Sarmiento. Diez fragmentos comentados es uno de los títulos de la colección que EUFyL, la Editorial de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA), comenzó a publicar este año. Diez escritores –ensayistas, poetas y narradores- eligen y comentan páginas de Sarmiento, como ya otros hicieron con las “aguafuertes” de Arlt y los poemas de Lugones.
Con un prólogo de Adriana Amante, el volumen reúne textos de Luis Gusmán, Sylvia Molloy, Adriana Puigrós, Marcos Mayer, Juan Bautista Ritvo, Javier Trímboli, Claudia Torre, Pablo Pineau, Diego Tatián y Raúl Antelo. Un abanico tan amplio y riguroso que despabila hasta la cabeza del más pelado.
EdM ofrece como adelanto “El más-a-fuera de la nación” de Sylvia Molloy, una exquisita lectura sobre la visita de Sarmiento a la isla donde Defoe colocó a su Robinson. Sarmiento quiso ver una promesa en la isla, Molloy leyó lo que quedaba asilado y burlado en el sueño de una nación.
Al comienzo de los Viajes de Sarmiento, hay un incidente que siempre me ha intrigado. En 1845, se recordará, Sarmiento emprende un viaje desde Chile, donde se ha exiliado, rumbo a Europa. Se trata de un viaje principalmente utilitario –el gobierno de Montt lo envía en misión oficial para estudiar métodos de educación europeos–, pero este objetivo pasa rápidamente a segundo lugar. El viaje de Sarmiento es menos viaje de documentación que viaje ilustrado, de instrucción personal, viaje civilizador, semejante, en ese sentido, a la ejemplar Educación de Herny Adams de su vecino del norte: viaje en el que el educando americano se ilustra en Europa a la vez que, como representante de "estas tierras lejanas", educa a Europa sobre su región.
Viajes se inicia con un prólogo en el que Sarmiento, con alguna impaciencia, discute el género de su texto y reclama para su escritura una veracidad y una utilidad patriótica que mal acomodan las "ficciones de la fantasía": escribir es hacer nación, no divertirse. Y sin embargo es por una de esas diversiones –entiendo el término literalmente, como desvío– que comienza su viaje. Oleajes violentos, muerte de un marinero, y un "porfiado viento" retrasan el progreso de la Enriqueta, sacándola de su curso y desviándola hacia el archipiélago de Juan Fernández, concretamente hacia una de sus islas, Mas-a-fuera, donde el viaje se interrumpe durante cuatro días hasta que vuelvan los vientos. Los viajeros deciden acercarse en botes y pasar el día en tierra pero, calculando mal las distancias, llegan a la isla al crepúsculo. El paseo se torna aventura insólita, "suministrándonos sensaciones para las que no estábamos apercibidos". Gritos humanos, acaso de "desertores de buques u otros individuos sospechosos", revelan a los viajeros que no solo perros o cerdos salvajes pueblan la isla. Cuatro norteamericanos, cuatro "proscritos de la sociedad humana" –la expresión es reveladora– reciben a los viajeros con gozo, pues hace más de dos años que no hablan con nadie. Encantado con este encuentro que confirma, con creces, su lectura del Robinson Crusoe (a pesar de que, como apunta Javier Fernández, Sarmiento se equivoca de isla: la del personaje de Defoe era Mas-a-Tierra y no Mas-a-fuera), Sarmiento describe esta pequeña comunidad idílica con lujo de detalle. Participa en las actividades de "aquella pastoral", narra comidas y varoniles cacerías compartidas, se confiesa chambón en comparación con los otros (él es más hombre de letras que de armas) y alaba la sabia productividad de esta cofradía, contrapartida utópica que, como buen lector de Fourier, Sarmiento opone a la desordenada sociedad argentina de la cual ha sido exiliado.
No queda del todo claro cómo han llegado estos hombres a la isla: acaso sean náufragos (con lo cual se justificaría la comparación con el personaje de Defoe), pero el origen no importa.
Los cuatro, anota Sarmiento, "viven felices para su condición". Pero inmediatamente añade un curioso comentario que cuestiona lo que acaba de afirmar: "Para que aquella incompleta sociedad no desmintiese la fragilidad humana, estaba dividida entre sí por feudos domésticos, cuya causa no quisimos conocer, tal fue la pena que nos causó ver a estos infelices separados del resto de los hombres, habitando dos cabañas a seis pasos la una de la otra, y sin embargo ¡malqueriéndose y enemistados! Está visto; la discordia es una condición de nuestra existencia, aunque no haya gobierno ni mujeres". Digo curioso comentario porque Sarmiento, normalmente tan locuaz, tan deseoso de conocer todas las causas, tan afecto a exigir explicaciones cuando no a inventarlas, en una palabra, tan preguntón, en este caso se abstiene de indagar, de interpretar, guarda silencio: "cuya causa no quisimos conocer". Este llamativo silencio encuentra su contrapartida en la notable locuacidad de uno de los miembros de esta pequeña comunidad, locuacidad que visiblemente irrita a Sarmiento: "A propósito de preguntas, este Williams nos explotó a su salvo desde el momento de nuestro arribo hasta que nos despedimos. [...] Williams [...] se apoderó de nosotros y se lo habló todo, no diré ya con la locuacidad voluble de una mujer, lo que no es siempre bien dicho, pues hay algunas que saben callar, sino más bien lo la petulancia de un peluquero francés que conoce el arte y lo practica en artiste" (énfasis mío). El episodio concluye con la partida de Sarmiento y los suyos. Sólo uno de los hombres, un joven de dieciocho años, solicita la extradición y opta por regresar con ellos; los otros tres, de nuevo sin que se sepa por qué –o acaso sin que se quiera saber por qué– eligen quedarse.
Resumo este notable incidente. Hay cuatro hombres en la isla que viven en dos cabañas en una economía doméstica echada a perder por la discordia. La discordia, según Sarmiento, es cosa de gobiernos o de mujeres: hay hombres. La situación parece inspirarle a Sarmiento una única reacción posible: el no preguntar ni sobre el arreglo doméstico ni sobre la causa de esa discordia, el no querer conocer. Pero uno de esos hombres es particularmente irritante porque no respeta el silencio, habla demasiado, como una mujer. O mejor (para no hablar mal de las mujeres, dice Sarmiento), como un peluquero francés "artístico". La línea entre el silencio (del observador) y la volubilidad (del observado) se ve cruzada, cuestionada, por algo: ese algo es, precisamente, lo que no se quiere conocer (conocer la causa de la discordia convlleva el riesgo de conocer la norma de la concordia vigente) y ese algo se manifiesta, insistentemente, a través del género (aquí no literario sino sexual). Esa manifestación a través del género excede el binarismo –la discordia es de mujeres pero aquí no hay mujeres; Williams habla tanto que parece una mujer pero no es una mujer– para culminar en una representación caricatural: el peluquero francés afectado, cifra abyecta de lo otro, de un afeminamiento que tampoco se quiere conocer pero se intuye (¿o se teme?) suficientemente para ridiculizarlo.
¿Por qué me detengo en este incidente que de algún modo funciona como prefacio a los Viajes? Porque me parece emblemático de un tipo de lectura, no infrecuente, que se empeña en "no querer conocer" planteos de género, sobre todo cuando iluminan, es decir vuelven reconocibles, sexualidades que hacen entrar en crisis representaciones de género convencionales, cuestionando su binarismo utilitario; un tipo de lectura que consistentemente desplaza el debate sobre el género, su representación y sus muchas variantes al más afuera de los proyectos de cultura nacional. Que ese más afuera no es considerado útil para la reflexión nacional queda confirmado en otra carta de estos Viajes, donde un Sarmiento iracundo le observa a su mentor Antonio Aberastain que nada lo autoriza a "decirme que mi carta sobre la Isla de Mas-a-fuera no vale gran cosa y que en adelante escriba sobre cosas útiles, prácticas, aplicables a la América" (p. 98; énfasis mío). Sarmiento intuye que la carta algo tiene de útil, de ahí su protesta a Aberastain; pero no sabe bien qué.
Después de este incidente de Juan Fernández, el relato vuelve a la vía recta del viaje latinoamericano a Europa, un viaje sin desvíos de itinerario ni divergencias de género; un viaje por cierto lleno de "cosas útiles, prácticas, aplicables a la América". El más afuera aberrante ha quedado atrás; no por ello ha desaparecido; persiste en el texto, fantasmáticamente, como clave de otra lectura cuyo momento no ha llegado. Me parece loable que Sarmiento, acaso sin plena conciencia de lo que estaba haciendo, haya conservado ese enigmático pasaje y haya dejado constancia de su desconcierto. No sólo eso: que haya elegido ese incidente, como resto molesto del viaje para encabezar si libro.
Silvia Molloy,
New York, EdM, Octubre 2016
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