Madrugada del 24 de marzo de 1976. Héctor “Puchi” Vázquez estaba frente a la Casa Rosada junto a otros reporteros gráficos y periodistas; se trataba de registrar, para la prensa, alguna imagen que diera cuenta del “golpe”, y todas las miradas estaban enton-ces dirigidas a ese lugar conspicuo del poder, la casa de gobierno. Finalmente, una de las imágenes más elegidas por los medios fue la del helicóptero despegando desde la terraza, con la mandataria depuesta. Sin embargo, mientras esperaba, Vázquez hizo otra fotografía, mirando a sus espaldas; incluso podría decirse, fijando su mirada en lo que está detrás de la escena —visible, mostrada— del golpe. Giró y miró lo que había detrás de sí, y entonces decidió que eso que veía —o que no veía, más precisamente— debía ser captado, tomado, testimoniado. Lo que resulta es una toma que podríamos calificar de “invertida”, que va a contramano del foco de la aten-ción pública, que mira al revés, se fija en el tras-fondo.
Tal vez allí, en esa “plaza vacía”, Héctor “Puchi” Vázquez vio algo que era significativo del “golpe”, y más aun, de la dictadura. O mejor dicho, no vio algo, y justamente porque no vio, fue capaz de mirar; en otras palabras, distinguió un vacío, una ausencia. Es probable que primero le sorprendiera el contraste: ver esa plaza vacía cuando lo acostumbrado eran las “plazas llenas” de los últimos años. Esa plaza del 24 antagoniza con aquella de las movilizaciones de masas, la de las multitudes. En primera instancia, entonces, sorprende la ausencia del pueblo. Si la fotografía, como decía Barthes, tiene un efecto de realidad porque lo que quedó fijado, marcado materialmente en la película es un instante efectivamente sucedido, esta fotografía produce otro efecto de lo real, el de señalarnos una ausenta-ción; es una fotografía que desesperadamente se dirige sobre aquello que falta. Más que la imagen de una “plaza vacía” lo que el fotógrafo logró retener es el vacío que la plaza denuncia.
Sartre sostenía que la imagen no es una cosa, sino un acto; inter-pretarla implica, entonces, la reconstrucción de su proceso de producción y circulación (para que no sea meramente proveedora de “datos” o ilustradora de otros saberes). Al-gunos de esos aspectos de la producción de esta fotografía pueden desprenderse de su lectura, como por ejemplo la elección del ángulo de la toma. Vázquez se agacha e intenta tomar la imagen desde abajo, como si estuviera “a ras del suelo”: elección de una perspectiva que, junto a la utilización de un gran angular, sea capaz de “mostrar” el vacío. El efecto visual es la puesta en primer plano de una trama de baldosas de aspecto infinito e infinitamente vacías, pues el resto de los elementos de la imagen parecen re-traerse hacia el fondo del cuadro.
Es que para construir esa ausencia que Vázquez ve a las espaldas de la escena del día del golpe, no basta con una toma amplia de la plaza vacía. Lo que esta fotografía expone es otra laguna, un vacío de otro tipo, que para ser captado debe registrarse desde un particular punto de vista, desde abajo. La elección de ese específico ángulo de mira hace de la fotografía una lectura de la situación y no una mera reproducción de aquello que estaba ante el fotógrafo. El aspecto constructivo de la ima-gen nos incita a quienes la observamos a trabajar sobre su factura, sobre las elecciones del autor para su composición. Estamos ante un material que nos exhorta a que lo inter-pretemos, que exhibe su carácter de artificio, que desbarata cualquier uso meramente ilustrativo. Por este medio del arte (imagen, perspectiva, angular) su autor intenta regis-trar y mostrar “lo que no está” en la imagen; aspira a decir una verdad que pretende ser silenciada, borrada.
La elección de esa perspectiva desde abajo no tiene sólo la moti-vación—más o menos consciente— de invertir la mirada del poder y con ello la imagen de la Plaza de Mayo, generalmente tomada desde arriba. También puede infe-rirse que en ese preciso día —contexto de producción— la vista elegida da cuenta de una condición: es la perspectiva de alguien que está en el suelo, derribado, abatido. Abatir es un verbo que se repite en las noticias diarias de la prensa gráfica durante la dictadura: son abatidos los subversivos, los extremistas, los terroristas. Los fusilamientos y asesinatos aparecen en la prensa bajo esas modalizaciones enunciativas por las cuales todos los días alguien aparece abatido. Abatido, es decir, derribado, caído, pero también descompuesto en sus partes, des-armado, despoja-do de sus armas, incluyendo la palabra política.
Una vista a ras del suelo como podría verla quien ha sido abatido, quien ha caído, quien ha sido tumbado. Pero sabemos que justamente el disposi-tivo de exterminio ha incluido la negación de la muerte y la imposibilidad de la tumba. El punctum barthesiano de esta fotografía es esa particular puesta en primer plano de la extensa, ilimitada trama de baldosas de la plaza. La propia imagen queda dividida en dos: la noche y las luces, los monumentos y los edificios, se asientan, se sostienen sobre esa otra mitad de la imagen que son los mosaicos. Ese territorio de la imagen geometrizado, cuadriculado, casi sin matices (salvo por los efectos de la ilumi-nación) es lo más parecido a una ausencia de traza, esto es, lo que no tiene historia (si pensamos que ésta es siempre una experiencia, que impone un recorrido y unas marcas). Ausencia de traza, vacío de la desaparición. Personas desaparecidas, junto con sus histo-rias, sus huellas, sus pisadas, sus muertes. En su lugar, un espacio con una nueva grafía de carácter uniforme, unas cuadrículas que son una reescritura que pretende no conservar nada del pasado de quienes transitaron esa plaza con tono político, quienes ocuparon plazas y calles con la expectativa de un cambio social.
Sin embargo, habría que decir que allí donde parece no haber nada escrito, hay una escritura que requiere ser descifrada, y cuyos vestigios precisan ser repuestos. El primer rastro, el primer indicio es la misma fotografía, en tanto escritura de una ausencia, de una ausentación forzosa. Una escritura de lo que no está, de lo que falta, una marca de la falta de marca. Y ese vacío denunciado en la imagen sólo es visible si se lo enfoca desde abajo, y si se trabaja sobre la escena distorsionándola (angular) para ver lo que no se muestra, lo suprimido. Lo que disipa cualquier ingenuidad sobre el lugar del intérprete (el fotógrafo ese 24 de marzo, nosotros hoy), que debe ser activamente productor de esa lectura de rastros que sólo pueden presentarse deformados. Que esta imagen no sea vista como una imagen noctur-na más requiere de la recuperación de ese trabajo de producción (la acción de la toma en el contexto de la toma) como también seguir la historia de la misma fotografía y dispo-nerse —quien mira— en un “ángulo de lectura”, en una perspectiva.
Esas baldosas del primer plano de la imagen, volverán a ser tran-sitadas y también marcadas. De lo contrario, ¿cómo comprender que hoy la Plaza de Mayo ostente en sus mosaicos, pintados, escritos, los símbolos de la lucha contra la dic-tadura, emblemas que nacen como formas primeras de recuperación de una palabra que había sido enajenada, prohibida, olvidada? El mismo nombre de esa plaza está asociado desde entonces a esa lucha y a la recuperación de las historias borradas. Las veredas y plazas de la ciudad pasan a ser, desde hace un tiempo, lugar de escritura de lo que fue ausentado por la fuerza. Ya no es posible caminar por Buenos Aires sin que el paso sea interrumpido por esos recordatorios que nos señalan lo que sucedió, nos ofrecen los nombres de aquellos que fueron desaparecidos o asesinados y nos revelan cuánto de nuestro transitar cotidiano se realiza por los mismos espacios por los que circuló el terror y la muerte sistematizada.
La fotografía de la Plaza de Mayo que el 24 de marzo de 1976 tomó Héctor “Puchi” Vázquez es, además, una imagen superviviente. Junto con parte del archivo fotográfico de las publicaciones periódicas El Descamisado y La causa peronista fue “resguardada” durante la dictadura en un saco de correo depo-sitado en el vagón de encomiendas de la formación ferroviaria que hacía el trayecto Buenos Aires-Tucumán. Durante años, la mentada fotografía fue de Buenos Aires a Tucumán y viceversa, sin que nadie tocara el bolso que según el rumor que corría entre los empleados ferroviarios, pertenecía a Montoneros. Como la carta robada de Poe, la fotografía y el archivo estuvieron a la vista y por eso ocultos, y quizás eso nos diga algo sobre los modos en que el pasado llega a nuestro presente, es decir, cómo se nos revela. Fue ya en los años del nuevo siglo que María Laura Guembe, por entonces al frente del archivo fotográfico de Memoria Abierta, se interesó en el acervo sobreviviente de Vázquez, y fue en 2006 que esa fotografía pasó a formar parte de una circulación públi-ca de la que antes había carecido, cuando Memoria Abierta la eligió como la foto em-blema de su muestra a propósito de los 30 años del golpe. Desde ese año, además de la muestra de Memoria Abierta, exhibida en distintos lugares del país y del extranjero (como Chile y Sudáfrica), esa fotografía también formó parte de los materiales que pro-dujo y de las actividades educativas que sostuvo el equipo “A 30 años del golpe” del Ministerio de Educación de la Nación.
Ese trabajoso y peligroso camino que transitó la fotografía de Vázquez ilustra parcialmente cuánto de esfuerzo y de labor “arqueológica” requiere indagar sobre un pasado del que nos llegan testimonios fragmentados, heridos, que ex-hiben su carácter de sobrevivientes. Lo que implica una delicada tarea de escucha, de lectura de signos, de interpretación de huellas, prestando atención a todos sus detalles pero a la vez inscribiendo dichos restos en su contexto de producción. Así devolvemos a esta fotografía de la plaza del 24 el destino público que su autor deseó originalmente y ella nos brinda un soporte material para que construyamos una memoria crítica.
Roberto Pittaluga
Villa Crespo, Buenos Aires, EdM, enero 2012
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