MAPAS COMPARTIDOS

Cuaderno de trabajo: La alpinista, por Laura Meradi



A Guillermo Saccomanno


“Desesperar de sí y en cuanto a sí.
De aquí esa oscuridad, sobre todo inherente a las formas inferiores.”
Soren Kierkegaard


e pregunta cómo se escribe después de haber publicado mi primer libro. Le respondo: no se escribe. Y en todo caso: ¿qué es escribir? Yo siento como si me estuviera recuperando de una enfermedad. Mi amiga me pregunta: qué es más fácil, ¿escribir o no escribir más? A veces pienso que podría ser feliz cruzando el país en trenes, mirando por la ventanilla, imaginándome mil aventuras en esos paisajes. Como cuando viajaba de Neuquén a Río Negro, y miraba por las ventanas y decía: yo sólo quiero ser alpinista. Y mientras decía esto y miraba las montañas con el corazón hinchado de deseo, mi mano izquierda sostenía una birome y estaba apoyada levemente pero tensa, toda condensada en ella misma, sobre una hoja blanca en la que hacia descargas eléctricas, pensamientos que aparecían mientras tenía los ojos puestos en el paisaje, y escribía: “Amo estas montañas. Quiero morirme acá, quiero morirme ahora. ¿Y si no vuelvo, si no vuelvo nunca más? Quiero trepar a la cima para hacer un agujero en la nieve y dormirme ahí adentro, con el viento frío en la cara, hasta que la montaña me lleve un paso más allá de mi vida.” Después me bajé del micro, me senté en un lugar caliente y bien iluminado, y en la misma hoja, sobre una mesa de roble, escribí el final de mi primera novela. Mi amiga me pregunta: qué es más difícil, ¿seguir escribiendo o no escribir más? Le respondo: qué es escribir; hago lo que puedo.
   La siguiente vez que fui al sur fue con mi familia. Me habían invitado a Bariloche, y compartíamos una habitación en una hostería frente al Nahuel Huapi. Desde la ventana se veía el lago azul con un reflejo magenta que parecía desprenderse de las laderas rocosas de las montañas. Al acercarme, por las mañanas, con un libro en la mano, el agua se volvía transparente y veía mis pies más blancos y con aumento sobre el canto rodado del fondo. Me mantuve una semana en la parte inferior de esa geografía, al borde del lago, hasta que la cara se me empezó a transformar. Me volví taciturna y amarga. Miraba a mi familia con odio y cuando me hablaban procuraba ser cruel, que comprendieran que eran el objeto de mi odio, pero no podía alejarme de ellos. Una mañana me arranqué de mi familia. Estábamos desayunando, y cuando terminé el café agarré la mochila que había dejado preparada debajo de la mesa y dije: querida familia, me voy. Necesito pasar la noche en la montaña. Mi mamá se paró y me dijo que era peligroso, que podían matarme y violarme, que esas cosas pasaban en el pueblo pero nadie las decía. Y agregó también que si yo pensaba que podía lidiar con la fuerza de un hombre, no así con la fuerza del Nahuelito, el monstruo del lago. Yo tenía miedo, pero no ese miedo que se parece al miedo: ese miedo que te hace invencible, y me levanté de la mesa, me puse la mochila al hombro y salí a la ruta. El hotel no se parecía en nada al de El resplandor, pero esos últimos días yo me había estado despertando antes de que saliera el sol con una voz en mi cabeza que decía así: no por mucho madrugar se amanece más temprano. Un mes atrás había entregado a la editorial la última versión de mi segundo libro, que sería publicado antes que el primero, y tenía en la mochila una novela que había empezado mientras escribía el anterior, y en la que no podía avanzar. Además del manuscrito, llevaba la ropa que tenía puesta, un libro, un cuaderno, una birome, una botella de agua, un paquete de galletitas, unos saquitos de té y la campera. Caminé por la ruta hasta que un auto me levantó y me llevó al pie del cerro. Me bajé y miré hacia arriba y después hacia delante y otra vez hacia arriba, a los árboles. Lo que me había imaginado como una rampa lisa hacia la cima era un bosque lleno de ramas entrecruzadas que no me dejaban ver el camino. Desde ahí abajo podía imaginarme lo que había del otro lado de la cima, las cosas que sabía que estaban ahí: el Lanin, el Tronador, Laguna Negra. Pero hasta no estar arriba no iba a saber cómo se veían esas mismas cosas desde un punto de vista que no fuera familiar. El camino es corto pero muy empinado, me dijeron: dos horas siempre hacia arriba, cuando llegues te vas a dar cuenta porque vas a ver el refugio. Okey, dije, me sujeté con las manos a las tiras de mi mochila y subí en cuarenta minutos. Los ojos se me llenaron de gotas de transpiración y hubo momentos en los que no veía. Me latían las mejillas, como incendiadas, y sentía en las piernas una presión aguda que salía de las crestas de las caderas, se concentraba en los gemelos, grave, y volvía a hacerse aguda en los metatarsos. Ahí el dolor se frenaba y se hacía chiquitito, se dividía en un montón de pequeños dolores, como pellizcos en cada huesito del empeine. Tenía la espalda transpirada, pegada a la mochila, y cuando respiraba sentía un raspón en el pecho, como si la gran cantidad de aire que tenía que ingresar a mi cuerpo para ir al ritmo de mis piernas o de mi mente, fuera erosionándome el plexo solar, ese lugar oscurecido, ahuecado, en sombra por el resto de mi cuerpo que avanzaba encorvado, la cabeza caída hacia adelante, mirándome las puntas de los pies. Subía doblada en dos como si estuviera luchando mano a mano con otro ser. Un ser que estaba adentro mío, tal vez, y que luchaba por volver al hotel y a la mesa del desayuno familiar. Comprendo ahora, y cuando digo ahora es “mientras escribo esto”, lo que me repitió G. tantas veces: no se escribe para la familia. Pero tampoco se escribe en contra. Se escribe de lejos. Aunque en un primer momento el movimiento parezca de ataque, lo que uno intenta es alejarse para ver mejor. Y así se escribe todo. Y uno se escribe, también. Lejos. Y lejos se entristece y se desespera, y si quiere terminar un libro, si el libro es un acto de fe, tiene que aguantársela. Se aleja y se mira, y se vuelve al centro para descansar, pero hay una mirada, un par de ojos, que queda para siempre del lado de afuera del cuerpo, y uno se siente extrañado, y desesperado, y desde ese par de ojos te mirás y te ves moverte como un fantasma, y decís: qué estoy haciendo de mi vida. Así me veía yo, mientras corría hacia arriba, en una carrera enloquecida contra mí misma, a la cima de un cerro. ¿A dónde estaba yendo? ¿Para qué? Frené un segundo, respiré, dije: quiero ser alpinista. Y al decir esto levanté la vista y vi dos pájaros locos dándose la cabeza contra un roble.
   Cuando llegué el paisaje no me gustó, porque desde el punto en que estaba ubicado el refugio se podía ver perfectamente hacia abajo, al lago, pero todavía faltaba una larga caminata para llegar a la cima. En el refugio sólo estaba Milagros. Una chica con cuerpo de deportista, pesada y fibrosa, que cuidaba el cerro. Cenamos juntas en la cocina del refugio, con velas. Y le pregunté si era posible quedarme con ella trabajando ahí. Me dijo que sí, y yo le pregunté por los recorridos que se podían hacer en el lugar, y ella me habló de caminatas que podían durar hasta un mes, de montaña a montaña, pero que había que aprender en qué momento salir y cómo caminar. Le pregunté si se podía subir a ese pedazo de montaña que estaba sobre el refugio, una especie de pared cóncava que ocupaba todo el campo visual, como una muralla de nieve. Hay que tener cuidado dónde pisás, me dijo: en algunas partes la nieve sólo es una capa fina de agua congelada, y te podés caer adentro de una grieta.
   Al rato ella subió al altillo, donde se dormía, y yo me quedé en la cocina. Saqué de mi mochila el cuaderno, y anoté: Estoy sola en el comedor del refugio, iluminada por una vela, frente a una ventana que da al filo, a la cordillera de los andes y al lago Nahuel Huapi, escribiendo lo que hice en el día. Comí unos fideos con bolognesa que me hizo Milagros, la refugiera, y charlé con ella sobre su vida en la montaña. Le pregunté si me podía quedar a vivir acá, trabajando, y me dijo que sí. El atardecer fue maravilloso. Estaba sentada en una roca que parecía la luna, y la luna verdadera apareció grande y partida a la mitad, como una C rellena de luna, alumbrando todas las rocas del cerro, y las partes sombrías se volvieron más oscuras, negras, y otras partes, más lisas y superficiales, brillaban, y toda la cima estaba iluminada, como si estuviera en la luna misma. Me pregunto: ¿con qué soñaré esta noche?
   Al otro día me levanté temprano. Milagros todavía dormía. Anoté: Sueño con mi abuela: que la quiero mucho. La llevamos en procesión. Ella me mira mientras la alejan. Se va convirtiendo en gusanitos de seda, como larvas, como pequeños camarones con ojitos oscuros. Me los llevo a la boca para besarlos y se deshacen. La piel se me pega a la boca y me los como sin querer. Termino de desayunar: té con azúcar, el que me llevé del hotel, y galletitas de miel, las que compramos el sábado pasado cuando llegamos a Bariloche. Las que comía T. en Brasil. Posiblemente me quede a trabajar acá. Cerré el cuaderno, lavé la taza y salí afuera. Hacía un poco de frío y el sol estaba pleno, descubierto. Miré la muralla de nieve, me ajusté los cordones de las zapatillas, y empecé a subir. Este sí que era un camino empinado. Había tramos que tenía que caminarlos en cuatro patas, pero vertical. Es decir: agarrándome de las paredes. Cuando llegué a la parte de la nieve temí pisar demasiado fuerte e irme por una grieta. Miré hacia abajo un segundo y pensé en volver, pero volví la cara hacia arriba, hacia el sol, y empecé a correr sin volver a mirar para abajo. Las patas se me hundían hasta la rodilla en la nieve, y yo las sacaba deprisa y volvía a dar otro paso, para evitar que el piso se quebrara con el peso de mi cuerpo. En un momento me frené para respirar. La nieve me llegaba a los muslos y yo tiré apenas la cola hacia atrás para terminar de sentarme. Vi que estaba cruzando la muralla, y que el refugio, por nuevas ondulaciones que fueron apareciendo en el terreno, ya no se veía. Entonces sí, me sentí sola y sentí miedo. Pero no ese miedo que se parece al miedo y paraliza, ni esa soledad que asusta. Eran un miedo y una soledad que no prometían nada, sólo estaban ahí, conmigo. Pensé que podría llorar, detenerme a llorar un poco, y apenas me tapé la cara y cerré los ojos para generar la escena, pensé: che, que no es de seres humanos esperar que las cosas se solucionen mágicamente. Y me puse las manos en la cintura, me aguanté las ganas de llorar, y seguí subiendo.
   Desde el filo vi todos los cerros que Milagros me había nombrado la noche anterior. Entendí que la cima de la muralla se llamaba filo porque realmente era un borde finito que separaba mi panorama en dos: de un lado la nieve blanca; del otro lado piedras quebradas y filosas, marrones, como espadas oxidadas que salían de adentro de la tierra. Me acordé de la historia que me contó de ese señor, el refugiero descendiente de polacos, que conectó una manguerita a una vertiente de agua y convirtió la ladera rocosa de una montaña en una pista de hielo, y cómo se tiraba con esquís desde no se cuántos metros de altura, y que se podía morir, sí, pero que no le importaba. Un día se quebró todos los huesos, desde las cervicales hasta los pies, pero se recuperó y volvió a la pista de hielo. El montañista sabe, me dijo Milagros, cada vez que sale a hacer una travesía, que puede morirse en la montaña, pero eso no importa. Lo que importa es la montaña. Me imaginé los recorridos que iba a hacer. Y mientras miraba hacia abajo, al otro lado de la muralla, y pensaba de qué manera podría descender hasta la olla sin clavarme esas rocas afiladas que estaban en punta hacia arriba, como los dientes torcidos de un dragón, pensé en que yo no quería tirarme con esquís. Yo quería escribir mi novela. Pero, ¿cómo se hace para escribir desde la cima de una montaña, con las ganas, todo el tiempo, de arrojarte a un agujero negro abierto en la nieve? Dice mi amiga que desde la cima se ven los dos lados, y que es un punto de vista más que interesante. Estoy de acuerdo, pero la experiencia me dice que siempre tenés que caerte para uno de los dos lados para escribir, y que escribir vendría a ser como volver a subir a la cima de la montaña. Es decir: uno primero la ve, y quiere escribirla, pero en cuanto la viste es como si el dueño del universo te sacara la verdad de un golpe. Uno cae finalmente en el agujero negro, indaga debajo de la nieve blanca, cegadora. Y ahí, en el agujero, se escribe. Porque no se puede morir en el agujero. No se muere así porque sí. A la muerte hay que ganársela. No es haciendo cualquier cosa que la muerte nos va a venir a cerrar los ojos con un beso frío en los párpados. Volví a acomodarme los puños en la cintura, y miré hacia un lado y hacia el otro. Fue un instante: mientras movía los ojos de derecha a izquierda, por un segundo habían quedado en el centro, y entendí que todas las aventuras que me había imaginado desde todas las ventanillas de los trenes y desde todas las ventanas de los refugios, seguían siendo eso: imaginaciones, ensueños, sueños, promesas. Yo era una persona que escribía, ni más ni menos. Y no una escritora. Simplemente una persona que escribía, y que escribía lo que había desayunado a la mañana y lo que había visto en el día, lo que había soñado la noche anterior, lo que había pensado cuando leía tal libro o cuando su madre le decía que creía en el Nahuelito. Una persona que escribía lo que se imaginaba y nunca llegaría a ser. Esa era la única clase de cosas que podía escribir. Las cosas que le pasaban como nubes deformes por la mente, creyendo descubrir de pronto, en una figura pomposa y gris, la figura oculta y exacta de un animal. Creyendo, en cada nube que pasaba, que encontraba su verdad, por fin, y que ahora sí podría dedicarse a caminar las montañas. Pero al intentar esforzarse más allá de su propia naturaleza, pecaba porque se figuraba igual a dios. Y lo único que ella quería, lo único que buscaba cuando escribía, era quedar frente a dios. Ella quería estar con dios en el mundo, y si tenía que dejar de escribir para encontrarse con él, iba a hacerlo. Pero dios no aparecía por ninguna parte, y entonces se entregaba con odio a la desobediencia y al pecado, y volvía escribir. Lo buscaba con fe, en el libro que se decidía a terminar, porque si dios existía, ¿por qué no podía ser real que hubiera hecho a los hombres a semejanza de él? Había llegado arriba, y ahora tenía que bajar. La novela inconclusa estaba en su mochila.
   Bajé del filo en culopatín, resbalando a toda velocidad por la nieve. Recordé que Milagros me había dicho que los turistas ignorantes se tiraban así, sentados, escépticos de que justo a ellos les fuera a pasar eso de irse por un agujero. Tuve miedo, pero ese miedo que te vuelve invencible, y seguí bajando, como si mis piernas fueran dos esquís sobre los que estuviera enganchado mi tronco y cabeza, y cuando llegué abajo me abrí apenas el pantalón y me vi costras magentas en las piernas, escaldadas por la nieve. Pasé por el refugio, agarré mi mochila y revisé que estuviera todo: el cuaderno, el libro, la novela. Me despedí de Milagros. Le pregunté si tenía dirección de mail y me dijo que sí, pero que sólo entraba a Internet cuando bajaba al pueblo. Te voy a escribir, le dije.
   Mi familia estaba subiendo al auto para dar un paseo hasta el Tronador y se alegraron de verme. Yo estaba parada sobre la ruta y me temblaban las piernas. En el camino, les dije que había decidido bajar porque tenía que terminar unas cosas, pero que en algún momento iba a vivir en la montaña, iba a hacer mi vida en la montaña. Miré por la ventanilla y vi el paisaje, y pensé en mi novela con fe.


Laura Meradi (Buenos Aires)

Autora de Alta rotación. El trabajo precario de los jóvenes, Buenos Aires, Tusquets, 2009

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