Hace dos años encontré de casualidad este artículo en The New Yorker. Es un extenso perfil sobre alguien llamado David Eagleman, un profesor de neurociencias del Baylor College of Medicine de Houston, Texas. En su laboratorio estudia la forma en que el cerebro percibe el paso del tiempo. Su fascinación por este campo le viene de la infancia, de cuando tenía ocho años y casi se mata viniéndose abajo de un techo en una casa en Albuquerque (cualquier episodio de Breaking Bad sirve para ubicar el escenario). El recuerdo, extremadamente vívido del accidente, despertó su curiosidad sobre la forma en que las situaciones de riesgo de vida condicionan la actividad del cerebro, provocando un aumento de la cantidad de detalles registrados y una dilatación en la percepción del tiempo.
Eagleman se pasó la última década trazando el mapa de los circuitos neuronales y psicológicos de los relojes biológicos del cerebro que, dice, son varios. Parece ser que el cerebro es como una especie de fino cronómetro: cuenta segundos, minutos, días, semanas; nos sirve de alarma a la mañana, nos marca la hora de comer y dormir, hace que nos acordemos de cumpleaños y aniversarios. El conteo inconsciente del tiempo es esencial para nuestra supervivencia. Según Eagleman, se trata del más fino de los sentidos pero también del más subjetivo. A diferencia del resto, que se encuentran localizados en puntos específicos del cerebro, el tiempo es una propiedad distribuida en muchos sitios, es un “metasentido” que cabalga encima de los otros. La realidad como la percibimos es producto de la coordinación que ejerce el sentido del tiempo sobre las distintas velocidades a la que se transmiten los demás sentidos (el sonido es más lento que la luz, los olores y gustos más lentos todavía, además cada uno es procesado a velocidad diferente por el cerebro). La conclusión es impactante: no somos conscientes del momento presente, vivimos con un retraso de unos microsegundos.
El cerebro primero reúne toda la información de la realidad que le llega a través de los sentidos y después nos muestra, con un imperceptible retraso, su versión censurada. Este órgano increíble se encarga de revisar y editar toda nuestra memoria. En realidad, el asunto del tiempo está íntimamente ligado al de la memoria, la clave está acá. El lugar del cerebro donde asienta la memoria y las emociones es la amígdala, cuando algo amenaza nuestra vida, esta área se sobrecarga, grabando cada uno de los detalles de la experiencia. Cuanto más detallado es el recuerdo, más parece durar; esa es la razón por la que creemos que el tiempo pasa más rápido a medida que nos ponemos viejos, a diferencia de la infancia cuando los veranos parecen durar muchísimo. Cuanto más familiar se vuelve el mundo que habitamos, menor es el registro que hace el cerebro y más rápida la sensación del paso del tiempo.
En una de las historias que Eagleman recolectó a lo largo de sus años de investigación, un motociclista tiene un accidente. El tipo se cae de la moto, el casco se le sale y rueda. En plena caída, escucha el casco rebotando contra el asfalto; el sonido tiene un ritmo pegadizo, piensa, y entonces se pone a tararear mentalmente la melodía mientras se está dando el palo de su vida.
La historia del motoquero accidentado y el asunto del tiempo cerebral me hicieron pensar en “El milagro secreto”. Este cuento de Borges, creo, admite un breve análisis desde la perspectiva que propone Eagleman. Veamos:
El relato narra los últimos días de Jaromir Hladík, un escritor judío de relativo talento, cuya mala leche lo encuentra en Praga en momentos en que las fuerzas del Tercer Reich toman la ciudad. Hladík es detenido y condenado a muerte. Las autoridades alemanas, fieles a la lógica banal del mal, difieren la fecha de ejecución en diez días. A partir de ese momento, Borges traza, con mucha intuición y precisión, la secuencia de hechos según los vaivenes del reloj cerebral de Hladík. La forma en la que el tiempo transcurre en la mente del escritor sentenciado a muerte está regida por los parámetros que Eagleman encontró la regulaban. Así, durante los diez días de espera, Hladík, que “no se cansaba de imaginar” las circunstancias de su futura ejecución, “procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que este se precipitaba” hacia el día prefijado por sus verdugos. Vale decir, el tiempo muerto de la espera pasaba volando; la monotonía aceleraba el reloj cerebral de Hladík. Luego, en el clímax del relato, cuando Hladík está parado frente al pelotón de fusilamiento, lo que Borges hace -disfrazándolo como un evento “milagroso”- es llevar al extremo el mecanismo descripto por Eagleman. El tiempo cerebral de Hladík, producto de la situación de riesgo absoluto que atraviesa, no se enlentece sino que directamente se frena en seco: “El universo físico se detuvo”, cuenta Borges; en la mente de Hladík, hay que aclarar: lo que se detuvo es la percepción de la progresión del tiempo en la mente del escritor. El relato está contado desde su perspectiva, lo que Hladík observa como el detenimiento del mundo físico, no es más que un mecanismo de supervivencia montado por su cerebro. Es apenas una fracción de segundo, pero Hladík la vive como un año en su mente, justo el tiempo que necesita el poeta para reescribir su drama inconcluso Los enemigos. El pobre Hladík, que nada sabe de neurociencia, vive esta experiencia paradojal como una cifra de la sabiduría infinita de Dios.
Quizá la base de esta posible intuición borgeana sobre los mecanismos que gobiernan la percepción mental del tiempo, haya que buscarla en su discapacidad (o capacidad diferente, según la terminología políticamente correcta). Se sabe que los estímulos que perciben los ciegos (invidentes), sobretodo en los casos de ceguera progresiva, como el “lento crepúsculo” de Borges, los lleva a potenciar los sentidos restantes, pero sobre todo a reorganizarlos de forma más eficiente. Si lo que dice del tiempo cerebral Eagleman es cierto, que es el más fino de los sentidos, el que regula a los demás, no es descabellado pensar que esta condición haya tenido algo que ver con la forma y el contenido de este relato.
Para terminar, parece que Eagleman es un tipo inquieto, es una especie de supercientífico (hasta nombre de superhéroe tiene), entre sus muchos logros académicos se cuenta el de ser considerado uno de los máximos expertos mundiales en Megalopyge opercularis, la peligrosa oruga peluche, un bicho tan feo como venenoso. Su merecida fama se sustenta en un paper muy documentado que escribió sobre el tema, una investigación a la que se consagró luego de que lo picara una de estas criaturas y casi le amputaran una gamba. También tiene publicado un volumen de relatos muy breves, se llama Sum, son historias en la que se bosquejan cuarenta escenarios imaginarios sobre el más allá; es una cosa que medio afanó de Borges y Calvino, no está nada mal. Esperemos que al bueno de Eagleman no se le caiga un piano en la cabeza, solo Dios sabe lo que puede llegar a hacer con eso.
Germán Maggiori
Buenos Aires, EdM, abril 2013
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