APUNTES

Sobre El cansancio de los hijos de María Mascheroni, por Laura Klein


Muchos no han comenzado aún a ser lectores de este libro al que los quiero invitar. Por eso, y sólo por eso, quiero comenzar diciendo que El cansancio de los hijos no refiere a los padres. No se trata de hijos cansados de ser hijos, de hijos que quisieran emanciparse de esa condición o liberarse, directa o indirectamente, de sus padres. Tampoco de padres cansados. Es una expresión compacta, que no se puede descomponer en una sensación (espiritual o física, con extensión animal) y un sujeto humano universal. 


 “Cansancio de los hijos”. El lenguaje no nos deja decir todo junto, pero a veces, bajo la presión empeñosa de la escritura poética, permite avizorar una babilonia más orgánica que este gran caos de significaciones hacinadas una al lado de otra, exteriores entre sí, obligadas a precipitarse en explicaciones. 

En Tiempo Cero, hay un cuento de Calvino donde los pájaros son un error en la evolución, una irrupción a destiempo, un lapsus en medio de la causalidad. Todo el libro de M. Mascheroni bordea e investiga con perplejidad ese desajuste o esencia de la vida que en el anteúltimo poema encuentra su origen en un olvido, una distracción: “Los depredadores se olvidaron en la cima / un error de mecanismo suspende en picada el descenso… Así fuimos despreciados / elegidos para no morir durante dos inviernos”. 

“Cansancio de los hijos” menta la agitación silenciosa de las células que avanzan hacia su incierta culminación. Ese esfuerzo: “todo eso todo eso sólo para volver a comenzar / entre tumores y milagros / la inveterada la empeñosa vida”. Azorada, la voz confirma que seguimos vivos y que nada justifica ese error. Del cansancio al desconcierto. Las criaturas en las cuales no se ha apagado el instinto o la voz de dios, corren otra suerte –no más feliz sino menos aleatoria. Sin embargo, metódica, loca, insistentemente, esas criaturas son convocadas para comprender a dónde ir; porque “Sólo los hombres permanecen inmóviles innumerables días con sus noches y quieren vivir”. 

Y quieren vivir. 

Los animales han entrado a la literatura de diversas maneras. 

En las fábulas donde son protagonistas, los personajes tienen cuerpo de animal y conciencia humana. Puede ser una explicación mítica de la manera en que las cosas llegaron a ser como son. En el símil animal se describe su comportamiento considerado típico suyo y lo demás no interesa. 

El cansancio de los hijos no es un encuentro romántico con el animal. Es un encuentro de otro tipo. No son los pájaros, sino lo pájaro –el viaje, el cruce, el pasaje-: lo único que aparece de estos pájaros es morir. Objeto de interés más que de afecto. Observación de la agonía. Los pájaros como cuerpo propio, en la agonía, de una vida que no se puede enterrar. 

“El pájaro es una interrupción, otra la muerte”. 

¿Cómo vuelan? 

“Pueden verse cientos miles de patas encogidas y de espaldas / surcar cada día la mañana”.

Vigilancia sobre el detalle de la vida. Vigilancia sobre el detalle de la vida que se apaga. De la vida que no se quiere apagar. De la vida indiferente a la mirada que vela. 

Un árbol no construye sus ramas y hojas ni un pájaro sus plumas y pico. Empero, Mascheroni inquiere en esas lejanas formas de la vida para descubrir el mecanismo de la nuestra. Y nunca se queda en la reflexión; con todo lo interesante que es, podría sacarle usura pero no; no es que se aburre, se va a observar para no descansar en lo humano. Porque el animal tiene que actuar, acecha la caída, la respiración, el corte de la vida, el no va más del pasto y la comida. 

 (¿Alguien vio alguna vez a un ser vivo tratando, inmóvil, de seguir viviendo? Eso no se olvida. Queda al fondo del ojo como una espina para el futuro sobreviviente. 

Seriedad del cuerpo enfermo. 

Cada célula ocupada en sobrevivir. 

Esto es lo que observa la hija –con curiosidad, meticulosa, expectante. 

No huye. También el amor es crueldad. 

¿Alguien observó cómo en ese cuerpo que intenta juntar sus células para seguir viviendo no hay tiempo para las convenciones?) 

 “Y las flores muestran su obligada manera de nacer”. 

Ciclos o naturaleza, cada cual obligado a hacer lo único que sabe hacer, que puede hacer: envejecer, unos, florecer, otras. 

Una y otra vez, María nos enfrenta, implacable, a la “zona que la cámara no capta”. La pared, la obstrucción, se alzó justo cuando empezaba a sonar “una aterrada canción de cuna”. En esa secuencia ínfima, puede condensarse el espíritu de El cansancio de los hijos. Ningún nudo se ata al cuello del dolor. Gritos no se arrastran ni presumen: deletrean g-r-i-t-o-. 


Si no mueren en el cielo, el que surcan todas las mañanas, y no se encuentran sus cuerpos muertos en los adoquines ni en las veredas del alba, dónde sucede ese acontecimiento que en los seres queridos vigilamos al detalle y sin pudor? 

 Perdido el referente, árboles y pájaros suplen la falta de idea de cómo es -cómo vive y muere un hombre, los hombres: 

 “de tal palo pobres ramas” 

“un árbol frenético, impotente, pide socorro con todas sus hojas” 

“busco pájaro en cada cosa que muere” 

¿Qué hace que encuentre a pájaro para enterrar a padre? 


Antes de que aparecieran los pájaros, cuando sólo había pichones y gorriones y pobres ramas, había un nido de este lado. No de pájaros. Ni hecho por pájaros. “Y en el centro mero de ese nido / los ojos redondos como las bodas conectadas más acá de mi padre que mientras tanto / agoniza”. 

Si un pájaro queda de espaldas podremos enterrarlo -enterrar al padre y dejar una piedra en el camino y avanzar hacia el producto numeroso de la tierra. 

 Se entierra al pájaro como sustituto del padre. Pero en realidad el pájaro, ya lo sabíamos, era uno mismo. 

 María Mascheroni nos empuja a los lectores, hijos, a observar a ése que a veces es llamado padre como a un ser aún vivo que se trata de reconocer. Nos conmina al esfuerzo de conocer aquello que quería abandonarse, y albergarlo en este refugio cruel de seguir, si no amando, el contacto.

 Reconocer: no porque vaya a coincidir con lo que conocíamos, sino como se ha de reconocer algo bajo juramento porque, desfigurado, no se sabe quién es. 

 Como un detective que persigue las pistas que ha dejado el criminal en su huida, así el ojo del poema detecta lugares donde hubo vida y ahora están vacíos, el cuerpo donde hubo alguien y ahora sólo vida, las partes donde el pájaro que muere se escondería si pudiese vivir un minuto más. 

 Pero lejos de ser pistas falsas que desvían del camino, aquí las mismas nos devuelven al camino del que escribe. La “anatomía deshabitada” no levantó el juego. Por un lado, esos “tendones aferrados a los parietales del hombre” parecen indicarnos lo que del padre queda y, empeñoso, inmóvil, humano, quiere vivir. Por otro, la gramática del poema señala que ése es el lugar de los hijos, esas “costas ociosas huesos inútiles”. “Restos erectos”. 

Los tendones siguen aferrados, los hijos no pueden abandonar el juego, los lectores encuentran, sobre cada declaración de pista falsa, que la investigación no es si algo o alguien está vivo o muerto sino sobre la propia mirada que quiere discernir lo que sabe que es indiscernible. 

 “Vigilia absorta”. 

¿Para qué estar despierto? 

- “¿Cómo es esto?” - Esto: ¿qué? 

- Esto: lo que puedo señalar con el dedo. 

 Esto, aquí, se mueve. 

Esto, ahí, respira. 

´Esto´ está muy cerca, más que ´eso´, mucho más que ´aquello´. 

- Pero este ´esto´, que parece tan concreto, es tan abstracto… 

- Ciertamente táctil. 

 Absolutamente bajo la vista, pero indiscernible. 

 De ninguna manera visible. 

 Ciertamente táctil, bajo cuerda. …. 

- ¿Cómo es que la vida se extingue y la muerte no llega? 

- ¿Cómo es que el riel del nacimiento tropieza con el malentendido de la edad? 


 La mano que escribe hace un rodeo fantasmal alrededor de la materia: cuando parece que va a decir lo que siente, describe lo que ve. De lo cocido a lo crudo. “Casi lastimando”. Casi. Pero se bifurca en ojo, cámara, visión. Vigilancia de la respiración. Mirada inquisidora y un afecto desencarnado, un poco suelto. Si se respira o no respira, no busca provocar algo, ni especula, convoca un pasaje. 

 De la vigilancia muda a la vigilancia absorta. 

 ¿Cómo es que el pájaro, padre en el entierro, sigue volando con las patas plegadas y el párpado encubierto -en el medio, entreabierto- abierto? 

El mundo absorto deja pasar a la mirada que precipita en espía. 

 Del ojo que vigila los signos de la agonía a los ojos que se ven obligados a esconderse para sobrevivir, el acecho reúne un nosotros desamparado. 

 Uno vigila los rastros del morir, el otro rastrea, a la intemperie que se abrió en la cueva, dónde, cuándo, cómo, despertamos del sueño a la muerte vigilada. Uno acecha la visible próxima extinción de la vida, el otro es la primera persona que se retuerce sobre sí misma, plural y presente, para contar lo que vio, ya no el pan inalcanzable, sino su impropio desmoronamiento. 

 ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? la cosa es urgente, no porque así se vaya a evitar otros desastres –“hubo otros muertos, los habrá”- ni porque haya una confianza en aprender algo –la confianza está puesta claramente en otro lado- sino como un recurso momentáneo contra la confusión –esos otros pájaros que gritan en la noche y seguirán gritando “hasta que algo, algo encaje por favor”. 


 El animal que muere en el aire articula la evidencia cerrada de nuestro presente con una historia imposible de contar. 

La mirada que persigue los signos de la vida se convierte en un nosotros infuso. ¿Cómo vigilar la agonía cuando no es el cuerpo individual el que está en peligro? ¿Cómo observar la respiración enjundiosa del cuerpo social que no se aviene a morir ni a vivir? ¿Cómo mantener esa impiedad, sí, esa amorosa vista impiadosa, cuando el organismo agónico ya no es alguien, allá, muy querido, sino nosotros, aquí, orfanados por la historia que se cortó por la mitad, la que ahora no se puede contar? 

Del yo al nosotros: en la espiral de las especies se ubica el miedo animal, el mundo animal que nos contiene. El pájaro de El cansancio de los hijos vuela pero no es libre. Surca el cielo pero no para alcanzar otras tierras –la primavera- sino para caer bajo el montículo escrito golpe a golpe. Se abraza a un madero ¡el pájaro! como si un mar fuera el cielo y lo atraviesa de espaldas, con las patas encogidas y las alas plegadas. En esta desaforada bóveda terrestre que cubre a una generación -la nuestra- ese pájaro no es metáfora de la libertad sino del violento después que no fue enterrado (esa muerte y esta imposibilidad de decirla). 

 La primavera de todos modos llegará, porque no es cosa nuestra. 

 La escritura de María Mascheroni rastrea, en el ojo encapuchado, el ciego ímpetu de vivir. Mirada que se adelanta sin dejar atrás lo mirado. Asombro de estar vivos. Asombro de estar vivos después de haber estado muertos. El sobreviviente no pregunta, es la mano que escribe, el ojo que arroja el futuro en la flecha de un pájaro que vuela porque no sabe qué otra cosa hacer con las plumas. Si lo supiera, escribiría El cansancio de los hijos

 Laura Klein 
 Buenos Aires, EdM, agosto 2012. 

  El cansancio de los hijos, de María Mascheroni (Hilos Editora, Buenos Aires, 2011)
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