El 3 de agosto de 1983, un hombre -Roberto Basile- muere en una cancha de fútbol. Una bengala marina lanzada desde la tribuna contraria cae en su garganta y lo mata. Años después, Luis Alberto Spinetta graba Téster de Violencia, su “disco foucaultiano”, en el que incluye una canción que denuncia esa muerte –hoy podríamos decir- en clave biopolítica: “La bengala perdida”. En la canción se anuda la violencia sobre el cuerpo con las nuevas tecnologías, que implican nuevas relaciones entre cultura y poder: “Adentro queda un cuerpo/ La bengala perdida se le posó /Allí donde se dice gol (…) Cultura y poder son esta porno bajón”. La biopolítica indaga en las complejas y contradictorias relaciones entre bios y política. En esas relaciones se configuran espacios tanto de producción como de destrucción de subjetividades. El poder deja marcas en la materialidad subjetiva de los cuerpos, en los que pueden rastrearse decisiones políticas, trazados normativos y niveles jerárquicos para eso que se entiende por vida. La vida como espacio atravesado en su totalidad por tecnologías de poder. En una cancha de fútbol, en una vida, en un cuerpo, se cruzan un proyectil (una tecnología de uso marino) y un tigre (de Bengala).
En “La bengala perdida” se tensa la relación animal/humano en la extenuación irónica de la frase popular Mono con navaja: “Tití portando un dulce Exocet”. ¿Qué relación existe entre lo animal y lo humano?
El libro de Gabriel Giorgi, Formas comunes. Animalidad, cultura, biopolítica (Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2014) propone una reflexión sobre los problemas que plantea esa pregunta: un recorrido biopolítico de la literatura y el arte para pensar una “nueva proximidad” entre animal y humano. A lo largo de sus cinco partes, divididas a su vez en capítulos, el libro construye un corpus heterogéneo de materiales y producciones artísticas latinoamericanas, periodizadas principalmente a partir de la década del sesenta, e intercala, al mismo tiempo, apartados a modo de excursus que conectan la serie literario-artística con la serie político-social.
Graduado en literatura por la Universidad Nacional de Córdoba, Gabriel Giorgi es profesor e investigador, actualmente, en la Universidad de Nueva York. En 2004 publicó Sueños de exterminio. Homosexualidad y representación en la literatura argentina contemporánea (Rosario, Beatriz Viterbo), y co-editó, en 2007, junto con Fermín Rodríguez, Ensayos sobre biopolítica (Buenos Aires, Paidós).
En Formas comunes hay dos hipótesis de lectura centrales, que Giorgi llama operaciones de desplazamiento. La primera dice que a partir de la década del sesenta se produce un desplazamiento en el modo de concebir la relación humano/animal. Se pasa de una relación ontológica -construida por lo que Agamben llamaría la máquina antropológica de Occidente, esto es, un modo de definir lo específicamente humano a partir de su oposición con lo animal- a una relación determinada por distinciones biopolíticas: persona/no persona, bios/ zoé. Estas distinciones son las que establecieron distinciones, niveles de vida. En la sociedad moderna, dice Foucault, el poder se ejerce como derecho de hacer vivir y dejar morir (Cf. Foucault, Historia de la sexualidad. La voluntad de saber). Hay vidas -según esta sociedad- a proteger y vidas a abandonar. Este es el eje biopolítico que Giorgi interroga constantemente. La segunda hipótesis involucra el escenario de ese primer desplazamiento: la relación naturaleza/cultura. Aquí se pasa de una relación en términos de antagonismo entre un exterior ingobernable, bestial, instintivo (el universo de la naturaleza) y un interior que responde a un orden civilizatorio y humanista (la cultura) a otro tipo de relación: la naturaleza deja de ser ese exterior insondable y la cultura deja de ser el interior civilizador y normalizador que pretendía el humanismo.
Se trata de desplazamientos decisivos en el horizonte político y cultural que definió las políticas culturales de América Latina. El primero comienza para Giorgi un poco antes del sesenta. La primera “rebelión animal” la lee en un texto de Guimaraes Rosa, “Mi tío el jaguareté”. El terreno de esta rebelión es el lenguaje: voces portuguesas, guaraníes y “animales” (onomatopeyas) que se cruzan para crear una zona de indeterminación, un umbral, un devenir, entre humano y animal. Se impugna, así, esa distinción biopolítica bios/zoé para pensar una nueva forma de comunidad, en términos de alianza. Giorgi comienza a delinear así las múltiples formas comunes posibles, alternativas, a la relación ontológica de la máquina antropológica de Occidente. Una comunidad en donde lo común no sea reductible a lo “específicamente humano”. Es posible pensar otras formas de lo común, dice Giorgi.
El otro terreno de desplazamiento es el espacio. En la escritura de Clarice Lispector, el animal pasa del exterior al interior del domus. La cucaracha, en La pasión según G.H. se internaliza en el ámbito de lo propio y deja de ser “el otro” del hombre para proponer una proximidad que, antes que oposición, implica contigüidad.
Ahora bien, si bien Gorgi dialoga con los llamados animal studies, claramente toma distancia respecto de éstos, centrados en los derechos del animal. En Formas comunes, las operaciones de lectura se orientan en el sentido de problematizar las relaciones entre la esfera jurídica, el Estado, el animal y el humano. El excursus “El animal comunista” refiere una anécdota contundente: durante la dictadura de Getulio Vargas, en Brasil, el abogado Sobral Pinto apela a los derechos de los animales para defender al preso político Harry Berger: “Si ese cuerpo no puede ser tratado bajo los derechos de las personas, que sea tratado bajo los derechos de los animales” (p.124). Su apelación no tiene éxito, pero da cuenta de que en el Estado biopolítico emerge algo sin nombre, en el umbral entre lo humano y animal, un viviente.
A partir del análisis que Giorgi hace de las escrituras y rescrituras de los “mataderos de la cultura” (Martín Kohan, Carlos Busqued, Rodolfo Walsh, Juan José Becerra, entre otros) surgen dos temas para construir operaciones críticas que reafirman un gran logro del libro: no la aplicación de los conceptos de la biopolítica a la crítica literaria sino la consideración de su potencialidad en tanto aparato teórico de lectura. Así, se plantean dos grandes temas que el animal exhibe: por un lado, el cuerpo como interrogación sobre lo individual –o lo individuado, esto es, el yo-: el animal como hipótesis sobre el cuerpo. Por otro lado –pero en íntima conexión con el tema anterior- el animal como artefacto que posibilita pensar la relación vida/propiedad, o cuerpo/capital.
El animal como artefacto, no como metáfora, es una distinción en la que el libro insiste para dar cuenta, por un lado, del problema de la representación: “(…) el animal deja de ser la instancia de una ‘figura’ disponible retóricamente, de un tropo, (…) para volverse un cuerpo no figurativo, y no figurable, un borde que nunca termina de formarse” (p.34). Por otro, para pensar instancias de contestación al biopoder: “el animal es un artefacto, un punto o zona de cruces de lenguajes, imágenes y sentidos para contestar biopolíticas que definen formas de vida y horizontes de lo vivible en nuestras sociedades” (p.15). Es decir: el animal como artefacto desmonta la metáfora biopolítica para designar al otro: indio, gaucho, inmigrante, peronista, judío, etc.
Para el primer tema, el animal como hipótesis del cuerpo, Giorgi mantiene un diálogo abierto y dinámico con la teoría queer, que utiliza la noción de género como herramienta teórica fundamental para conceptualizar su construcción social y la fabricación histórica de la diferencia sexual. Cat people y mujer-araña, en Manuel Puig, tadeys, en Lamborguini, son animales queer: no solo interrogan políticamente la idea biopolítica de especie, sino que producen saber.
Buscar los significados de lo animal es indagar en los sentidos del cuerpo. O, para decirlo con Michel Serres, sus potencias. La pregunta de Serres acerca de las capacidades, de lo que puede el cuerpo, es explícita: ¿Qué puede un cuerpo? La respuesta -casi todo- involucra, por el contrario, varias aproximaciones: el animal, el poder, el conocimiento, la naturaleza y los objetos técnicos (Cf. Serres, Variaciones sobre el cuerpo).
El segundo tema es la relación cuerpo/capital. El excursus cuenta cómo un asesor de Henry Ford concibe el sistema de montaje en serie –decisiva en una fase del capitalismo- a partir de una visita a los mataderos de Chicago. Hay en el animal una íntima conexión con el capital. Vida y propiedad es el nudo que los materiales estéticos con los que trabaja el libro deconstruyen. Los mataderos de Kohan y Busqued desarticulan ese devenir mercancía del animal.
Estos temas (potentes operaciones de lectura) son los que permiten a Giorgi desplegar una gran capacidad reflexiva sobre su heterogéneo corpus: Guimaraes Rosa, Gilberto Noll, Clarice Lispector, la “serie de los mataderos”, Manuel Puig, Osvaldo Lambirguini, Copi, así también como las instalaciones de Teresa Margolles y el documental cinematográfico Nostalgias de la luz, de Patricio Guzmán. El alcance de las investigaciones de Formas comunes no se cierra en un corpus de producciones literarias y estéticas: abre un amplio horizonte de posibilidades de análisis de la cultura y la sociedad.
Desde este horizonte, Giorgi vislumbra la potencia de estas formas comunes, nuevas maneras, alternativas, de pensar la gramática de cultura contemporánea bajo el signo de la biopolítica. Devenir animal, monstruo, mujer, como espacios de contestación al poder normalizador sobre la vida (biopoder) que condena los cuerpos a una doble cárcel: el individuo y la propiedad.
Los versos de la canción de Spinetta acaso esbocen una crítica a ese biopoder, no sin ironía (“Por un color/ ¿solo por un color”?) y una línea de fuga (“Y la mujer que sabe el devenir porque ve/ Mirando con el ojo del sur”). Una forma de contestar a la tanatopolítica que destruye subjetividades: la última dictadura cívico-militar argentina, que es el contexto de la muerte de Roberto Basile (“No quiero un valle de catacumbas/ Nunca más”).
Contra esa política sobre la vida, Gabriel Giorgi construye espacios discursivos, críticos, para que a partir de ellos sea posible elaborar una biopolítica afirmativa, una política de las formas comunes: “(…) otros modos de pensar lo común como umbral donde se direccionan y canalizan nuevas posibilidades de los cuerpos, contra, y más allá de, los ordenamientos en curso” (p. 300).
Fernando Devia
Buenos Aires, EdM, febrero 2015
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