PIES DE IMAGEN

Mordida de la bestia, por Giovanna Rivero


Mientras la mayor parte de los humanos se la arregla para acumular 32 dientes en la cavidad bucal, Freddie Mercury tuvo que vérselas con una dentadura “supernumeraria”, que  le traicionaba eventuales siseos entre frases y, seguramente, especulo yo, batallas precoces en las que el legítimo ego brillaba, herido y victorioso, por sobre las burlas infantiles.
¿Por qué los padres no le pagaron una buena ortodoncia, algo que atenuara la prominencia caballuna, el indisimulable exceso, tan semejante obscenidad en la cara? ¿Entendieron con sabiduría zoroástrica aquella sana manifestación corporal? ¿Intuyeron, en una de esas corazonadas, que en esa expresión del calcio se cifraba la fuerza existencial de quien pronto sería la yegua indómita del rock? ¿Sabía ya el propio Freddie, entonces todavía encubierto bajo su nombre parsi Farrokh Bulsara, que una verdadera reina jamás se altera el cuerpo, que sus defectos están llenos de nobleza, que sus anomalías son signos de distinción? Probablemente sí. Por eso luego, revelado al mundo en su advenimiento como hijo del dios Mercurio, dijo: “Siempre supe que era una estrella, ahora parece que el mundo está de acuerdo conmigo”. Y dijo también, en un gesto crístico: “Mother Mercury, look what they’ve done to me”.

No es nada nueva la sospecha de que entre los defectos físicos y el arte se dan extrañas y productivas relaciones, pues entonces al artista se le plantea una doble insatisfacción y un doble desafío: la recomposición de un mundo roto y la reparación corporal. Lo irónico es que esa segunda enmienda, la de la reparación corporal, toma a veces el camino doloroso de la autoabyección, de la ironía, de la burla íntima como dulce consuelo. Y es así como lo que era defecto y miseria genética se convierte ante la mirada inútil de los mortales en el objet trouvé, la marca familiar y de pronto divina de un animal distinto.
Será por eso que cuando busco a Mercury en las imágenes de Internet, me maravilla una y otra vez la mordida atroz al aparente vacío. Aparente porque allí, donde no hay carne ni carroña, Mercury mastica ondas sonoras convertidas en himno, en súplica, en blasfemia. Ofreciendo las fauces abiertas, Mercury se entrega a un público que no es un público, es una feligresía enloquecida y devota. Además, sin esos dientes, querida Caperucita, Mercury no hubiera podido sonreírle al Sida con la rebeldía glamorosa de una reina.
Sin esos dientes, en fin, Mercury se hubiese asimilado a la belleza estándar de los cantantes de rock. Y no, no, por favor; una bestia sensual, un guerrero de los ochenta, necesita siempre de una dosis clara y conmovedora de fealdad. Algo con qué abominar de los tibios.

                                                                                    Giovanna Rivero
                                                       Santa Cruz, Bolivia/Florida, EE.UU., EdM, abril 2012                                                                                    
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2 comentarios:

el solitario dijo...

Una muestra de cómo el rock puede ser liberador, un escenario que lleva las traciones del cuerpo a una estética, como lo hicieron Mercury con sus dientes, Bowie con su pupila permanentemente abierta e Ian Curtis con un baile único que remedaba sus ataques de epilepsia, en y fuera de la tarima.

Anónimo dijo...

Te estas pasando de masticar coca, deja de escribir pavadas! Ni me quiero imaginar tu dentadura...

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