La mujer está sentada en el suelo. Revuelve libros en un estante en el cual, según le vaticino, encontrará alguno para su hijo. Lleva un buen rato. Los mira con atención. En algún caso, presumo, los lee. Finalmente, se levanta con dificultad y una vez que recupera elasticidad, se acerca al mostrador, con dos libros en cartoné, para chicos bien chicos. Pregunta los precios. Los dos suman un monto menor, el equivalente al de cuatro paquetes de cigarrillos. Aun así, le ha parecido caro. Eso creo, no puedo decir por qué; uno aprende a percibir señales mínimas, inferiores a los gestos. La mujer vuelve al estante. Se agacha. Acomoda uno de los libros y regresa con el otro en la mano, llorando. Le pregunto si se siente bien, si puedo ayudarla. Me explica (pero no se trata de una explicación), me confiesa (pero no se trata de una confesión) que su economía no le permite comprar los dos. Claro que no lo dice de ese modo. Sus palabras han herido el aire y se fugaron. Ya no es posible reconstruirlas. Solo queda la marca del latigazo.
En un movimiento inesperado, mientras su angustia derramada se me vuelve conmoción, la mujer se acerca una vez más hasta el estante y regresa con el segundo libro. Rebusca en su billetera el dinero que ha decidido resignar a la comida de esta noche. Me entrega la paga y le devuelvo el valor de un libro. Ella agradece con sinceridad, pero ese gesto mío no alcanzará para quitarme el malestar, así como el relato no será suficiente para dar cuenta de la escena.
Raúl Tamargo
Buenos Aires, EdM, octubre 2012
No hay comentarios:
Publicar un comentario