El 14 de febrero de 1988, día de los enamorados, amanecimos al borde de la ruta, en nuestras cuchetas, con la noticia de que el campeón y su mujer se habían caído, durante una discusión, del balcón de un primer piso en Mar del Plata. Ella había resultado muerta. Su hijo, de seis años, también estaba de vacaciones en Mar del Plata, y dormía en otro cuarto cuando se escucharon los gritos de su padre diciendo que su madre había muerto. Mis padres, mi hermano y yo estábamos veraneando en una casa rodante en el noreste argentino y la noticia hizo más sabroso el desayuno: nos horrorizaba y nos fascinaba por igual, estábamos ávidos de morbo y con mi hermano abrimos con un cuchillo una lata de leche condensada y nos la turnamos de mano en mano para chupar directo del agujerito y llenarnos la boca de dulce, hasta que nos salieran llagas.
Por la tarde mi mamá se puso a juntar flores del Ceibo y me hizo una coronita de novia. Me coronó bajo un árbol, a la orilla del río Uruguay, y cuando mi papá le pidió que mirara a la cámara para sacarnos una foto, mi mamá se dio vuelta y le vi lágrimas en los ojos: decía que ya sabía que lo que él había hecho estaba mal, pero que ella pensaba en lo mucho que le había costado salir de donde salió y llegar adonde había llegado, y que ahora iba a ir preso por boludo y a ella los boludos le daban mucha pena, y que la cárcel, para ella, era peor que la muerte. Hablaba de la libertad, que no hay cosa peor, decía, que te quiten tu libertad. Le miré los ojos a mi papá. Lo vi con un ojo cerrado a la fuerza y el otro tapado por la cámara que sostenía con una mano, mientras con la otra agarraba el cuchillo con el que estaba preparando el asado. Mi hermano estaba más atrás sentado sobre un tronco en la orilla del río: le sacaba punta con un cuchillo a una rama larga. Ya teníamos una colección de lanzas atadas al paragolpe de la casa rodante, tipos de todos los lugares por los que habíamos andado, y pensé: ¿a quién quiere matar? Pensé en lo que había dicho mi mamá: que te quiten la libertad es peor que la muerte, y en ella apiadándose de ellos, de mi hermano y de mi papá y sus cuchillos, y en la pena que le daban los boludos. Yo era de una estirpe distinta: calzaba coronita de novia y también tenía que apiadarme de los boludos de nuestros hijos y maridos, así que la tristeza de mi mamá me inundó a mí también, y en la foto estamos las dos a punto de llorar.
Anoche le pregunté si ella recordaba el día que Monzón había matado a su mujer. Sí, me dijo, y me acuerdo que yo lloraba por él. Yo decía: ¿cómo puede ser, si yo sé que él la mató, cómo puede ser que esté triste por él y no por ella? Pero yo pensaba en lo mucho que le había costado llegar adonde llegó, yo había visto toda su carrera, lo había visto crecer, lo había visto con Susana, en sus películas, y de repente eso, y pensaba que iba a ir preso y me daba mucha pena. Porque además para mí la cárcel es peor que la muerte, no hay peor cosa que te quiten tu libertad. Yo no, dijo la amiga: yo estaba en Mar del Plata y dije: qué hijo de puta, qué hijo-de-puta. Porque él ya le había pegado a sus otras mujeres, no era que la fama lo volvió loco y fue víctima de las sanguijuelas que tenía alrededor: él era un golpeador. Pero él era muy bruto, dijo mi mamá, muy muy bruto. Y buen mozo. Así bruto y todo como era, me parecía buen mozo y lo veía pelear y me encantaba cómo peleaba, no sé, y mirá que a mí la violencia nunca me gustó, pero yo lo veía pelear y me agarraba una cosa, y se agarra la garganta y después cierra fuerte los puños, como si fuera a descargar en el aire, pero se resiste y apoya las manos en la mesa.
Unos días después, mi mamá trajo una revista Gente en la que la tapa estaba la foto de Alicia Muñiz. Mi hermano y yo miramos la revista bajo un árbol, a la hora de la siesta: el cuerpo de Alicia aplastado contra el piso, desnudo, dorado, una pata en alto como si estuviera mirando la televisión boca abajo en una cama, y el cuello dado vuelta, demasiado dado vuelta, y su cara que se oculta a la lente del fotógrafo. Está muerta. Podemos ver el peso muerto de su cuerpo en esa foto. Es como una roca: no hay ningún signo de vitalidad que empuje el cuerpo en dirección opuesta a la ley de gravedad. Nada que empuje hacia arriba, hacia el cielo, hacia la parte del mundo donde caminan y saltan los vivos. Él está arriba en una foto más chiquita, en un balcón, con la mitad del cuerpo enyesado, y mira hacia abajo junto a un hombre que viste un traje: ¿qué hace mirando desde el balcón? ¿no se había caído también él?
Por la noche apenas nos iluminan las luces color cremita de los bordes de las ventanillas. Afuera ni una sola luz. De un lado el río Uruguay, de donde era el cadáver de la foto; del otro lado, del lado que dormimos, los árboles llenos de ramas que mi hermano corta para hacer lanzas. Nosotros estamos encerrados en esa cajita y la revista con el cuerpo de Alicia sigue dando vueltas de mano en mano. Parece ser que el campeón la estranguló mientras discutían en el cuarto, y después la arrojó por el balcón. Ya estaba muerta cuando cayó, él la mató antes de la caída y la tiró después, y después se tiró encima para hacerse el que se había caído con ella. Que habían caído discutiendo, por accidente, y que a ella se le había estrellado el cráneo contra el piso y a él, que es fuerte, que recibió millones de golpes en su vida y defendió el título de campeón mundial catorce veces, golpe tras golpe, sólo se le había quebrado un brazo. Un cartonero había mirado toda la escena desde la calle y le había contado a la justicia: Monzón la estranguló, y después tiró el cuerpo por el balcón como una bolsa de papas. Las fotos que muestran que Alicia cayó sin apoyar las manos, favorecen la teoría de ya estaba muerta antes de caer. Asesinato, empieza a decir la justicia. Y se discute en casa si es posible que el cartonero Báez haya visto la pelea desde la calle, o si es un mentiroso. Ella es una modelo uruguaya, dice mi papá. Era, dice mi mamá. Debía ser más loca que una cabra, dice mi hermano.
Esa noche duermo en la cama grande con mi hermano porque tengo miedo. Desarmamos la mesa de la cena y armamos la cama: mi mamá nos ayuda con las sábanas y las frazadas y nos metemos ahí, uno al lado del otro. Antes de dormir mi hermano le saca punta a la lanza. Yo tampoco puedo dormir, y le pregunto: ¿me dejas hacerlo un ratito a mí? No, me dice, vos no sabés usar el cuchillo, te vas a cortar. Miro un ratito cómo la hoja del cuchillo se incrusta plateada en la madera y saltan hebras a la cama. Correte, me dice, te voy a sacar un ojo. Agarro la revista que quedó debajo de la cama y vuelvo a mirar la foto de Alicia. Le busco las manos y no se las encuentro: lo primero que nos dijo la señorita es que no vayamos con las manos en el bolsillo del delantal porque si nos caemos no podemos apoyar las manos, le digo: yo si me caigo de boca y estoy viva lo primero que hago es poner las manos, ¿o no? Él me dice que deje la revista en el piso y que cierre los ojos, y apaga la luz. En la oscuridad, lo escucho acomodar la lanza y el cuchillo a su lado, en la cuenca que se forma entre la cama y la pared.
Sueño con el campeón. Lo sueño enorme, como un viento fuerte, mirándome desde arriba con los puños cerrados. Las aletas de la nariz inflándose como un toro, me vigila mientras duermo. Sueño que a la que meten presa es a mí, por disturbios en la vía pública.
A la mañana todos ya se habían levantado y yo seguía durmiendo sobre lo que sería la mesa del desayuno, cuando vino mi hermano y levantó la frazada de golpe. Yo estaba durmiendo con la bombacha por las rodillas y él se rió. Yo me había bajado la bombacha para sentir mejor esas sensaciones durante la noche, como todas las noches adentro de mi cama, y él simplemente se rió y me volvió a tapar. Me levanté de un salto, todavía con la bombacha por las rodillas, y me encerré en el baño. Hubiese llorado, pero en cambio me enojé. Y cuando volví a salir, con la bombacha puesta y la cara limpia, le dije: Puto. Mi papá, que ya se había acomodado para desayunar en lo que segundos antes era la cama, se dio vuelta y me dio una cachetada. Lisa, me dijo después: pedile perdón a tu hermano. Y yo me quedé callada y lo miré, y lo vi afilando una lanza nueva sentado en el escalón entre el asiento del conductor y el acompañante, y dije: puto. Mi hermano se levantó sostenido por la lanza y me agarró la muñeca: ¿qué dijiste?, preguntó. Y fue aumentando la presión y yo sentía que la mano se me dormía y que ya no era mía, y repetí: puto. Entonces mi hermano, que era cinturón rojo punta negra de karate y conocía las maniobras para retorcer a la gente sin mancharse las rodillas, me torció la muñeca en un segundo y me dejó boca abajo en el piso. Vi por un agujerito entre el piso y mi brazo los pies descalzos de mi papá que venían hacia mí, y sentí la piña que descargó sobre mi hermano. Mi hermano me soltó y se fue para atrás, y mi papá repitió: pedile perdón a tu hermano. Yo estaba dispuesta a enfrentar la situación con mi cara de odio, cerrada hacia adentro, sin una sola lágrima, pero mi mamá cerró fuerte los puños y se arrojó con ímpetu sobre el pecho de mi papá. Lo golpeó tres veces, y recién entonces mi hermano la agarró de la cintura y la arrastró hacia la puerta de la casa rodante. Mi mamá se resistió a salir y cuando mi hermano ya la había sacado afuera ella mantuvo los pies en la escalera y cayó de espaldas sobre la tierra. Gritaba cosas. Se agarraba la espalda y gritaba cosas que no recuerdo, y yo que pensaba que mi mamá se había roto toda y tal vez no se volviera a levantar, bajé de la casa rodante de un salto y la abracé en el suelo y me puse a llorar. Apoyé mi cara sobre la cara de ella y le lloré encima, y mientras le tapaba la boca porque me daba miedo que siguiera hablando, pensé: Alicia, pobre Alicia, Alicia Muñiz de Monzón. Mi hermano estaba parado atrás y nos miraba desde arriba con los brazos cruzados, y al mitigar los gritos de mi mamá pude escuchar que le decía: te dije que apoyaras los pies en el piso, sos boluda, ¿eh? te caíste sola, si me hacías caso no te caías. Le destapé la boca a mi mamá para escuchar lo que decía pero tragó y se pasó la lengua por los labios, y fue un segundo donde sólo se escuchó el ruido del agua, como una única ola que vino y se fue, y al mirar hacia allá vi el río Uruguay al fondo, un pedacito de río marrón recortado por las piernas de mi hermano. Y recordé la coronita de novia que mi papá me había colgado con una tanza al Ceibo, para que se secara fresca.
Laura Meradi (Buenos Aires)
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