PIES DE IMAGEN

Rainbows End, por Fernanda García Curten


Sabe bien qué clase de mujer se fue volviendo con el tiempo. Lejos ya de lo que cualquier chico con bermudas desflecadas que camina descalzo por la playa consideraría una “chica”. Por eso piensa que lo mejor va a ser que el chico no la siga mirando así. Que mejor pase de largo y se lleve a su harén de amigas nuevas, rubiecitas serias -sus hermanas, quizá, de vacaciones como él-, intensas recolectoras de caracoles, pequeñas ladronas. La mujer piensa que no tendrían que parar a juntar caracoles en esta parte de la playa. Aunque a lo mejor, sí. Tal vez el chico debería dejar que toda niña se aleje y quedar recortado contra el mar sólo para ella. Y mirarla bien ya que estamos. Si la hubiera mirado bien, todo sería distinto. Porque llegar hasta acá le ha costado demasiado a esta mujer.
  Porque esta mujer nunca quiso tener que llegar al borde de un mar en teoría exótico, y en esencia tan vivo, y en realidad tan plano y quieto, tan transparentemente verde, al pie de una ciudad que es la meca del esparcimiento y que ella no puede ver más que como el cadáver maquillado de una vieja actriz con cara de muñeca de los años veinte. Y verse ahí, un gusanito más, sentada en la arena, vista panorámica al abismo. O debería describir ese mar como un desierto. Un desierto fulgurante. Fulgurante y por supuesto líquido e infinito, lo cual, piensa la mujer, ya es demasiado para cualquier mar. Se lo vuelve a decir a sí misma: batallones de reposeras iguales orientadas al infinito, sólo eso. Cada una, con su respectiva sombrilla plegada, perfectamente dispuesta y perfectamente vacía. Cientos de postigos cerrados y persianas bajas de hoteles como rascacielos, uno al lado del otro hasta donde el mundo se acaba y se precipitan los barcos y los monstruos marinos devoran a los náufragos.

     El destino más desolado según el mapa de su guía de viajera. Y en temporada baja, cuando la ciudad, como una maqueta de sí misma, arde en una humedad insoportable y muestra su hilacha de pantano. Una fotografía que se robado el alma de quien la observa. Pero la mujer ya no la observa. Le da la espalda, literalmente. Porque es desolada, así es como es, digan lo que digan y en cualquier época del año, el chico debería saberlo. Tiene esa desolación de lo natural artificial; está muerta, como una gran orquídea de plástico, incluso rebosante de turistas o apenas salpicada, como hoy, de unos pocos “veraneantes”. En especial, superpoblada de su ausencia, lo que no la hace menos hostil. Con sus residentes exclusivos, nuevos ricos o viejos podridos en plata, fatigadas estrellas de cine amuralladas tras los toldos y las rejas de estilo y los portones de sus refrigeradas mansiones lacustres, tras los setos color esmeralda que los separan del cholulaje raso que todavía deambula en el vaho de mayo y suda la gota gorda en busca de malls, de visitas guiadas a las islas de los famosos, a los castillos de las princesas encantadas o a donde sea. La resaca turística. Dispersos, perdidos de la manada que un mes atrás brotaba de las excursiones a los shows de caimanes y a los museos de moda, excluidos ya del jolgorio organizado, siguiendo la huella todavía fresca, la basura expuesta de los que ya volvieron a la vida real dejando la playa arrasada, aunque todo parezca muy limpito. Y ahora que lo piensa, la mujer duda de que el chico esté buscando caracoles -más bien de que pueda encontrarlos- caracoles de verdad, a eso se refiere.
     Ella por su parte ha ¿elegido, puede decirse? este lugar, que ostenta el honor de haber sido distinguido como la ciudad más limpia del continente, porque cree que no puede haber nadie que le importe en una ciudad así. Piensa que acá nadie podría encontrarla nunca. Acá, ella es como una gaviota muerta en el viento y es el último lugar del mundo donde podría estar. Pero de hecho no hay viento. Todo está limpio y quieto, ¿no acaba de decirlo? Llegó a esta fina arena blanca -irreal de tan fina y tan blanca- después de haber subido y bajado de buses y shuttles y aviones, y para qué. Para ver cómo deja de llover igual que en cualquier horizonte de mala muerte y sale el arco iris. El mismo, inalterable, celestialmente frágil arco iris desde que el mundo es mundo. Y entonces ve venir al chico de las bermudas desflecadas interfiriendo entre el arco iris y ella, entre el cielo y ella y entre ella y el mar. Apenas un nene con su pelo largo descolorido por el sol, con el puño repleto de unos caracoles que ahora pretendería no haber juntado. Si tiene el valor de quedarse ahí y mirar a la mujer de ese modo, piensa la mujer, es hora de que el chico entienda que a estos cementerios glamorosos, en esta época del año y en especial con este tiempo de mierda, no vienen más que fracasados y perdidas. Chicas bronceándose en bikini, no. Mujeres como ella, envueltas en chales negros de lana, que ya no quieren hablar con nadie. Porque el chico se equivoca, y además sonríe. Creerá que es fácil, que como si tal cosa podría acercarse, llevarla a dar un paseo, invitarla con un ice-cream o un milk-shake y eso es porque no la está viendo. La mujer ya no está para helados. Porque si él se hubiera fijado bien, sabría que hace siglos que ella está sentada en la playa, envuelta en un chal negro y viejo, y eso debería decirle algo al chico este.
     Es cierto, la mujer también lo ha estado siguiendo con la mirada -evadiéndolo, más bien, con sostenida intermitencia- aunque no haya querido reparar en que su andar algo torpe recuerda al de un cachorro de puma ni en que su forma de besar será tímida y voraz. La mujer piensa por qué mejor el chico, en lugar de hacer como que mira el mar no está metido en ese mar. ¿Por qué no se zambulle con todo y caracoles y sus ganas de vivir, como lo están haciendo aquellos dos?
    Una parejita de idénticos ejemplares en versión macho y hembra -seguro que hasta en sus pasaportes figura el mismo año de nacimiento, piensa la mujer- el chico debería mirarlos, a ellos sí, son atléticos y no se quitan la vista de encima uno del otro, al menos es lo que parece desde acá. La última pareja sobre la Tierra, metidos en el agua quieta, no hay modo de no verlos. Porque en esta irrefrenable pero bien administrada desolación todavía hay sitio para que un joven matrimonio viva su luna de miel como Dios manda o haga valer su derecho a una semana de veraneo, al uso y abuso de tan sublime jardín ganado en un concurso de la tele o en algún sorteo de supermercado. Siete días con sus noches en las que podrán crear el universo y volver a echarlo abajo, llueva o truene, fulanos en medio del paraíso promocional, parece como si no se dieran cuenta del vértigo, pero sí se dan cuenta. Lo que pasa es que no les importa. Porque al fin y al cabo tienen su metro cúbico de agua salada en la inmensidad, sus mojitos esperando bajo la sombrilla, su número de habitación con aire acondicionado y su blíster de condones en el cajón de la mesita del hotel. Tienen planes para el futuro, aunque ahora el futuro les importe un pepino porque nada más quieren seguir regodeándose como gemelos dorados en el mar amniótico que los abarca. Todo el mar para ellos. No hay nadie que se atreva a tocar el agua que ellos tocan. Sus risas, por otra parte, no dejarían lugar para el temor o incluso para otros seres dudosos, criaturas indignas de este pozo sagrado. Y además no hay nadie en toda la playa, excepto por el adolescente indeciso y la mujer sentada en el promontorio, una vagabunda, o quizá la madre del chico que no lo deja alejarse o que no quiere acompañarlo a nadar. Desde la arena, la mujer observa simplemente a la pareja. Aunque podría pensarse que su modo de mirarlos no sea simple en absoluto. Y tampoco inofensivo. Y que su presencia, incluso, pueda resultar una amenaza. El chico en cambio los ignora y seguramente ignore el peligro que engendra esa mujer sentada sola en la arena. Pero para Adán y Eva, huéspedes oficiales rotulados con sendas pulseritas de goma con una palabra clave que termina en star o en inn o en side, como ya se dijo, esto les importa un reverendo pepino. El esplendor del océano nos los intimida. Por algún extraño fenómeno, aunque están casi mar adentro, el agua no les llega más que a la cintura. Juntos son capaces de hacer que el cielo, la media esfera del horizonte y el páramo de luz que los rodea parezcan cartón pintado en un set de filmación. Actúan ¿para la mujer y el chico? como bajo una campana de vidrio y así, mitad sumergidos -como si no tuvieran piernas ni sexo ni vientre- se deslizan amputados por la superficie. De nuevo, él la carga sobre los hombros y ella, arqueándose, se lanza de espaldas en la trayectoria de un pez infinito. La zambullida retumba, una y otra vez, regular, opaca. Toda la tarde han estado haciendo lo mismo, incluso mientras llovía. O quizá allá no llovía, piensa la mujer que además puede oír hasta lo que dicen, en claro castellano porteño, cada vez que la chica emerge tirando todo el pelo hacia atrás, las gotitas suspendidas al trasluz, constelaciones efímeras, mensajes cifrados que nadie podría leer y menos la mujer, tan lejos en la playa mientras ellos tan lejos también, casi en el centro mismo de un mar real que no los expulsa. Por esta tarde, al menos, ellos tienen su lugar en el mundo. Los anillos concéntricos que sus cuerpos provocan en el agua llegan a la playa como una advertencia.
      Pero volvamos al chico y a la mujer. El chico, aunque el mar no le mueva un pelo, merece vivir. ¿Y la mujer? La mujer no pertenece aquí, definitivamente. Más bien es como un fantasma; con este calor sigue envuelta en ese chal de lana y ha estado ahí desde que dejó de llover o desde antes. Pero ¿por qué esa mujer está ahí sentada sola? pensará el chico. ¿O acaso es verosímil que un chico como él con bermudas de jean desflecadas y pelo largo y graciosos dientes de paleta y ojos esquivos transparentemente verdes como el agua de la orilla, se preocupe por una mujer así? Por lo que hace ahora o lo que podría hacer apenas todos se hayan ido. Lo cierto es que ella no puede ver de qué color son los ojos del chico ni a dónde se metieron las rubiecitas que juntaban caracoles. Nene, la mujer lo piensa así: nene. Que siga de largo, eso piensa, que aquí ya no hay nadie, eso. Este arco iris todavía nítido quizá sea la última señal que el mundo le da. Por eso ella no se va a mover de ahí. No va a volver sobre sus pasos. Porque ya no hay vuelta atrás, piensa la mujer. La mujer piensa quedarse ahí sentada, sostenida por el arco iris, hasta que anochezca.
      ¿Pero quién es ella, al fin de cuentas, para que el mundo le dé una señal?
      Alguna vez, frente a otro mar, una mujer con nombre de pitonisa se ofreció al primer desconocido que pasaba por la playa y le suplicó que le hiciera un hijo. Quizás era invierno. Sus hijos habían muerto ahogados en el gran río de Francia mientras ella levantaba la pata en los escenarios parisinos como una cabaretera más, decía la gente, y otros, que sus pies dejaban la huella de una diosa terrestre. Tiempo después, el chal rojo que le ceñía el cuello fue a enredarse en la rueda de su Bugatti, y la estranguló. Una muerte ridícula, piensa ahora la mujer. Una muerte grotesca que por obra y gracia de la fatalidad o la poesía -o de la poesía de la fatalidad- se había convertido en emblema, en crucifijo reluciente, en un morir tan legendario como bello. Pero a la mujer sentada en esta playa nunca le ha pasado nada tan tristemente bello ni tan gloriosamente absurdo. No le ha pasado nada de nada hasta ahora y eso no es trágico, piensa la mujer. Ningún final rimbombante que el azar o el destino le tuvieran preparado, ninguna desgracia que la justifique, ninguna podredumbre silenciosa que la coma por dentro hasta paralizarle el brazo con el que escribe su último poema y que la hace caminar ciega de dolor hasta la playa, apenas al amanecer, para lanzarse de una escollera o adentrarse poco a poco en las olas, como más le guste a la leyenda, dejando un zapato atascado en las piedras. Cenicienta desertora -por caminos de algas y de coral, con cinco sirenitas de cortejo-. Sí, novias y ofrendas, danzarinas y poetas no le han faltado a los mares y los ríos. Pero ¿y ella? Nada. Porque esta mujer sentada en la playa, esta mujer, no ha bailado descalza sobre los escenarios del siglo, ni ha escrito poemas sublimes, ni un último poema, envuelta, no en un chal negro y viejo como éste, sino en un poncho catamarqueño en plena primavera y en otra ciudad feliz que dista de aquí unos siete mil cuatrocientos setenta y ocho kilómetros al sur según su guía de viajera, allá donde el océano es frío y tumultuoso, con olas ásperas de un azul sombrío, si es que puede llamárselo azul, de cuya sal violenta no se vuelve.
       La mujer piensa ahora que hace sólo un tiempo la “chica”-y hasta la mujer- que ella fue se habría puesto de pie, habría revoleado el chal al viento y elegido para el chico los caracoles más raros y hermosos; le habría regalado una sonrisa maternal, o no tanto, y hasta habría dejado que la protegiera, eso piensa. Y que ya nadie puede protegerla. Sólo el hombre del mar que, para que nadie se confunda, no es el chico de las bermudas desflecadas.
       Esto, el chico de las bermudas desflecadas no lo sabe pero un rato antes, cuando aún llovía y él ni siquiera había nacido y el dúo de mieleros le daba duro y parejo en la king size del hotel, un hombre venía nadando hacia la mujer. Con cada brazada sus hombros relumbraban bajo la lluvia y parecía venir desde el corazón del mundo. Salió del agua como si se desnudara del mar. Caminó hacia ella y le tendió la mano. Entonces dejó de llover. Culpa del chico que apareció de la nada igual que un guardavidas indeseable, y entonces el hombre del mar tuvo que volver a sumergirse. Pero él no se ha ido, el hombre. La mujer lo sabe; entre adultos, entre malditos, se entienden. No se ha ido. Espera allí mismo, bajo la línea del agua. Seguirá allí el tiempo que sea necesario, para cuando la dama de negro –señora o señorita- lo disponga. La invitación ha quedado abierta. Jamás la apuraría, además. Es todo un maldito caballero desnudo aunque, eso sí, no dejará de insistir.
        ¿Pero acaso el chico pueda siquiera pensar en ganarse la mano de esta mujer, en robársela al señor del mar? ¿Es por eso que el chico todavía está ahí? ¿Es por eso que todavía no se fue? Pero qué pendejo pelotudo, piensa ella, casi que tiene ganas de reírse. Al que acecha bajo la superficie el príncipe valiente no le hace sombra. El hombre del mar no va a desenfundar ninguna espada ni a ahogarlo con la espuma de una ola. Como la mujer, sólo espera que la pareja incansable se canse de chapotear en la eternidad y sobre todo el principito, que no joda más, que siga de largo, que está demasiado tierno, y es que si el chico, piensa de golpe la mujer, dejara de hacer y deshacer dibujos con su pie en la arena y se acercara, ella tendría que ser amable, o grosera, o peligrosa en más de un sentido para este chico. Y ella nada más quiere quedarse ahí hasta que anochezca. Nada más que eso quiere. Para eso vino hasta acá. Porque sabe muy bien que nadie saldrá del mar para ayudarla a llegar a ninguna parte y que nadie va a impedir que avance la oscuridad de la noche. Y menos un chico como él que mañana o pasado -da igual- ya no se va a acordar de ella. Pero cuando la mujer tampoco esté acá, ella sí se va acordar del chico -quizá no del arco iris ni del mar verde transparente pero sí de él-, podría prometérselo al chico aunque sea una gran mentira, sólo para que se vaya. Porque lo que ella necesita es quedarse ahí sentada hasta que anochezca y que la feliz pareja, afortunada acreedora del paraíso, empiece a cagarse de frío, del mismo frío que ella siente ahora y deje en paz mi mar, piensa la mujer. Porque pronto va a anochecer y el arco iris empieza a borrarse.

Fernanda García Curten
Buenos Aires, EdM, Mayo 2017


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