De las numerosas cosas de las que me avergüenzo –lo hago público-, una de ellas es no haber considerado en su justa medida, en su verdadero valor, la Historia de la Literatura Argentina. Ensayo filosófico sobre la evolución de la cultura en el Plata, publicada entre 1917 y 1922, de manera queeste año se cumple el centésimo nonagésimo de su publicación completa.
¿Por qué no fui inteligente, respetuoso, o siquiera agradecido de las palabras, seguramente harto repetidas en referencia a la obra de Rojas:
“El maestro que la inauguró [a la cátedra de Literatura Argentina] debió no sólo dictar sus lecciones, sino crear esta nueva asignatura. Yo tomé una cátedra sin tradición y una asignatura bibliográfica” (I, 27).
La juventud, por cierto, es una disculpa de la que no puedo ni deseo volver a avergonzarme, así que la postergo o la descarto sin más.
Sin embargo, quisiera, al menos en una parte, reparar ese error que me sigue avergonzando.
¿Cómo llegué a este punto en el que hoy me encuentro?
Diría que luego de la relectura de dos textos verdaderamente “afiliados”: uno de un padre y otro de su hijo.
El primero es un delgado libro de Adolfo Prieto que consulto relativamente poco, pero me ha sido útil y me ha resuelto algunos incordios propios de la actividad docente; me refiero al Diccionario Básico de la Literatura Argentina, volumen 59 de la primera edición de Capítulo, Biblioteca Argentina Fundamental, publicado hace ya tanto, en 1968.
Escribía allí Prieto:
“La producción de Rojas es vasta, y se resiente, por cierto, de esa vastedad.”
“... apuntando casi siempre a objetivos ambiciosos que terminaban por distanciarse de la virtualidad de sus recursos especulativos y de sus medios de expresión. No obstante estas reservas, la obra de Rojas se propone como de conocimiento recomendable en una evaluación de la literatura argentina de las primeras décadas del siglo: de alguna manera, esta obra vale como el paradigma de los ideales y del estilo del novecientos...”
“Rojas dictó desde el año 1913 la primera cátedra de literatura argentina instituida en una universidad nacional. Cuatro años después iniciaba la publicación de su monumental . (...). Este fue el primer intento de sistematizar el conocimiento del pasado literario emprendido en la Argentina y en relación a la época y a los recursos disponibles, debe admitirse que fue un intento y una realización, en muy buena medida, . Los criterios y la metodología, desde luego, han envejecido, pero parte del repertorio de datos manejados por el autor y muchos de los juicios con que los presenta, todavía constituyen un auxiliar útil para la investigación.”
Cuando uno consulta la parte IV de la “Introducción” del volumen I no hace sino confirmar la vastedad del proyecto de Rojas y la virtualidad de recursos con los que en aquel entonces poseía.
Hay varias observaciones que convendría hacer sobre esta descripción de Adolfo Prieto, pero, acaso por obvias, prefiero suspenderlas; señalo, nada más, el aprecio que Prieto reconoce en los “datos” recogidos y los “juicios de valor” con que esos datos son presentados. Como intelectual, como docente de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires desde hace más de un cuarto de siglo, la reunión de “datos” y “juicio de valor” me resulta de enorme interés, más allá de que Prieto la señalara, cuatro décadas después de la edición completa de la obra de Rojas.
Del segundo libro ya no diré precisamente que es “breve”; aunque ése es el título que su autor decidió adjudicarle.
Me refiero, es claro, a Martín Prieto y a su Breve Historia de la Literatura Argentina, publicada en 2006 y que, en poco tiempo, ha merecido, no sólo numerosos comentarios, sino además inteligentes e inquietantes reflexiones –nada unánimes-, entre las que destacaría, por ejemplo, al ensayo “Rojas, Viñas y yo (Narración crítica de la literatura argentina)”, de Jorge Panesi, publicado en el número 4-5 de la revista La Biblioteca, editada también en 2006 por la Biblioteca Nacional -ejemplar de la revista de medio millar de páginas dedicado enteramente a la crítica literaria argentina.
El ensayo de Martín Prieto, “Ricardo Rojas y la primera historia de la literatura argentina”, es, razonablemente, más extenso que el de su padre y ocupa casi diez páginas y tiene, por cierto, numerosas virtudes. Pero además puede ocuparse de temas que, por razones de espacio, Adolfo Prieto no podía atender.
Hay algunos de esos temas –explícitos en varios casos en la “Introducción” al volumen número I de la Historia de Rojas- que conviene recuperar.
Por un lado, el hecho de que “Ricardo Rojas y la primera historia de la literatura argentina” es “fruto” de la investigación personal desde la cátedra de Literatura Argentina, fundada por el Consejo de la Facultad en 1912.
Luego, el hecho de que Rafael Obligado diera el discurso de recepción a Rojas en la cátedra; Obligado era un escritor “nacionalista”, de manera que estaba sobreentendida una polémica con los modernistas “extranjerizantes” que leen nuestra literatura en la primera mitad del siglo XIX.
Refiriéndose a los “modernistas”, Rojas escribirá, acaso para nuestro asombro actual: “Escuela de idealismo, de libertad, y de fantasía, no han escaseado en ellas los extravíos grotescos. Escuela enamorada del color y de la forma, ha fomentado entre nosotros la sensualidad enfermiza y el cosmopolitismo, degeneración del individuo y de la raro”.
Después, una idea central en Martín Prieto: la de que la de Rojas es una historia literaria condicionada por un doble perfil: “por el ideal nacional” -perfil romántico- ; y “por la propia historia nacional política -perfil positivista-.
Algo muy vinculado con esto que no deberíamos desechar: la idea de que una “literatura nacional” es expresión de una lengua, una raza, un suelo –evocación romántica-; y también documento de una nación – evocación positivista.
También Prieto recoge otra atinada observación de Rojas: nuestra literatura es de tradición corta: “carece la literatura de nuestro país, o por lo menos no han tenido tiempo de sedimentarse en un orden orgánico los elementos de nuestra breve tradición”.
Otro elemento teórico y metodológico que podría considerarse, ya de avanzada, ya por un determinismo de la composición demográfica nacional: el hecho de que el “idioma” no es marca de “nacionalidad” o de “conciencia nacional”; por eso algunos escritores “argentinos” pueden escribir en “francés”, de manera que no es el idioma ni tampoco el territorio lo que define la “argentinidad”.
Una pregunta elemental y central que Prieto le he hace al texto de Rojas -y primordialmente a sí mismo-: ¿por dónde debe comenzar a contarse una historia de la literatura?
Un cierto “afán panegirista” lo llevaría demasiado atrás: encontrar la argentinidad en el siglo XVI; pero, por otro lado, para Rojas, la “argentinidad” no es sólo territorial o idiomática sino “el espíritu mismo de la nacionalidad” (y no los elementos meros “materiales”).
Algo más: El “ideal” de Rojas se yergue contra la vanidad patriótica; contra el patriotismo militarista (que remontaba la historia de nuestra literatura hasta un origen prístino e indubitable: mayo de 1810); contra la idea de imponer límites a autores y obras nacidos más allá de 1810.
Dice Martín Prieto, con verdadera audacia crítica, que el mapa fundador de Rojas no difiere mucho del actual: se incluyen autores provincianos; autores “argentinos” anteriores a 1810; autores extranjeros que describieron la vida colonial; obras escritas en el extranjero, pero incorporadas a nuestro patrimonio cultural (las de Paul Groussac, Rubén Darío, Florencio Sánchez); la inclusión de Hudson, aunque escribiera en inglés y fuera del país.
Se es “argentino”, no por el tema sino por la productividad posterior de una obra, idea no muy distinta, y de repercusiones incalculables, a la expuesta por Borges, muchos años después, en “El escritor argentino y la tradición”.
Es central, el tema de la periodización: por “razones didácticas”, la Historia de la Literatura Argentina podría tener 6 segmentos cronológicos que respondiesen a la historia política del país; pero esas ventajas “didácticas” no son “filosóficas”: la vida espiritual es “difusa” y no puede encasillarse.
Algo muy interesante se encubre bajo esto: LOS CICLOS DE EVOLUCIÓN LITERARIA NO SON PARALELOS NI SINCRÓNICOS CON LOS DE LA EVOLUCIÓN POLÍTICA, cuestión que, arriesgaría, hoy no está resuelta de ningún modo. Por ejemplo, los proscriptos del 37 son la su literatura más sólida de nuestro siglo XIX, a pesar de una sombría historia política.
(Un excursus: ¿son los obstáculos los que “motivan” la literatura? ¿Ficciones o El aleph son efectos del peronismo, como el Facundo, Amalia o “El matadero” lo fueron del rosismo? ¿Qué explicaría, tan directa, tan determinadamente, El juguete rabioso con la gobernación del radicalismo?)
Sin embargo, no parece tan exótico, ni inusitado, que haya críticos que piensen en una correspondencia entre el peronismo y la literatura de su período histórico; o quienes establezcan una relación punto a punto entre el período de la dictadura y sus peculiares modos de ficción –Nadie, nada nunca, Respiración artificial, Maldición eterna a quien lea estas páginas, La casa y el viento, por ofrecer sólo unos pocos ejemplos-. Tenemos tiempo, años, décadas para revisar esa correspondencia. Hagámoslo.
La periodización, entonces, no es suficiente: Rojas propone una división retórica; una división literaria en “ciclos” que son, al fin, europeos: clasicismo / romanticismo / modernismo.
Sin embargo. Rojas también descarta esa periodización, porque está armada sobre la lucha de escuelas estéticas, “poetas y filósofos preeminentes”, cuya expresión puede ser bella pero no “expresión de nacionalidad”; pero, sobre todo, porque la literatura gauchesca es el punto de apoyo de la original división con la que organiza la historia; y así divide el cuadro en las ya célebres 4 secciones: gauchescos, coloniales, proscriptos, modernos. Se abandona la sucesión cronológica (los gauchescos van en primer término de la publicación) y se opta por un recorte no tan “didáctico”.
Rojas establece una historia literaria que elude, posterga, la sucesión cronológica y, la vez, polemiza con la crítica biografista, tan al uso de entonces.
Entonces, “pertenecen, pues, a la literatura argentina todas las obras literarias que han nacido de ese núcleo de fuerzas que constituyen la argentinidad, o que han servido para vigorizar este núcleo.”
Arriesgaría que, en buena medida, Rojas propone en su obra no tanto la “fundación” de un texto –la literatura argentina-, sino la fundación en el texto mismo. Rojas, en varios sentidos, es el “creador” de la literatura argentina.
Ese sería –entre varios otros- el efecto del ensayo de Martín Prieto: permitirnos “releer” la Historia de la Literatura de Rojas, mérito inapreciable para los expertos, sean docentes o investigadores.
Seamos borgeanos: Martín Prieto crea a sus “precursores” y nos enseña a leer –releer- la obra de Rojas.
Hay algo final que desearía señalar y es proponer a la consideración el optimismo “positivista” que permitiría a Rojas encontraría la “verdad” en el método; la verdad, los ciertos, vienen de él y no del “autor”. El autor poseería la autoridad intelectual para decidir el método más apropiado y racional, y entonces aplicarlo con el mayor rigor posible; “luego”, no habría “error”.
Mientras pensaba en esa confianza metodológica no podía dejar de sentir cierta nostalgia de un tiempo que no conocí y el deseo de preguntarme cuánto había de acierto o error en esa confianza.
Aníbal Jarkowski.
Buenos Aires, EdM, diciembre 2012
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1 comentario:
Aníbal, tuve la posibilidad de escucharlo de Rojas y la literatura argentina en el V Congreso Internacional de Letras realizado en UBA en diciembre último. Lo felicito por aquella exposición que hoy vuelvo a deleitar con la lectura de este artículo.
Agustina.
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