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Sobre la Feria del Libro de Guadalajara 2014: Una crónica jalisciense, por Giovanna Rivero


¿Qué hace un escritor en la Feria del Libro de Guadalajara? Entrevistas, paneles, conferencias; sí, sí, pero además de eso, ¿qué hace antes y después?, ¿deja de ser escritor, lo es de otro modo o empieza a serlo? La escritora boliviana Giovanna Rivero comparte sus experiencias en Jalisco.

o que hace la experiencia de la FIL Guadalajara conmigo es fortalecer ese músculo terco, “hueco y piramidal”, llamado corazón. Y lo digo en ambos sentidos: el metafórico y el literal. El “monstruo político”, como dice Antonio Negri refiriéndose a las multitudes, me conmueve hasta el punto de que, en algún momento, mientras fluyo con la gente por los pasillos del campo ferial, siento que lo mejor de todo es justamente eso: sumarse, mimetizarse, ser el Gran Uno, desaparecer. Lo cual es un lujo, tomando en cuenta que la sustancia que circula por esas venas abiertas del evento tapatío es joven, desesperantemente joven.

     ¿Qué compran los jóvenes mexicanos? No lo sé, honestamente. Se acercan a los stands, tocan los libros, los aprietan contra sus pechos o fruncen el ceño, quizás defraudados. Lo importante es que están ahí y esa presencia es contundente y desbordada de futuro… eso, un vector que se lanza enloquecido hacia un tiempo que está más allá. Imposible, en medio de esa suerte de manada de hermosos jabalíes, no pensar en los 43 estudiantes sistemáticamente negados por los reportes oficiales, resumidos para siempre en este presente comprimido.
     Avanzo poniendo el cuerpo, mi cuerpo pequeño y femenino, como una sorda y ciega resistencia a esa brisa de muerte. Para llegar a las instalaciones he tenido que pasar por los Arcos del Milenio, de donde una mañana de noviembre de 2011, a dos días de inaugurarse la versión número 25 de esta feria, las autoridades jaliscienses recogieron 26 cadáveres de hombres jóvenes escogidos al azar por sus verdugos. ¡Qué culebrón policial de tantos años!, me digo, sintiéndome culpable por la ironía. Escucho entonces, sin querer queriendo, el chiste negro que un muchacho le dice a su novio cuando en manada debemos desviar un arreglo improvisado que la gente de mantenimiento ejecuta sobre el piso –han levantado los mosaicos para contener una cañería. El agua, de todos modos, es cristalina–: ¿No estarán destapando una fosa? Seguro que ahorita saltan los 43 como las ratas del puto país de las maravillas. Eso dice: “ratas”, no “conejos”. No tengo nada que disculpar de ese comentario, las culturas tienen sus secretas maneras de hacer duelo. Y la mezcla de humor dolorido y melancolía es una de ellas.
     Pero mi individualidad (o mi singularidad) de escritora boliviana se ve de pronto interpelada cuando, durante el panel “Latinoamérica Viva”, nos preguntan a los participantes cómo incorporamos esa convención, idea o sueño en nuestras escrituras. ¿Existe Latinoamérica?, pregunta Benito Taibo. Y es ahí cuando el músculo de mi corazón se inflama incontenible y sufro, sufro, sufro. Temo no dar una respuesta inteligente. Elijo dar una respuesta sincera y me “vale madres” la inteligencia: Yo necesito que exista Latinoamérica, más allá de las tensiones, desigualdades o contradicciones de ese concepto. Yo necesito esta utopía para arrancar de cuajo la soledad mediterránea, la soledad de las islas, la soledad hostil de las fronteras. Por eso, venciendo el absurdo temor al costumbrismo que hace una década me limitaba en mis búsquedas literarias (no quería ser una escritora “vieja”), decidí, por ejemplo, incorporar no sólo el espacio imaginado de mi pueblo a la universalidad cool de las urbes, y decidí que el registro de mis personajes obligara al lector a escuchar cómo el sonido estándar ecualizado se altera con esa otra música de las palabras folclóricas y de las ideas nacidas en la intimidad de la cocina de una provincia. Mi abuela, por ejemplo, era profundamente latinoamericana y no lo sabía. Lo era salvajemente pues su sabiduría explicaba el mundo. Y algo que explica el mundo excede sus falsos límites.
     El segundo día, después de visitar rapidito el stand de Bolivia, atendido por y con la amabilidad y la constancia invencibles de Sarita Mansilla, parto a Mazamitla, un pueblo increíble asentado en las montañas, que parece ajeno a otra violencia que no sea la del viento helado. Ni siquiera la modernidad perturba ese mundo paralelo de pasado cristero que sus habitantes defienden allí, y no porque no esté presente, sino porque se subordina a otro ethos. Celebran fiestas “revolucionarias” en las que los varones se disfrazan de héroes de la Revolución de 1910 y las mujeres de “adelitas”. La historia no está muerta.
     El último día le pido a mi anfitrión que me lleve al Tlaquepaque. Caminamos por entre elegantes Catrinas y otras calaveras más modestas. Los precios exorbitantes de dos galerías de arte de la zona, con esculturas mínimas y colosales, me sugieren que hay un buen mercado para ese rubro y que no está conformado sólo por turistas. Tiro una moneda mental (con lo difícil que es este procedimiento) para decidir qué polera comprarme: si la de una Frida Kahlo con gato negro o la de la Súper Virgen de Guadalupe. Gana Frida. Al rato nos paramos delante de una vidriera admirando joyas, mientras saboreamos unas “nieves de mamey”. Pero luego le suplico piedad cuando me obliga a comer cada dos horas una nueva delicatessen. ¿Cómo?, exclama horrorizado mi anfitrión, ¿nunca probaste el chile sonorense? ¡Tráete dos!, le ordena al mesero, un adolescente con los ojos verde-pantano más hermosos del mundo. Yo rezo porque el trabajo de mesero sea suficiente para mantenerlo a salvo.
     La madrugada del domingo me recoge un taxista para ir al aeropuerto. No he dormido nada. Hace meses que no duermo. Soy el negativo absoluto de la bella durmiente. Me pregunta qué es lo que me ha gustado de todo el jolgorio. Encontrarme con amigos que sólo conocía por email, conocer lectores con crisis de lecturas y coincidir aunque sea por cinco minutos con David Byrne, respondo media zombi. ¿Quién es ese señor?, pregunta el taxista. Un músico famoso muy importante, digo. ¿Algo así como Vicente Fernández?, indaga. Algo así, algo así.
     Al taxista, en cambio, le dio gusto ver cómo una mañana los escritores se sumaron "así nomás, como si fueran sus muertos" a la manifestación que recorrió varias calles exigiendo respuestas sobre el (metonímico) asunto de los 43 desaparecidos. Esta vez no vino un país problemático, añadió; es que la otra vez, con Israel, con suerte uno podía llegar a dos cuadras de la feria por tantísima seguridad, me explicó. Y sí, supongo que para el oficio de taxi eso sin duda es un problema. ¿Quién vendrá al otro año?, ¿no?, preguntó también al cabo de unas calles. Reino Unido, le conté. Vaya, eso sí que es un Reino, no es fácil quedarse unido, opinó. Yo silencié las imágenes de mis pensamientos porque tiendo a ser siniestra. Además, serían ya las cinco y media y yo quería llevarme en la retina y en el alma la epifanía del cielo tapatío aclarándose, en esa hora tan llena de esperanza que es la rendición amatista de la noche. Ay, Jalisco, susurré, no te rajes, por favor.

Giovanna Rivero
Santa Cruz, Bolivia, EdM, febrero 2015
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