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Los libros y la gente, por Raúl Tamargo


ueron las ansiedades del lector las que me convirtieron en librero. No imaginé que las del escritor se verían pronto acrecentadas. El doble oficio me convirtió además en un espía, alguien que entra en la extraña intimidad de las personas con los libros.
    La (s) nota (s) que sigue (n) es (son) parte de los informes que aquel espía confecciona cuando consigue que el lector, el librero y el escritor vuelvan a ser un único sujeto



El libro usado

No compra ni lee libros usados. Afirma que la lectura de un texto cualquiera debilita los poderes de la palabra escrita. Nadie hace té con un saquito usado, sostiene, a modo de explicación. Según su hipótesis, el lector de una biblia recién impresa tiene más posibilidades de impregnarse de su sabiduría que aquel que ha heredado el libro de un padre o de un abuelo.
    Aunque no es una evidencia concluyente, su respuesta a mi pequeña trampa me ha hecho considerar con seriedad sus opiniones.
    Recibí un ejemplar nuevo de la última novela de un autor que ambos admiramos. Lo leí con el mayor de los cuidados; sin provocar marcas en el lomo, sin orejearlo, casi sin tocarlo. En su siguiente visita le ofrecí el ejemplar. Se sentó en un sillón de la librería y mientras yo continué con mis tareas, él leyó algunas páginas. Después de un rato, me dijo que X lo decepcionaba por primera vez. No compró el libro, pero unos días después pude verlo, desde la ventanilla del colectivo, pasearse por la avenida con otro ejemplar bajo el brazo.

El que no lee

Merodea la librería con frecuencia. Otea la vidriera. A veces entra al local. A veces señala un libro y me pregunta por su autor y por el contenido. Jamás espía sus páginas, jamás compra. Para él, todo libro concentra un grado de sacralidad tal que le impide leerlo.


Una tesis

El muchacho de paso me pide asesoramiento para la elaboración de su tesis. El tema que se propone desarrollar, me explica, es el supuesto florecimiento del ocultismo y los conocimientos esotéricos durante las dictaduras. Por proximidad, eligió el período que va de 1976 a 1983.
    Esa clase de requerimientos siempre me ponen a prueba. Experiencias anteriores me han enseñado a delinear una suerte de método, algo rústico, pero en muchos casos exitoso. Tres elementos lo componen.
    El primero es la búsqueda de aquellos libros que recuerdo bien y que, desde mi punto de vista, serán de utilidad para el trabajo. En este caso recordé dos: un ensayo biográfico sobre López Rega y una pequeña y dudosa publicación cuyo título era “Ocultismo”, editado en esos años en Buenos Aires.
    El segundo paso (el orden sucesivo es de suma importancia en estos casos, porque con esos dos primeros libros me propongo mantener ocupado al muchacho de paso mientras continúo la búsqueda) consiste en recorrer los estantes hasta dar, de manera más o menos azarosa, con material que pueda aproximarse al tema. Apelo a varias secciones con expectativa decreciente, y voy apilando libros sobre el mostrador: ciencias sociales, ciencias ocultas, temas argentinos, autoayuda.
    Mi método tiene un tercer elemento que es de orden especulativo y que no respeto a rajatabla. A veces (pero éste no es el caso), recuerdo un libro que se ajusta con precisión a las necesidades del cliente, pero que no tengo disponible. Mencionarlo puede ser delicado: puede ocurrir que el interesado sienta un estímulo tan poderoso que ya no deseé comprar sino ese libro y abandone con elegancia y palabras de agradecimiento las pilas que fui ofreciéndole trabajosamente. A veces, esa mención puede llegar una vez que la operación ya fue cerrada. A veces (me cuesta confesarlo) simplemente, no llega.
    Diecisiete libros parece una cifra suficiente para encontrar algo de interés. Sin embargo, ya desde el principio sospeché que algo andaba mal. El muchacho de paso cuestiona cada uno de ellos por distintas razones, sin tomarse el trabajo de leer contratapas, índices, solapas. Mis primeros comentarios parecen aportar más al rechazo que al acercamiento, por lo que me abstengo de ellos enseguida. Las razones que esgrime el muchacho de paso van dando luz al problema: advierto que lo que busca es un libro que contenga su tesis.
  Agradece mi buena voluntad, pero se va sin nada. Me quedo pensando si el resultado de mi trabajo hubiera sido otro de haber seleccionado dieciséis o dieciocho libros, en lugar de entregarme a la decepción justo en el número de la desgracia.

Pliegos en blanco

A usted le habrá tocado llegar a la página cien de un libro y comprobar que está completamente en blanco. La decepción es profunda porque es allí donde se resolvía el misterio de un crimen o bien el personaje tomaba una decisión definitoria. De todos modos, revisa la página ciento uno con la esperanza de reponer mentalmente lo perdido. Hace un esfuerzo y consigue continuar, pero en la página ciento dos vuelve a encontrar un vacío que lo llena de furia. El tiempo entregado a las noventa y nueve páginas leídas se ha convertido en una trampa. Ya no importa el hechizo dispensado por la historia, la suspensión del mundo cotidiano, las mil ideas sugeridas por el texto que mantuvieron su mente activa y esperanzada. Ha perdido el control sobre sus emociones cuando, ya sin luchar contra lo que no está, comprueba que también carecen de texto las páginas ciento cuatro, ciento seis, ciento ocho, ciento diez, ciento doce y ciento catorce. Entonces recuerda que la librería en la que compró su libro, está en un barrio que no frecuenta; deberá hacerse tiempo para ir especialmente hasta allí. Cuando llega al local puede ocurrir que el librero sea amable y tenga buena voluntad; aun así, le dirá que no cuenta con otro ejemplar a mano para reponer el suyo. Le propondrá volver en unos días, cambiarle el libro por otro cualquiera o bien, en el mejor de los casos, devolverle el dinero. Usted resolverá.
    El defecto es frecuente. Un pliego completo ha salido de la máquina, impreso en una sola de sus caras. Luego es doblado dos, cuatro u ocho veces, lo que dará un resultado de cuatro, ocho o dieciséis páginas mudas. No lo advirtió el impresor, el encuadernador, los editores, el distribuidor, el librero; solamente usted, que ha recorrido el libro centímetro a centímetro, ordenadamente, desde el principio. Para su consuelo, le hablaré de otras dos víctimas como usted.
    Un cliente compra los siete volúmenes de En busca del tiempo perdido. Casi cuatro años después, se presenta en el local con el tomo siete, El tiempo recobrado, en el que me indica el defecto: ocho páginas impares, a partir de las ciento veintitrés. Le digo que no tengo un ejemplar de reemplazo y le ofrezco las opciones que antes mencioné.
    -Yo no quiero el dinero –me dice, en un conato de ira- Quiero ese libro.
    Le explico con paciencia que no puedo asegurarle la reposición porque ha pasado mucho tiempo y no estoy seguro de que se encuentre en existencia. Hago las gestiones necesarias y todo se resuelve muy bien, pero el episodio me sirvió para reflexionar sobre el asunto de los pliegos en blanco y la enorme estafa de leer mil o mil doscientas páginas para encontrarse con un silencio que Proust no programó. También, para medir el tiempo de lectura de su obra.
    El segundo caso es más curioso. El personaje es un hombre joven, desaliñado y con más de un tic al hablar. Saluda con excesiva formalidad y me pregunta, en voz tan baja que debo pedirle que repita, si tengo alguna buena novela con páginas en blanco. Me aseguro de que he comprendido bien. Le digo que sí, pero me niego a vendérsela. Él insiste, pero me muestro firme; no solamente me parece poco ético, sospecho problemas posteriores. Entonces, decide explicarse:
    -Me gusta leer y que la lectura se interrumpa en algún punto. Entonces me imagino escritor y continúo la historia hasta que me encuentro otra vez con las palabras del autor original. Es un ejercicio muy interesante. Se lo recomiendo. Comprobará que no es tan difícil meterse en la mente del otro.
    Para dar pruebas de lo que dice, me muestra un ejemplar del Quijote en el que algunas páginas están prolijamente manuscritas. No leo, pero observo que el escrito respeta la caja de impresión, la cantidad de renglones y su horizontalidad. Un prodigio. Viéndome todavía perplejo, me aclara que no busca ningún descuento, que está dispuesto a pagar por el libro, el mismo valor que si estuviera en buenas condiciones. Accedo.
    -Guárdeme alguno más para la próxima –me pide.
    Aunque esporádicamente, el hombre sigue acudiendo a la librería en busca de libros de texto discontinuado. He perdido los reparos. Le reservo libros fallados por meses, especialmente si son novelas clásicas, que es lo que más disfruta. Cierta vez le sugerí la idea de realizar su ejercicio sin necesidad de pagar por libros incompletos. Por ejemplo, le dije, usted se detiene en la página treinta, escribe lo suyo, y continúa la lectura en la treinta y cinco.
    -No es lo mismo. Jamás le faltaría el respeto de ese modo a un autor consagrado.
    -Pero… ¿no siente curiosidad por saber qué decían los originales?
    -De ningún modo –me respondió-. Detesto que me lo digan todo.

Raúl Tamargo (Buenos Aires)
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