No se me ocurre una tarea de clasificación más imprecisa que la de los libros. Creo que hay tantos criterios posibles como clasificadores. Los bibliotecarios se rigen por ciertas normativas cuya utilidad es dudosa fuera de ese ambiente profesional. Al menos para mí, la experiencia de encontrar lo que buscaba en los ficheros de la Biblioteca del Congreso fue sumamente frustrante. Sufro la misma decepción cuando busco un libro en la biblioteca personal de mi mujer, que carece de ficheros y, por supuesto, es de un volumen infinitamente más modesto. Sin embargo, para ella es muy simple encontrar lo que busca.
Cada criterio de clasificación responde a un dispositivo lógico más o menos personal y siempre atado a las necesidades particulares. El único propósito de clasificar los libros en las estanterías es encontrarlos. Por eso, desde mi punto de vista, cualquier criterio es válido mientras cumpla ese objetivo. Ahora bien, compartirlo, es otra cosa.
En mi librería es posible encontrar agrupada toda la obra de un autor en, por ejemplo, “narrativa argentina”. De este modo, el cliente que busque un libro de ensayos de ese autor y, naturalmente, lo haga en la sección “ensayos”, se sentirá frustrado. La decisión de agrupar toda la obra ha sido tomada bajo el supuesto de que se trata de un escritor cuyos lectores son algo fanáticos; en general, quieren cualquiera de sus libros. Podría decirse que lo quieren a él. Claro que ésta no es una regla de oro ni mucho menos.
Este tipo de clasificación no carece de problemas. Uno de ellos es que pone a prueba mi tolerancia al “error”. Es para mí desagradable encontrar un ensayo entre los libros de ficción. Otro problema (que afecta menos al ego que al bolsillo) es el que deriva de los clientes excesivamente tímidos; si no encuentran lo que buscan, en lugar de preguntar saludan (cuando lo hacen) y se van.
Hay otros casos en los que la variedad de posibilidades para ubicar un libro proviene del mismo libro. “El hombre en busca de sentido” es una obra de psicología, pero bien podría compartir estante con “El diario de Ana Frank”, con la trilogía de Primo Levi o con lo mejor de la “autoayuda” o de la “espiritualidad”. ¿Qué decisión tomar? En tren de confesiones, en este ejemplo, me gana la profesión del autor y el resto de sus trabajos: sé que lo encontraré en “psicología”, muy cerca de Freud y Fromm, autores que comparten la primera letra de sus apellidos.
Las decisiones que un librero debe tomar en relación con la ubicación de los libros caminan sobre el borde de sus propios criterios y los que presume en sus clientes. Una pésima decisión puede dar como resultado que el libro se extravíe para todos. Por eso suelo guiarme por mis criterios personales; pueden parecer, a veces, caprichosos, pero son conocidos para mí y me dan la chance de volver a caminarlos. Por otro lado ¿cómo podría conocer los caprichos ajenos? Valdrán algunos ejemplos para responder.
Están los clientes que “coleccionan”. Existen colecciones temáticas, como “El séptimo círculo”, lo que hace coincidir el criterio de “colección” con el de “policiales”. El problema se complica en colecciones como “Grandes pensadores” o “Premios Nobel”, que incluyen títulos de filosofía, sociología, ciencias políticas o narrativa y poesía, física y economía.
Un cliente pregunta:
-¿Tenés libros de la colección “Oro”(1)?
-¿Cuál buscás?
-No sé. Quiero completar la colección, pero no sé cuáles me faltan.
Es entonces cuando me arrepiento de mis propios criterios de clasificación y empiezo a valorar los ajenos. La demora en reunir los libros de “Oro” puede vulnerar la paciencia del cliente; por otro lado, no es seguro que los encuentre todos.
Está el cliente que sabe cuáles son los libros que busca, pero solamente conoce el número(2); desconoce títulos y autores, los dos grandes aliados a la hora de revolver en los estantes.
De todos modos, los coleccionistas responden a un criterio externo, propuesto por una editorial y conocido por el librero. El problema es más grave cuando el buscador ha estructurado categorías más misteriosas o más vagas.
He sido consultado por la sección de “moralistas ingleses” y la de “literatura gay”. El caso más extremo es el de un muchacho que buscaba libros editados en 1992. Lo interrogué con sincera curiosidad. No era muy elocuente o no sentía ganas de compartir sus misteriosas motivaciones. Solo pude sacar en claro que no tenía importancia para él el contenido de los libros sino tan solo la fecha de edición. Supuse que estaría encarando una tarea estadística o algo por el estilo, pero me aseguró que no. Con toda la elegancia de la que fui capaz, me negué a rescatar los volúmenes del ´92 en el momento. Le propuse que volviera otro día, algo que los dos sabíamos que no ocurriría.
Terreno más fértil para el vendedor de libros (porque lo pone a prueba y le ofrece posibilidades) es el de aquéllos clientes que buscan un libro “parecido” a otro, una novela con la misma temática de otra, libros que “enseñen algo”, que “dejen algo”, que sean “apropiados” para una persona mayor, para alguien que está internado en un hospital o, simplemente, un “libro bueno”.
Cada criterio de clasificación responde a un dispositivo lógico más o menos personal y siempre atado a las necesidades particulares. El único propósito de clasificar los libros en las estanterías es encontrarlos. Por eso, desde mi punto de vista, cualquier criterio es válido mientras cumpla ese objetivo. Ahora bien, compartirlo, es otra cosa.
En mi librería es posible encontrar agrupada toda la obra de un autor en, por ejemplo, “narrativa argentina”. De este modo, el cliente que busque un libro de ensayos de ese autor y, naturalmente, lo haga en la sección “ensayos”, se sentirá frustrado. La decisión de agrupar toda la obra ha sido tomada bajo el supuesto de que se trata de un escritor cuyos lectores son algo fanáticos; en general, quieren cualquiera de sus libros. Podría decirse que lo quieren a él. Claro que ésta no es una regla de oro ni mucho menos.
Este tipo de clasificación no carece de problemas. Uno de ellos es que pone a prueba mi tolerancia al “error”. Es para mí desagradable encontrar un ensayo entre los libros de ficción. Otro problema (que afecta menos al ego que al bolsillo) es el que deriva de los clientes excesivamente tímidos; si no encuentran lo que buscan, en lugar de preguntar saludan (cuando lo hacen) y se van.
Hay otros casos en los que la variedad de posibilidades para ubicar un libro proviene del mismo libro. “El hombre en busca de sentido” es una obra de psicología, pero bien podría compartir estante con “El diario de Ana Frank”, con la trilogía de Primo Levi o con lo mejor de la “autoayuda” o de la “espiritualidad”. ¿Qué decisión tomar? En tren de confesiones, en este ejemplo, me gana la profesión del autor y el resto de sus trabajos: sé que lo encontraré en “psicología”, muy cerca de Freud y Fromm, autores que comparten la primera letra de sus apellidos.
Las decisiones que un librero debe tomar en relación con la ubicación de los libros caminan sobre el borde de sus propios criterios y los que presume en sus clientes. Una pésima decisión puede dar como resultado que el libro se extravíe para todos. Por eso suelo guiarme por mis criterios personales; pueden parecer, a veces, caprichosos, pero son conocidos para mí y me dan la chance de volver a caminarlos. Por otro lado ¿cómo podría conocer los caprichos ajenos? Valdrán algunos ejemplos para responder.
Están los clientes que “coleccionan”. Existen colecciones temáticas, como “El séptimo círculo”, lo que hace coincidir el criterio de “colección” con el de “policiales”. El problema se complica en colecciones como “Grandes pensadores” o “Premios Nobel”, que incluyen títulos de filosofía, sociología, ciencias políticas o narrativa y poesía, física y economía.
Un cliente pregunta:
-¿Tenés libros de la colección “Oro”(1)?
-¿Cuál buscás?
-No sé. Quiero completar la colección, pero no sé cuáles me faltan.
Es entonces cuando me arrepiento de mis propios criterios de clasificación y empiezo a valorar los ajenos. La demora en reunir los libros de “Oro” puede vulnerar la paciencia del cliente; por otro lado, no es seguro que los encuentre todos.
Está el cliente que sabe cuáles son los libros que busca, pero solamente conoce el número(2); desconoce títulos y autores, los dos grandes aliados a la hora de revolver en los estantes.
De todos modos, los coleccionistas responden a un criterio externo, propuesto por una editorial y conocido por el librero. El problema es más grave cuando el buscador ha estructurado categorías más misteriosas o más vagas.
He sido consultado por la sección de “moralistas ingleses” y la de “literatura gay”. El caso más extremo es el de un muchacho que buscaba libros editados en 1992. Lo interrogué con sincera curiosidad. No era muy elocuente o no sentía ganas de compartir sus misteriosas motivaciones. Solo pude sacar en claro que no tenía importancia para él el contenido de los libros sino tan solo la fecha de edición. Supuse que estaría encarando una tarea estadística o algo por el estilo, pero me aseguró que no. Con toda la elegancia de la que fui capaz, me negué a rescatar los volúmenes del ´92 en el momento. Le propuse que volviera otro día, algo que los dos sabíamos que no ocurriría.
Terreno más fértil para el vendedor de libros (porque lo pone a prueba y le ofrece posibilidades) es el de aquéllos clientes que buscan un libro “parecido” a otro, una novela con la misma temática de otra, libros que “enseñen algo”, que “dejen algo”, que sean “apropiados” para una persona mayor, para alguien que está internado en un hospital o, simplemente, un “libro bueno”.
Raúl Tamargo
Buenos Aires, Argentina, EdM, abril de 2012
(1) Colección de cultura general que publicaba la editorial Atlántida en los años 40.
(2) Muchas editoriales numeran los títulos que publican dentro de una colección con el único fin de sacar partido del altísimo grado de obsesión que padecen los coleccionistas. Éstos podrán vivir felices mientras ignoren que les falta un título en las estanterías de sus bibliotecas, pero ¿cómo podrán ser felices si ven, cada noche, que entre el número 220 y el 222, falta el 221?
Buenos Aires, Argentina, EdM, abril de 2012
(1) Colección de cultura general que publicaba la editorial Atlántida en los años 40.
(2) Muchas editoriales numeran los títulos que publican dentro de una colección con el único fin de sacar partido del altísimo grado de obsesión que padecen los coleccionistas. Éstos podrán vivir felices mientras ignoren que les falta un título en las estanterías de sus bibliotecas, pero ¿cómo podrán ser felices si ven, cada noche, que entre el número 220 y el 222, falta el 221?
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