o había cerrado los ojos mientras viajábamos hacia el Bronx. Me gusta mirar a la gente, esos rostros únicos que es casi seguro uno no volverá a ver jamás, me gusta adivinar sus preocupaciones, el deseo que no se extingue pese a la repetición de los viajes, de los infinitos vagones y los paraguas huérfanos. Pero esta vez, en lugar de mirar, quería sentir la vibración del traqueteo, la electricidad subsidiaria del movimiento metálico envolviéndome como una madre. Eso quería, una electricidad madre en esa cavidad multípara que avanzaba con todas sus criaturas para lanzarlas a la vida. Comprendí mejor porqué los terroristas eligen los trenes, no se trata sólo de una acumulación de gente, sino de la entrañable coagulación de obsesiones pequeñas, deudas pequeñas, oficios concretos, amores específicos, sueños llenos de pudor e ingenuidad, egoísmos insignificantes, hastíos invisibles. Es eso lo que estalla con una bomba.
Por eso no lo vi. Porque estaba con los ojos cerrados. Y además metida en un sueño que se deshilvanaba en imágenes y voces de mis otros mundos, de mis otros tiempos. Mi hermano menor, por ejemplo, volvía a tener esa edad sana de los cuatro o cinco años y era la fiesta de San Juan y alguien había montado esta fogata en la mitad del patio y nosotros jugábamos a quién aguantaba por más tiempo con el dedo en las llamas. Teníamos una teoría sobre el infierno. Y allí también, en ese infierno de nuestras fantasías, hervían voces que hablaban otros idiomas. Los deditos comenzaban a chamuscarse, olían a quemado, sí señor, pero nosotros estábamos tan contentos que ya sólo esperábamos llegar al hueso.
“Ya llegamos”, dijo mi marido. Su voz llena de realidad me devolvió al vagón que se abría eficiente para el consabido intercambio de criaturas. La máquina parturienta nos expulsó y se tragó otro cardumen de seres apurados que no tienen tiempo de pensar en el terrorismo y sólo quieren echarse un sueñito en lo que dura el trayecto.
Cuando emergimos a la superficie, donde un barrio parecido con ironía a la ciudad de El Alto en Bolivia se extendía gris y ancho, mi marido me preguntó si había visto al hombre. ¿Qué hombre? El hombre, dijo, ése que subió una parada después de nosotros –no puedo creer que te dormiste de inmediato-, un hombre que paseó su pierna hedionda como quien pasea un cordero. ¿Un cordero? Un cordero putrefacto. Explicó que se le había gangrenado la pierna y que no tenía una sola peseta (mi marido les llama “pesetas” a las monedas gringas de 25 centavos) para hacérsela amputar. ¿Y le diste? ¿La gente le dio dinero?
Al doblar una esquina, guiados por el instinto –buscábamos, en realidad, un restaurante dominicano, una sopa espesa que nos redimiera de esa comida coreana incomprensible con la que habíamos estado sobreviviendo por dos días en las inmediaciones de Manhattan-, mi marido lo reconoció y bajó la voz pese a que era casi seguro que el sujeto no entendía español, no sólo porque era un negro del Bronx, sino porque parecía estar demasiado sumido en su propio acto dramático: “el hombre de la pierna…”, dijo.
Y sí, El Hombre de la Pierna, apoyado contra el mástil decapitado de lo que había sido una guitarra y que ahora le hacía de bastón, cantaba –porque así lo entendía mi oído, fresco a las epifanías culturales-, cantaba un blues ronco, atribuladamente esperanzado. “When you ain’t got no money to cut your leg, your dirty leg, you damn sure you will die soon… So, folks, brothers and sisters, you are seeing now a dead man, isn’t it a creepy dream? Have mercy and grant a coin… Save your soul!”.
Me acerqué a su lata donde brillaban tres ‘quarters’ y tomé mi tiempo hurgando en mi mochila, mientras aspiraba, como de un perfume negro, el olor agrio-dulzón de la carne enferma, cediendo, seducida, ante la avanzada imparable de la muerte.
Giovanna Rivero
Santa Cruz, Bolivia/Florida, EE.UU, EdM, diciembre 2013
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