Un telón color rosa salmón y dorado se levanta. En el escenario, sillas y mesas de madera. Y dos mujeres. Delgadísimas, fibrosas, fastuosas, enfundadas en vestidos blancos. Una de ellas toca su pecho, la otra arquea su espalda. Ambas ejecutan movimientos ondulantes y desesperados, con los ojos cerrados, mientras suena "The Fairy Queen" de Henry Purcell. Casi flotando, expanden y contraen el área. Pero hay una tercera persona, un hombre, a pasos enardecidos, que les va corriendo el mobiliario. Una de ellas golpea literalmente su cuerpo contra una pared. Es la mismísima Pina Bausch que, como una deidad, explora su torso y sus brazos. La acompañan Malou Airaudo y Jean-Laurent Sasportes.
Con este fragmento de Café Müller (1978) comienza la película Hable con ella (2002), de Pedro Almodóvar. Veinticuatro años han pasado del estreno de la pieza original: pero los mismos intérpretes, ya mayores, dan inicio a la decimocuarta creación del director manchego. En la escena siguiente se observa la platea: un hombre emocionado y otro a su lado que lo mira. Estos dos espectadores, que aún no se conocen, lo harán meses más tarde en la Clínica "El Bosque”. Uno de ellos, Benigno (Javier Cámara), es enfermero y cuida a Alicia (Leonor Watling), una estudiante de ballet que ha sufrido un accidente automovilístico y está en coma hace cuatro años. Marco (Darío Grandinetti), un periodista argentino, visita el hospital porque su novia Lydia (Rosario Flores), torera profesional, también está en coma desde que un toro la embistió en su última corrida. Dos hombres que cuidan a dos mujeres en coma. A sus cuerpos. A sus cuerpos antes ejecutores de múltiples movimientos. Benigno baña a Alicia, le hace masajes, la manicura, o corta su pelo. Y narra: se narra, le narra. Marco no puede ni mirar a Alicia porque no la reconoce. “Hable con ella”, le aconseja el enfermero: “Cuénteselo”.
Historia de una amistad entre dos hombres, y la historia de dos, tres, cuatro, múltiples vínculos. Reescritura trash del cuento de la Bella Durmiente. Es sobre la incomunicación en las parejas, y sobre la comunicación. Pero Hable con ella es también un panorama sobre la danza moderna, sobre el modo en que las performances reescriben la gestualidad cotidiana. Y la no cotidiana.
“Al ver que los movimientos son simples, algunos piensan que no es danza, pero sí lo es para mí. En mis espectáculos hay mucha danza, incluso cuando los bailarines no se mueven. Observo cuanto puedo todos los ámbitos de la vida, son ésas las únicas imágenes que permito que me influyan. Para mí, nuestra vida deber ser la gran exploración”, así pensaba la gran coreógrafa alemana. Philippine Bausch, inmortalmente Pina, nació en el oeste de Alemania en 1940. Empezó a formarse como bailarina en la recién fundada Folkwangschule de Essen, creada y dirigida por Kurt Joos. Tras una temporada en la Juilliard School de Nueva York, regresó a su país natal para trabajar en la mítica compañía Tanztheater Wuppertal, que dirigió desde 1973. Obras como Ifigenia en Taúride, Consagración de la primavera, 1980 y Nelken son creaciones claves para pensar la trayectoria de la danza contemporánea en el siglo XX. Influenciada por el expresionismo alemán, Pina Bausch es una pionera en la hibridación entre danza y teatro y entre elementos escénicos y no escénicos como folclore tradicional, música popular, mimo, agua, barro o claveles de plástico.
Audaz, porosa, magnética. “Imposible soñar mejor comienzo”, dijo Almodóvar. Es que película y performance cohesionan en una forma: la del movimiento de los cuerpos. Planos delicados de escenas físicas recorren el film: el arte de la tauromaquia, la búsqueda de la culebra, el nado en la piscina, cuerpos accionados por los enfermeros. Entre la sensibilidad salvaje y etérea, dos secuencias resaltan: las dos comatosas tomando sol, escoltadas por Benigno y Marco. Y el relato de Katerina Biloba (Geraldine Chaplin), la profesora de baile, sobre el proyecto de una nueva obra, “Trincheras”, en la cual de los cuerpos de los soldados muertos emergen bailarinas; de la muerte la vida, de lo masculino lo femenino.
Hacia el final de la película, Marcos acude a otra función. En este caso se trata de un fragmento de Masurca Fogo (1998). Los bailarines se enlazan al compás de la música portuguesa. Sobre el escenario, el ritual; en la platea, Marco y Alicia encontrándose. No es menor. Suicidas, sonámbulas, fantasmáticas, vitales: las mujeres son íconos del movimiento hecho carne. Que la película, además, esté enmarcada entre dos piezas de Bausch implica poner en cuestión qué es baile y qué no lo es, y hasta dónde puede expandirse un movimiento. La respuesta sea, quizás, la última frase de la película enunciada por Katerina: “Soy maestra de ballet, sé que nada es sencillo”.
Florencia Angilletta (Buenos Aires)
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