Anestesiados y clavados como las mariposas, concluye Roland Barthes en un pasaje de su Cámara Lúcida, cuando se refiere a los personajes que la Foto, en tanto definición de imagen inmóvil, muestra quietos: no sólo significa que no se mueven sino que no se salen.
En la selfie tomada por el cineasta y notable fotógrafo Stanley Kubrick durante el rodaje de El Resplandor (1980) el actor Jack Nicholson -en primer plano, fuera de foco- logra a su modo salirse. O no “salir” quedándose. O interponerse, según cómo se lo mire. El personaje más borroso de esta foto es, vaya paradoja, el más definido, ya que entre otras caras que por lo general suelen moverse detrás de las cámaras, la que nos resulta más familiar -quizá la única que podemos inmediatamente identificar, incluso antes que la del propio Kubrick- es la de Nicholson. Porque, desenfocado y todo, vemos (o sabemos) que se trata de Nicholson aunque su gesto, lo que se alcanza a distinguir al menos, no aparente evocar ninguna de las expresiones más características del actor. Zanjando la disyuntiva de Hamlet, aquí Jack es y no es en una sola fracción de segundo. A pesar de que no se parezca demasiado a sí mismo, ni al brutal y alucinado Jack Torrance -Jack, otra vez, el escritor alcohólico que se muda con su mujer y su hijito a un hotel solitario en medio de las Rocallosas, como vigilante de invierno, y enloquece- a pesar de todo, decía, logramos reconocerlo, completarlo, enfocarlo mediante la suma de innumerables “fotos” viejas y siempre vívidas de Nicholson. Busco un indicio en esos ojos esfumados -fulminantes o amigables-, en el esbozo de su boca de labios juntos, y no logro precisar si efectivamente sonríe. Si me acerco demasiado lo veo sonreír, si empiezo a alejarme lo descubro serio, hasta enojado. Su cara es una máscara inconclusa detrás de la cual seguramente sonríe malévolo el auténtico, el de mirada filosa en unos ojos de abismo, el opulento y voluptuoso, el de cortesía irreverente. Nada de eso se deja ver en esta imagen difusa -ni en la conjetura de su gesto, insisto, en principio nada escalofriante- pero guardo, guardamos, ese otro saber dentro, lo que podríamos llamar nuestro Archivo Nicholson.
Abriendo la perspectiva, lo que resulta es una especie de autofoto impura o de retrato fallido -premeditado o espontáneo-, porque tanto puede parecer que Nicholson efectivamente posa y es burlado por el fotógrafo en cuanto éste desvía el foco a su propia imagen en el espejo (en el que se lo ve abrazado a su hija), o que ya irremediablemente sorprendido en el trayecto de la toma, a Nicholson no le queda otra que posar mirando a cámara. Por momentos parece escudarse en su postura de brazos cruzados, u ocultar -o intentar ocultar- algo más; de pronto, sólo se lo ve descansando. El objetivo se percibe ligeramente dirigido a él, como buscando incluirlo, completar con él este triángulo. O puede ser que Nicholson ni siquiera se percate, al menos en esa fracción de segundo, que es tomado por la cámara. De golpe parecería que Nicholson no fuera el retratado aquí, sino un avieso espectador furtivo que se eclipsa para poder espiarnos desde una posición privilegiada y diabólicamente imposible: desde el otro lado. Entonces no miro la foto sino que la foto me mira a mí.
Pero claro que también podemos decir que no existe tal dimensión como la parte de atrás de una foto. Que sin duda el único cuerpo presente, de carne y hueso, fijado allí es Jack Nicholson. En el encuadre está él, y la pared de atrás. Con espejos, sí. Los demás sólo aparecen en la foto a través de su propio reflejo, mera ilusión al fin de cuentas, dobles de riesgo; peones reverberantes que se envían a la vanguardia para resguardar a sus amos. Incluso el fotógrafo se autoinvolucra en esa serie trunca y descompaginada de retratos sobre un fondo anaranjado; cuadros de una muestra accidental que además incluye cámaras (la de cine, de perfil, y la camarita de frente), capaces de conjurar el tiempo y el espacio. Toda la foto -o todas las fotos dentro de esta foto- de algún modo componen un paisaje de ausencias.
Hay un “lado de acá”, donde está la coraza inerme de Nicholson, y un “lado de allá”, en el que las figuras humanas viven en el reflejo, en esa profundidad infranqueable que prometen los espejos. Del tríptico, la pareja central (Kubrick y su hija Vivian) conforma a simple vista -como sobre la línea del horizonte-, la postal más nítida. Están escoltados por los otros dos retratos circunstanciales (el de los camarógrafos y/o asistentes y el de la mujer que sostiene su cabeza con su mano); los perfiles los apuntan, además, desde una zona menos enfocada pero, sin duda, con varios grados más de definición que la silueta fantasmal de Nicholson.
En un mismo acto, Kubrick hace la fotografía y la enmarca. Mientras se toma a sí misma la foto ya está colgada de la pared. Y de pronto no evito pensar en otra posibilidad. Que el prolífico y genial director de 2001: Odisea del Espacio y La Naranja Mecánica -de quien no puedo distinguir, por más que logro agrandar la imagen cliqueando sobre el iconito de Zoom, esa lupa liliputiense, a dónde es que va su mirada, astutamente ajena creo percibir ahora, a la expresión entre seductora y divertida de su hija que, de un modo inesperado, se revela como protagonista-, que Kubrick en realidad se ha propuesto burlar a todos. Su ojo izquierdo aparenta desafiar -o tentar- a la bestia oculta de Jack mientras el derecho parece vigilar a la hija a través del espejo. El ojo bífido del gran Stanley intenta algo más, retratar al único personaje que no se muestra en esta encrucijada de imágenes. A aquél que Nicholson intentaba cubrir. Y allí está, como un antirretrato, espeluznantemente en foco y algo Magritteano: el hombre de espaldas en el centro de la foto, el otro Nicholson.
Ese reverso es al mismo tiempo el anverso del cuadro familiar titulado “Padre e hija junto a personaje escapado de una pintura de Magritte”. Podría decir a esta altura que lo más evidente, definido y preciso, el único plano en perfecto foco de esta fotografía en diferentes grados de desenfoque es, absurdamente, la “parte de atrás” de Nicholson. Su espalda, atestiguada, o más bien atrapada por el espejo.
Y este nuevo personaje dado vuelta podría tener cualquier cara, la misma cara neta o desvanecida de Nicholson, o ninguna, y desde esa no-cara, ser capaz de enfocar a su vez -y de fotografiar, valiéndose de algún recurso insospechado- a Kubrick y a su hija. O sólo a su hija, la sutil y desenfadada Vivian. Kubrick lo sabe y le gana de mano tendiendo una trampa. Su hija es la carnadade sí misma, el trofeo vedado. El padre va por el flanco débil de la sombra sin cara, la toma por sorpresa cuando intercepta a su doble de riesgo indefenso o insuficiente, al in fraganti “Jack Nicholson de frente”, y logra neutralizarlo en esta contienda efímera a través del disparo certero del obturador. Desenfocándolo, lo apaga. Lo tiene maniatado, sin manos casi, forjado en una especie de neblina perpetua. Ya vencedor, papá Kubrick consigue resguardar a Vivian de la mirada -nunca podremos afirmar si lasciva o gentil pero desde luego voraz- del salvaje Nicholson, y también del salvaje Torrance que ahora espera, en estado latente, con el hacha escondida que cuelga hacia atrás y hacia abajo desde su mano zurda. Protegiendo a su hija de los candidatos previsibles, logra reservarla virgen, como ofrenda preciosa y cuando él mismo lo disponga, para el misterioso hombre enviado por Magritte.
Yo no sé cuál sería el punctum, según Barthes, de esta fotografía. Ese azar que nos despunta, ese rayón que nos atrae pero que también nos punza y nos lastima. Por lo pronto, la confluencia de luces me revela un nuevo detalle: en el espejo del medio, en una coordenada imposible de la ilusión óptica la mano de Vivian se escapa de la mirada de su padre (o quizá con la anuencia de esa mirada) y deslizándose hacia abajo, apenas con el dorso de los dedos toca el brazo o la espalda y se une al hombre cuya cara nunca conoceremos. Aquél -autónomo ya y estoico en su aparente incompletud- se deja acariciar. Puede ver a todos esos ausentes, a los que están detrás y fuera del alcance de la cámaras, a quienes no debieron quizá haber aparecido en esta foto, incluso a nosotros mismos que estamos detrás de todos ellos, afuera, en un “mucho más acá aún” del acá donde Jack Nicholson posa indefinidamente.
Pero hay alguien más en esta foto, por supuesto. Alguien todavía más solapado y borroso, más imperceptible. Desde el principio, su mirada inadvertida y flagrante fue capaz deevidenciar nuestra existencia y localizarla, sin delatarnos aún. Allí en el centro remoto del espejo, en el profundo ojo de cíclope de la cámara que Kubrick sostiene entre sus manos ciegas la foto se hace a sí misma colisionando con su propio disparo. Se proyecta en tanto se eclipsa. Se registra mientras se anula. Y nos encuentra. Porque en ese punto de fuga estamos atrapados también, ínfimos, comprimidos, incautos, burlados, confinados al espejo, fotografiados.
Fernanda García Curten
Buenos Aires, EdM, octubre 2016
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1 comentario:
Maravilloso texto. Besos, hija hermosa.
Susana Tosso.
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