El hombre te pide que le saques una foto a sus cosas y luego escribas una historia. Estás en una plaza del centro de Amman, Jordania, y los hombres te miran raro: sos mujer, y no llevás el pelo envuelto. Temés que él pueda hacerte algún daño. Es decir, por algún lado, a tu alrededor, anda el miedo. Pero te gana el coraje, porque a esa hora de la mañana, después de haber pasado el transe en el que pensaste que te morías, estás feliz.
Si estás preguntando por un baño en una ciudad árabe y en una galería vieja llena de librerías donde en los estantes sólo está el corán, te responden que no hay baño para mujeres en la vía pública, y vos querés ir al baño sólo para sacarte la ropa y fregarte ahí donde está la herida, porque sentís que te vas a morir de dolor, que literalmente te vas a morir, del dolor, que atraviesa toda la espalda y ya está llegando al corazón, y entonces aparece un hombre en el mostrador con un libro en la mano, y el vendedor te dice: preguntale al doctor, y el doctor te dice: vamos a la clínica, acá no hay baño para mujeres, y cuando subís le contás lo que te pasa y vence todos los prejuicios y te dice que te saques la ropa y te revisa en un departamento que hace de clínica y en el que sólo están él y vos porque es sábado, día de rezo, y los días de rezo está cerrado, y de pronto estudió en Salamanca, entonces además de árabe y pobrísimo inglés sabe decir unas palabras en castellano, y te dice: está llegando a la médula, te voy a dar un antibiótico, y saca un recetario y anota rápido, en árabe, y te dice: salís de acá y te comprás esto en la farmacia de al lado, te tomás ya mismo la primera pastilla y te volvés al hotel; y bajás con la receta en la mano, saltando los escalones, y entrás a la farmacia donde un rato antes también preguntaste si te dejaban pasar al baño y te comprás el remedio y pedís un vaso de agua y te tomás la primera pastilla ahí mismo, y en el momento en que la pastilla pasa la puerta de la garganta, decís: ya está, todo esto tiene que parar, eso, todo eso, ese tipo de suerte, quiere decir que no te vas a morir.
No esta mañana. Entonces, aunque la plaza sea circular y desde los bancos que la circundan todos los hombres, y sólo hombres, te miren, vos sacás la cámara y le echas una foto al señor. Y después el señor abre su bolso y saca un guante de cuero negro, una pipa, piedras, tabaco, y cosas que no entendés qué son, como un cuerno que parece una corneta o una cantimplora y algo de cuero tejido que podría ser una cadena de bicicleta o para atar algún animal. Acomoda todo sobre el banco de cemento y te pide que le saques una foto a sus cosas y luego escribas una historia. Él no sabe que vos escribís, todavía no hablaron de eso, y vos te preguntás: ¿cómo sabe? Él te dice que es paleontólogo y vos pensás que debe de ser mentira, porque tiene más pinta de mendigo que otra cosa, y por los dientes, que están podridos. Y después te decís: por eso lo sabe, porque es paleontólogo, o qué, ¿cómo debería ir vestido un paleontólogo? Tiene un pantalón y un saco de cuero. El pantalón es negro y el saco es marrón. En los pies: unos zapatos extraños, medio amarillos, bordados, con la punta torcida hacia arriba como los bigotes de alguna gente. En la cabeza, un sombrero rojo de gamuza, gastado y sucio. En cada mano, cuatro o cinco anillos. Y cuando lo encontraste estaba sentado en un banco con una copa de bronce a su lado, tomando té. Le contás que esta mañana estás feliz, porque tuviste un problema y encontraste de casualidad un médico que te curó, y él dice: no hay casualidades. Y vos sonreís, y le decís: ¿te puedo sacar otra foto? Acá, ahí, de ese lado, mirando para acá, debajo del sol. Y él te pide que anotes su dirección y que por favor, cuando escribas la historia, se la envíes. Después se saca un anillo del meñique de su mano izquierda. Un anillo de plata que tiene en el centro un corazón, y en el centro del corazón tres agujeros donde antes habría tres piedras. No lo que querés aceptar, pero él insiste, entonces vos le regalás el lápiz con el que acabas de anotar su dirección y agarrás el anillo. Entonces, cuando lo tenés puesto, te cuenta: era un anillo de su hija, y su hija murió esta mañana en Palestina. Hace años que no la ve, te dice, porque él trabajó para el rey de Jordania, el padre de Abdullah, y tiene la entrada prohibida a la tierra santa. Una hemorragia. Te pregunta: ¿Leíste ese cuento de Chéjov en el que un cochero pierde a su hijo, y se lo cuenta a todos los pasajeros que suben al coche y a ninguno le importa, o se burlan, o le hablan encima, y a él no le importa la burla, sólo quiere que lo dejen hablar? Sí, le decís: Tristeza. Al final el hombre le termina contando la historia a un caballo, te dice. No hablan el mismo idioma, pero el caballo es el único que lo escucha. Yo me acordaba un final distinto, le decís: el cochero sale de su casa en mitad de la noche y le empieza a pegar al caballo. No le habla, le pega latigazos hasta matarlo. Eso pasa después, te dice el señor, no está escrito: el cochero primero se confiesa, y después lo mata, porque no puede soportar a su confesor, entonces lo mata. Vos te quedás callada. Vuelve el miedo: ¿será que esta mañana te tenés que morir y que, aunque lo eludas, el destino bajará de mil formas desconocidas? El hombre te vuelve a preguntar: ¿vas a contar esta historia? Después extiende la mano, y vos le das la tuya. No te aprieta con demasiada fuerza, pero cuando te agarra sentís cómo se te clava el anillo de su hija en ese dedo y en los de al lado, y de pronto, otra vez, la puntada en el corazón. Rashad, te dice: salam aleikum. Tu mano está dormida adentro de la suya, y le devolvés el saludo:
-Aleikum salam, la paz en ti.
Laura Meradi (Buenos Aires)
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