ientras hacía una cola en Wal Mart me puse a mirar la pizarra con fotografías de gente perdida. “A Minute Can Save a Life”, decía el subtítulo. Niñas, bebés, adolescentes, hombres mayores sonreían o miraban al lente amistoso de alguna cámara sin saber que justo esa foto sería la que reporte los últimos datos de su identidad, el delgado hilo en medio de ese bosque de anonimatos que es Estados Unidos. Agradecí no tener a nadie en aquella pizarra. Sin embargo, casi al instante se configuró en la pantalla interior de mi memoria la imagen, borrosa ya, de una tía que, según relatos familiares, había dejado Bolivia con rumbo desconocido a causa de un súbito e irreversible desencanto de sus ingratos parientes. Era una tía solterona y su soltería imperturbable la convertía en un ser humano radical, subversivo, a veces hiriente. Año tras año, mediante consulados y embajadas, habían tratado infructuosamente de ubicarla en los destinos posibles. “Los estaits”, por supuesto, constituía el ‘target’ principal porque mi tía era o es, no lo sé, farmacéutica, y a mediados de los ochenta, cuando se largó del país –porque largarse vendría a ser como tomar el camino de Ulises, con los oídos ciegos, “abyectando” profundamente el pasado-, una ola de visas para investigación en salud había arrasado con los mejores bioquímicos de las míticas droguerías bolivianas. Mi tía seguramente había sido parte de esa estadística de “fuga de cerebros”.
Tía Ana, a la sazón, era, según cuentan, una suerte de pitonisa o clarividente, rasgo que si bien por los años sesenta –paz y amor mood- aportaba un gesto hippie bastante apropiado, para los ochenta se había transformado en un aura rancia, antimoderna. Rodeada de gatos, en su húmedo departamento de Sopocachi, en La Paz, tía Ana había hecho de su propia existencia una fortaleza inexpugnable. Santa Cruz, donde vivía tropicalmente el resto de su familia, representaba la polarización incómoda de su ser. Papá decía “tu tía Ana, la colla”, y en esa frase se resumía una extrañeza fascinante que, en los archivos de mis fantasías bien puedo ahora etiquetar como “misterios sin resolver’.
Ella era quien decidía comunicarse, según sus tincazos, me imagino, con las sobrinas y hermanas. La única vez que la vi –y esta sería la imagen con que, una vez pago mi consumo en la caja de Wal Mart, decido comenzar su búsqueda- usaba botas de plataforma, pantalones de cuero y llevaba el pelo afro y un aire de Donna Summer que contrastaba con los vestidos floreados y provincianos de mi madre y mis tías. La segunda y última vez que tuve contacto con ella fue de un modo fortuito y fulminante. Había llamado por teléfono para sugerir, advertir o anunciar que mi abuelo debía cuidarse de una “marejada”. (¿De dónde sacaba ella esos términos tan ajenos a nuestra mediterraneidad, pero sobre todo al espíritu empecinadamente andino que la constituía?). Fui yo quien alzó el teléfono. “Uy”, dijo, “te pareces en algo a mí, tú también ves gente que no existe, cosas que están del otro lado”. Mis trece púberes años olvidaron por largo tiempo ese reconocimiento de una gemelidad transgeneracional. Sin embargo, guardé en la memoria infalible del oído su voz rasposa, como de borracha con dolor de amor.
Mi abuelo murió atropellado por un vehículo que bajó a una velocidad maldita por una de las avenidas que surcan las pocas colinas de la llanísima ciudad de Santa Cruz. El forense dijo que el traumatismo craneal había provocado una “marejada” de sangre y hasta podría decirse que mi abuelo había muerto “ahogado en sí mismo”.
Ya en casa, me zambullo en el universo expansivo del Facebook y pongo “Ana Gil” en el buscador. Entro, hasta donde es posible, en los perfiles de las mujeres que por su edad, su aspecto o sus huellas sociológicas podrían ser mi tía. “Ana Gil, casada con Aaron Leyva”; no, imposible, mi tía era resistente e impermeable al matrimonio. “Ana Gil, curadora de arte”; podría ser, ¿por qué no? No hay año de nacimiento ni país de procedencia. Curadora de arte… Uno se va para reinventarse. “Ana Gil, tarotista”; no, terminantemente descartado. Tengo la certeza visceral de que mi tía no necesitaba de ningún soporte para ponerse en contacto con lo invisible. “Ana Gil, interesada en la tanatología”. ¿Tanatología? Mi tía, ¿ tanatóloga? El cabello cano y vaporoso de la anciana que me mira desde ese recuadro a primera vista anodino constituye el disfraz perfecto para la identidad que yo atesoro. ¿Estaré teniendo tanta suerte como el sobrino que busca al tío melancólico en Missing, de Alberto Fuguet? No sé si escribirle un mensaje y preguntarle directamente o solicitarle su amistad. Ensayo una breve presentación: “Hola, yo también estoy interesada en la ta…”. No. El delete va devorando las letras como un Pac Man. “Hola, me quedan pocos meses de vida y me preguntaba si…”. No, no, la deshonestidad no es un buen punto de partida. “Hola, no sé si usted es la misma persona que hace muchos años me dijo por teléfono que yo también veía gente que no existe…”. No sé. Podría empezar por ahí, echar esta botella enloquecida a la marejada invisible del destino, y de yapa, como evidencia o carnada, decirle: “y es cierto, soy escritora”.
Borro igual la impertinente presentación y en cambio escribo: “Señora, quizás usted sea mi tía. Le suplico que en un par de semanas ingrese a la página escritoresdelmundo.com y busque el texto titulado ‘Tía Ana’. Si la que convulsiona por zafar de la asfixia o la mediocridad de esas descripciones es usted, respóndame. Estaré esperándola”. Aprieto “enviar” y en un click ya estoy del otro lado.
Giovanna Rivero
Xxxx, EdM, diciembre 2012
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