e desperezó y no pudo evitar el reloj: las diez y media, el sol entraba lleno de polvo por la ventana. Venía de un sueño plúmbeo, petite morte que siempre resultaba en un renacer rejuvenecido: recargué pilas. Se repantigó debajo del plumón (única posesión de valor en el monoambiente de alquiler) y se convirtió en una pequeña pirámide con funda. Mientras colgaba sus ojos de la deriva del polvito ingrávido que caía sin fin a la luz del sol, barajaba posibilidades para la jornada a cuya puerta se encontraba. La quería lánguida, saquito de lana y polaina a media pantorrilla, rodajas de pan con miel y mate mate mate, para que por contraste la desempetrolara del desquicio que era su cotidiano de secretaria en la Fábrica de Fantasmas del Sr. Quiroga. Se acordó de su madre, hacía cerca de un mes que no la veía, y no porque no estuviera allí, junto a ella, en la otra mitad de la cama.
Quiso comer algo, más por Pavlov que por hambre, y el deseo la enfrentó a la perspectiva de dejar el capullo que protegía su friolenta intimidad. Sacó pie derecho por debajo del plumón para auditar temperatura y escuchó una vibración, como un zumbido, sobre la mesita de luz. Hoy no estoy para nadie, que no me rompan las pelotas: el feriado es para quien lo milita.
Abolida –por contrarrevolucionaria– la posibilidad del baño, se ató el pelo en un moño alto, casi sobre la frente y puso la pava a hervir sobre la garrafa. Junto al velador, el teléfono volvió a lloriquear. Alfonsina hizo oídos sordos. La primera chupada fue caliente y poderosa, el sabor de la yerba le entró por la nariz, por el paladar, por la laringe: la penetró. Luego, la costumbre le restó impacto. Y entonces: otra vez el celular, embarazado de mensaje.
La mañana transcurrió en lavarse los dientes e instalarse en el living de Facebook, de donde no salió hasta que otro mensaje le llenó el bombo al celular. Alfonsina fue hacia él bufando su odio contra el mundo y los pelotudos que no tienen idea de lo que es un feriado. Desde su pantalla RGB, el Tamagotchi le recitó un dechado de desdichas, llamados perdidos y mensajes sin leer. Alfonsina refunfuñó todavía mate en mano y abrió el primero: “¡¿Dónde estás?!”, firmado: Alejandra-celu. La corrección en el uso de los signos de puntuación le arqueó una ceja inquisitiva. Raro. El segundo –“Mejr q estes merta así le aorrás l trab a Quirog!”– la (in)tranquilizó en un mismo movimiento. Firmado: Alejandra-celu.
–¡¡Se corrió, mamerta!! ¡¡Se corrió para hacer puente!! –ahora los gritos de Alejandra eran en vivo y tiempo real–. Vení ya, hay un quilombo madre: estamos a punto de perder la licitación con el Estado, boluda, estamos en alerta roja total general internacional –Alejandra tuvo apnea por la bocanada de aire pantagruélica con la que infló sus pulmones–. Vení ya. Yo le digo a Quiroga que te descompensaste y estuviste hasta ahora en la Suizo Argentina –pensó mejor–; no, le digo que tenías consulta diagnóstica con el oncólogo: por suerte ya estás mejor.
Alfonsina cortó la comunicación y sintió como un tironcito de intestinos –la famosa patada al hígado–, acompañada de una modificación en la visión, que se le cuadriculó, oscureciéndole el contexto. El mediodía perdió el elegante paso de vals tirolés heredado de la aristocrática mañana apenas transcurrida y se convirtió de pronto en un furioso reggaeton. Al frenético beat monocorde de la batería, Alfonsina se vistió, se lavó los dientes (por segunda vez) y salió rumbo al subte con plumitas entreveradas en el pelo.
La licitación –venta importante y en firme– estaba al parecer en dudas, pero lo que trulaba a don Quiroga ese mediodía era que Estelita había salido por el circuito cerrado apretándose a Jorge Luis con un ímpetu que no se condecía con la condición “débil” de su sexo. Y lo peor de todo, ¡sin necesidad!
–¡Bueno, lo cierto del caso –recitó a voz en cuello Alejandra en un pico border de euforia– es que no se lo pasa del todo mal! (2) –silencio inesperado y luego, otro ataque–: ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva la Federación!
Alfonsina intentó desentenderse del alboroto gallináceo con que la recibía la oficínica para atender sin más dilación los objetivos que el sr. Quiroga había estipulado para la jornada, caso contrario: horas extras sin renta.
–Estás muy episcopal, Alejandra, calmate un poco –le pidió tomando asiento en su lugar–. ¿Qué pasa hoy con todo el mundo? Esto parece un cotolengo.
–¿Y a vos qué te pasó, cachorra? –inquirió el Turco Asís–. ¿Ya no pertenecés a la empresa que llegás a la hora que se te canta?
Alfonsina hizo caso omiso de la pregunta y le pidió explicaciones por las anomalías comportamentales que observaba en el llano.
–Órdenes de Quiroga. Por lo de Estelita, ¿viste? Está molesto y dijo que si las cosas son así, que entonces hoy es el Día del Chau Superyó. Es vengativo el hijo de puta, ¿no? ¿A vos qué te parece?
Alfonsina exhaló un “ah” de haber entendido todo y se dio por entera a responder los mails con consultas por material defectuoso. Siempre lo mismo: doble click en el Entourage y esperar cinco minutos a que los mensajes se cargaran en la bandeja de entrada. Había días de sesenta, días de ochenta y días de ciento veinte. Mensajes. Las reglas del patrón eran claras: el filo de las seis tenía que encontrar una bandeja de entrada vacía, etérea, disminuida a fuerza de respuesta.
Los reclamos y consultas que le interpuso la pantalla la devolvieron al discurrir habitual de la épica oficinística: material defectuoso, desactualizado, incompleto. Consultas por artículos por venir o anunciados como “De próxima aparición” en la página web. Consultas varias e invitaciones a eventos sociales del sector, casi siempre a contraturno. Quejas. Por incompetencia en la resolución de un problema puntual, por falta de respuesta a una consulta, porque sí. Abandonada a ese 2x4, de tanto en tanto el ring del teléfono entrometía sus cuerdas para delimitar un nuevo match discursivo. Alfonsina cumplía con los objetivos a fuerza de bufido y concentración.
Era un agotamiento lingüístico lo que le quedaba en la garganta cuando volvía a su casa, luego de la jornada de trabajo.
–No me da más la oralidad –cerraba la puerta, se descalzaba–. Siempre lo mismo –murmuraba y le servía un vaso de leche al gato.
Hoy sin embargo las cosas son diferentes. Dieciocho dos minutos y, como siempre, el reloj de fichar cae en ataque de histeria, preludio del paseo de don Quiroga, que se acerca revoleando con maestría la cadena de su reloj de vestir y plata. Acomoda su trasero algo huesudo sobre una punta del escritorio de Alfonsina y, acercándole la jeta, se retuerce el extremo derecho de su bigote a dos aguas:
–Me darás mil hijos –sinuoso.
Alfonsina corta la comunicación y siente como un tironcito de intestinos –la famosa “patada al hígado”–, acompañada de una modificación en la visión, que se le cuadriculó, oscureciéndole el contexto. (3)
No le choca tanto la propuesta como el tono de decreto de necesidad y urgencia. Durante un momento juega con la idea de que don Horacio está enamorado de ella, que la desee. Es una perspectiva. Algo excéntrico –ese punto no se discute– es en última instancia el director (interino) de la Fábrica de Humo. Siempre que los bolsillos de costuras reventadas por la tarasca no están, don Horacio es el mandamás. Y hace tiempo que Alfonsina quiere crecer.
–Hacer carrera, mamita –se acuerda de pronto de Rosario, hace tantos años, cara de urbanidad para la disputa entre dos lobas ansiosas.
Hoy Paulina ya está lejos de los consejos y las recriminaciones; ha sido abandonada indefensa a los caprichosos designios de su estrambótica hija, y Alfonsina, que lo sabe, recuerda la escena con una mueca de resignación.
–¡Beckett! –llama todavía junto a la puerta, amasijando su prosodia para que lo que es fastidio suene a agua cristalina–. ¿Estás ahí?
¿Dónde, si no? Beckett es un espectro eternamente sentado a la mesa. La prolijidad en el vestir, acompañado de su habitual pulcritud en el peinar, disimulan para el desconocido la falta de interior maquillado con tanto esfuerzo. Hace tiempo que mamita Paulina está así, desde la muerte de su segundo marido –un millón de años atrás, para Alfonsina–, cuando pasó a ser propiedad de su hija. De emprendedora maestra a enfermiza planta de comedor sin escalas ni piedad.
Alfonsina volvió a llamar a su madre para ver si reaccionaba. Puso entonces la pava a calentar sobre la garrafa y probó la libertad con los dedos de los pies, ya sin zapatos.
–Parece que don Horacio se casa, mamá –le aclaró, ahora sí compungida–, otra vez. Con una pendeja de 17, para variar. ¿Qué mierda les pasa a los hombres de este país? Es para pegarse un tiro –puso el último conchito de yerba que les quedaba adentro del mate y sorbió largo, con violencia, el líquido amargo.
Ana Ojeda
Buenos Aires, EdM, abril 2013
(1) Aquí hay mucho Roberto Godofredo y mucha obsesión (https://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/libros/10-2876-2008-01-05.html), aunque el lector es libre de pensar lo que quiera. [N. de A.]
(2) Carriego escribió el poema y Olivari se encargó del cover, que es lo que cita Alejandra: https://revistalacosturerita.blogspot.com.ar/2008/11/la-costurerita-que-dio-aquel-mal-paso-2.html. [N. de Al.]
(3) Estrategia extraordinaria (en el sentido en que el deus ex machina es extraordinario) para dar cuenta en literatura de la rutinización vital del mediopelo. Inventada por P. Katchadjian en los albores del siglo xxi, se puso muy de moda a partir del éxito de su novela Gracias (https://blatt-rios.mercadoshops.com.ar/pablo-katchadjian-gracias_9xJM), que se mantuvo en la lista de los más vendidos de la librería El Gato Escaldado durante la semana de su lanzamiento. Muy banalizada por el uso indiscriminado al que la sometieron chupatintas de última categoría, ha terminado por ingresar en dominio púlbico no pagante. [N. de Alf.]
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