III
i traductora en Cracovia se llama Margarita. Tiene pocos años más que yo, es encantadora, trilingüe, elegante, y está aprendiendo a bailar tango, así que primero me invita a cenar a su casa y después vamos juntas a una milonga polaca.
Me cuenta que su hijo tiene veinticinco y cuando era bebé veraneaban en Crimea. Me cuenta de un verano en que se hizo amiga de otra mamá con bebé. Suele pasar. Me cuenta que una vez hojeaba una revista y quiso leerle a su amiga el horóscopo, en voz alta. ¿De qué signo sos?, le preguntó. Esto también suele pasar. Pero la amiga no lo sabía, no conocía su fecha de nacimiento. Y acá la historia de pronto se transforma.
Su amiga era mamá de una beba y alguna vez había sido ella una beba de meses. Tuvo una mamá que la pasó por una grieta en la madera del vagón que las llevaba a Auschwitz. La pasó por la ranura para que dos polacas la recibieran, a ver si le salvaba la vida. Esas dos polacas no actuaron como la mayoría en 1942. Si hubiera habido mucha gente como las dos polacas, los nazis no hubieran podido exterminar a millones de personas. Hoy tampoco hay demasiados humanos como ellas.
El cuerpito tibio, húmedo, en los brazos de la madre. La cabecita apoyada en el hombro. Sabe que ese gran cuerpo que la cuida y alimenta es poderoso y confiable y que si fuera por él, no correspondería tener miedo. Pero percibe en ese amor un terror y una impotencia que no debería percibir, sabe que algo está muy mal y por eso no llora, beba silenciosa y quieta en el aire viciado del vagón, hacinada con su madre entre innumerables personas malolientes y aterradas como ellas dos.
Entre los tablones sellados de madera maciza hay un agujero pequeño. Tal vez lo hizo alguien viajando, tal vez los nazis no lo notaron o no le dieron importancia. La mujer habrá visto por el agujero a las dos polacas. ¿Qué hacían esas mujeres en el andén, entre nazis que organizaban la evacuación del ghetto hacia las cámaras de gas? No, probablemente no estaban ahí, a lo mejor pasaban, caminaban junto a las vías por el borde de algún bosque como los que ahora desfilan por esta ventanilla, en este tren a Brezlav; a lo mejor el otro tren, el que cargaba el rebaño humano enviado por otros humanos para la aniquilación, se paró por azar en un cambio de vías, y la que llevaba a la beba vio a las polacas por la ranura y les gritó de pronto, en un impulso; se encontró gritando: su inteligencia de madre pensó a velocidad vertiginosa y fue un grito que no pedía auxilio ni se desesperaba ni gemía, un grito quedo para que se detuvieran, y mientras su voz se proyectaba por la grieta que los nazis no vieron, sus manos de madre envolvían a su niñita con la manta sucia para que no la dañaran las astillas de madera y sus manos la extendían, se sacaban ese cuerpito de los brazos y lo exponían al aire y al sol y lo ofrecían, rogaban.
De judía a polacas, de madre a dos que eran tal vez madres, o eran madres posibles. De mujer a mujeres.
Una cadena femenina.
Veo la generosidad de madre, su sabia, desgarrada renuncia, la inmensa apuesta que hace en el único instante en que es posible: el fogonazo del azar, dos mujeres del afuera al borde de las vías, una ranura, tres segundos para actuar. Veo inteligencia.
Veo los brazos extendidos, veo el adentro y el afuera, veo el cuerpito de beba entregado al torrente de la vida. Moisés es una niñita y el Nilo son cuatro brazos polacos que no siguen de largo. Veo en la madre la voluntad indeclinable de creer que hay más madres. Veo el lazo secreto entre mujeres y eso es, en toda la escena, la única luz que ilumina la Historia.
A diferencia de las mentes abstractas que se ponen al servicio de una causa, sea la que fuere, la inteligencia materna brilla desplegada en el amor. Y la beba creció, es madre ella misma y cuida a su hijita en una playa de Crimea, junto a Margarita. Una mujer judía sin signo en el zodíaco ahora es madre. Los nazis no pudieron evitar que naciera una nueva judía que juega en la playa de Crimea con el hijo de la que será mi amiga Margarita; juegan los dos polaquitos y los nazis no pudieron impedirlo porque no vieron la grieta en los tablones martillados e inamovibles de los eficientes ferrocarriles del capitalismo industrial, un capitalismo que desde ellos hasta hoy no ha hecho otra cosa que avanzar, ciego y exitoso en su desarrollo obstinado, de inteligencia específica, abstracta. ¿Sin grietas?
Elsa Drucaroff (Buenos Aires)
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