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Parques de diversiones (1), por Germán Maggiori


En la nota del 17 de junio de la contratapa de La Nación, titulada “Parques de diversiones: el ocaso de una forma de entretenerse”, la periodista Evangelina Himitian hace -bajo el pretexto de la noticia de la reciente expropiación del Parque de la Costa-, una recopilación muy ilustrativa de testimonios y anécdotas de un puñado de fanáticos de los parque de diversiones vernáculos. Curiosamente, o no tanto, todos los entrevistados pertenecen a una misma generación, la mía, la de aquellos que vivimos la infancia durante los años de la dictadura. Veamos adónde conduce esto:
     “Cada año, cuando llegaba su cumpleaños y sus padres le preguntaban cómo quería festejarlo, Gastón Nicolea, que hoy es arquitecto y tiene 41 años, repetía lo mismo: en el Italpark”, nos introduce la nota en el primer caso, “Hace un tiempo, un amigo le hizo el mejor regalo desde que era chico: un carrito original del Súper 8. . . El carromato tiene el tamaño de un Fiat 600 y fue a parar a la casa de sus padres, en Flores, para ser restaurado”, completa el cuadro. El mismo Gastón declara: "Para mi generación, los parques son parte de nuestra historia. Visitarlos era una de las cosas más lindas que te pasaban en el año. Era un lugar para encontrarte con tus amigos y a la vez donde enfrentar emociones fuertes a una corta edad". Tres elementos de la frase saltan inmediatamente a los ojos: mi generación, emociones fuertes y corta edad. Pero el de Gastón no parece un caso aislado:

      “Es el recuerdo más fuerte que tengo de mi infancia", dice Matías, que tiene 38 años y es analista en sistemas.
    Flavio Rodríguez, va más allá todavía: “Entre los recuerdos y artículos coleccionados, atesora los cospeles originales y dice que aún recuerda el sonido que hacían, ese clack que emitían antes de habilitar la entrada al juego. La adrenalina ya comenzaba a palpitarse”. Nuevos elementos se suman, la subjetividad ahora aparece acompañada de objetos y síntomas físicos: el fetichismo del cospel y el reflejo pavloviano, que desencadena el ruido de la ficha al caer y su evocación, que se traduce en una descarga de adrenalina.
     Y el caso extremo, casi al final de la crónica, de Gabriela (45 años), cuyo fanatismo irracional la llevó a tatuarse en el cuerpo la imagen de la torre de Interama. Hoy, nos cuenta la periodista, colecciona fotos originales de parques de diversiones. "Las compro por Internet. Es como volver a vivir la emoción", declara Gabriela sin que se le mueva un pelo.
    Las voces son explícitas en más de un sentido, trasmiten patentemente el triunfo de una táctica militar, una batalla ganada de una guerra ideológica perdida. Italpark fue el escenario de una farsa, aunque sin los elementos grotescos de una farsa, un simulacro montado para abstraer a las próximas generaciones de la vista del horror, del genocidio en marcha. Italpark funcionaba, me animo a decir, como un mecanismo de distracción infantil masiva.
      En su delirio, el Proceso se había fijado dos objetivos: la eternización en el poder, y la erradicación del “zurdaje” del país. Para conseguir el primero necesitaban construir entornos “amistosos” para aquellos hijos de la clase media urbana que se había mantenido al margen de la lucha armada y que poblarían el país de mañana. Para los otros tenían su plan sistemático de apropiación y reeducación. La historia de Interama pone al desnudo la trama. En el año 78, la Junta le encarga a Osvaldo Cacciatore, nuestra versión bananera de Albert Speer, la construcción del "Parque Zoofitogeográfico y de Diversiones". Ya habían sido testigos del fervor, casi adicción, que despertaba el Italpark; era hora de replicar el mecanismo y ampliarlo. El terreno donde se construye el parque, ocupado por una villa de emergencia, fue -como se estilaba entonces- limpiado por topadoras, expropiado y dado en concesión a una sociedad conformada por civiles y militares: Interama S.A. El monumentalismo cínico que cultivaban estos personajes siniestros los llevó a erigir en el año 80 la famosa torre espacial de casi doscientos metros de altura, con un magnífico mirador por el que se veía la ciudad, a lo lejos, y las villas, ahí nomás.
       La rapiña militar se aceleró hacia el final del ciclo, el parque se terminó inaugurando tarde, en septiembre del ochenta y dos, en el ocaso político de la Junta, cuando la aventura suicida de Malvinas les había costado el poco poder que les quedaba. El objetivo truncado de la Junta, no obstante, dejó su huella psicológica en muchos miembros de mi generación. Mamados desde chicos con adrenalina, crearon las condiciones para lo que pasó en los noventa, cuando se anestesió la intervención de esos mismos sujetos, ahora jóvenes en la edad de la rebeldía, abriéndole la canilla a la cocaína. Fue algo que rápidamente entendió y usó el menemismo, algo que lo ayudó a mantenerse diez años en el poder.

Germán Maggiori
Buenos Aires, EdM, junio 2013
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