uruguayo alcanzándosela. Se incorporó para agradecer. La cabellera desbordó la disciplina del moño y le abrigó los hombros.
     “Bonito”, dijo el muchacho sonriendo.
     “¿Qué?”.
     “Su pelo. Es bonito”.
    Estiró la mano para tocarlo. Ella retrocedió espantada.
     “¡Andate!”, suplicó ella en un grito controlado. Porque era eso, era una súplica, y ellos, todos seres suplicantes, tendrían que saber reconocer cómo se transformaban los sentimientos en una garganta asustada.

En el hospital, dos semanas después, Raúl le preguntó si quería conocer el mar. “Quizás tu sueño de la ola sea eso”, dijo, “un deseo convertido en miedo. Vos sabés, el stress… Y no dejamos de ser humanos, débiles”. Claro, claro, por qué no lo había pensado antes, en la vida de los seres humanos nada era lo que parecía. Su abuela lo decía en sencillo: “no todo lo que brilla es oro” o “si el río suena es porque piedras trae”. Ya no sabía si deseaba enfrentarse al oleaje del mar. Dios la había puesto ahí, ¿no era eso?, con sus dolores de espalda en un país embotellado, en una ciudad caliente. Raúl oraba por los gobernantes, para que se erigieran limpios por sobre la corrupción y administraran la riqueza del pueblo con justicia, pero también oraba por los enemigos, para que comprendieran que la Naturaleza es un don divino y a todos nos pertenece. Hombre y mujer los puso sobre la faz de la Tierra. Bolivia un día tendría mar, era la postergada voluntad de Dios. El Ministerio del Señor tenía otros tiempos.

     “¿Cómo es?, ¿te animás?”, Raúl quería mimarla, cubrirla con su súbita piedad. Amen los esposos a sus esposas. Esposas, obedezcan a sus esposos.

     “La piedad es otra cosa”, se había atrevido a opinar el médico. Hablaba desde la derrota, los acusaba de “terquedad ideológica”. No eran palabras retorcidas, sin embargo se ahuecaban, perdiendo hasta sus contornos.

Más tarde Raúl le contó como al pasar que el muchacho uruguayo se había regresado a Mercedes. “Es un débil”, dijo Raúl, “pero así el Señor separa la cizaña de la hierba buena”.
    Ella cerró los ojos, vio la manzana madura raspando las palabras, “es bonito”, andate, por favor, andate a tu pueblo, “su pelo, señora, su pelo es tan bonito, es un tormento”.
     “Qué bueno”, dijo ella.
     “¿Qué cosa?”.
     “Que el señor separe la cizaña de la hierba buena”.
    Raúl sonrió también.

Esa noche, después de que le hubieran drenado el pus del seno enfermo y antes de que su esposo finalmente se decidiera a llamar al Pastor Regional, ella pidió permiso para decir una palabra, quería decirla y que él la escuchara y aceptara todo su significado. Completo. Y que no la disculpara por ello.
     “Mierda”, dijo.
    Luego la doparon y entonces soñó con la ola, solo que en vez de cerrarse en el bocado descomunal de siempre, se amansaba hasta resumirse en una corriente delgada y enérgica, una vena oscura y sana, un caminito de agua. Su pie izquierdo no se animaba a mojarse.

Giovanna Rivero
Santa Cruz, Bolivia, EdM, enero 2012
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1 comentario:

demenSia dijo...

Qué gran final! Un cuento desolador.

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