APUNTES

Secretos de un librero: La perla que buscaba, por Raúl Tamargo


La mujer pregunta por libros de un autor cuyo nombre no me es familiar. Dice que se trata de un poeta argentino, un gran poeta. Sin esperanzas, consulto el catálogo y encuentro dos libros. No demoro en ubicarlos en los estantes. La mujer relata una pequeña historia sobre cada uno de ellos. Parece conocer toda la bibliografía. Ha tenido contacto personal con el poeta. Me cuenta cosas de su vida con una pasión de la que lamento no poder participar. Para mí, es un perfecto desconocido y sus libros compartían el lugar, hasta hoy, con decenas de obras publicadas por los propios autores o por editoriales muy pequeñas o efímeras. El relato de la mujer consigue despertar mi interés. Espero que se vaya para entrar en internet y buscar información. Antes de que eso pueda ocurrir, ella se detiene en un poema y lo lee en voz alta. Es una pieza medida y rimada, tal vez un soneto. En cierta forma, un texto de gratitud a dios por haber derrochado sus bondades sobre nuestro país. Huele a rancio. Disimulo mi disgusto porque ella no cesa en sus halagos y ya está leyendo un segundo poema. Ahora la gratitud está dirigida a la inmigración europea. El tono es el mismo; los procedimientos, también.

     La mujer acaba la lectura y llora. No demora en reponerse. Mientras me habla, hojea el libro que tiene entre las manos. De pronto se detiene en una página y arranca con otra lectura. Su recitación es correcta, pero hacia los últimos dos o tres versos, la voz se desmorona por un nuevo acceso de llanto. No puedo decir nada acerca del tercer poema; no he podido seguirlo. Ha pasado a ser un elemento secundario de la escena. Me interesa más saber por qué puede haber, frente a una misma obra, reacciones emocionales tan diversas.
      Treinta años antes, asistí a una representación teatral en un pueblo de la provincia de Buenos Aires donde vivía desde hacía algunos años. La puesta estaba a cargo de un grupo vocacional. El libro había sido escrito en los años veinte por un autor desconocido para mí. Era pésimo. Un drama rural repleto de situaciones y diálogos inverosímiles. Los personajes sufrían, hacia el final, transformaciones inexplicables. Las actuaciones también eran muy malas, lo que ayudaba a componer una atmósfera de parodia involuntaria. En aquellos años, el término bizarro se usaba para otras cosas. Cuando se encendieron las luces de la sala, mi compañera y yo éramos los únicos que no llorábamos. Fue como un cachetazo. ¿Qué cosas abrían una distancia tan grande entre nosotros?
      Desde luego, no tuve más que bocetos de respuestas, lo mismo que ocurre ahora, cuando la mujer me pide disculpas por sus lágrimas y se va, plenamente feliz de haber encontrado la perla que buscaba.

Raúl Tamargo
Buenos Aires, EdM, junio 2013
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