Conozco el caso de un lector de lectores que no busca compañía en las huellas de lectores anteriores; busca un objeto de análisis. No intercede con sus propias interpretaciones del texto “original”; se limita a interpretar las de su antecesor. Disfruta imaginando los pasadizos mentales que lo llevaron a tomar sus notas y elegir sus destacados. Cuando relata la experiencia, se advierte en él algo así como una mirada clínica. Parece el relato de un investigador o de un psicólogo. Formalmente, no es ninguna de las dos cosas. Fabrica pigmentos para la industria del plástico. Confiesa que sus ratos en las librerías son un oasis en medio de las presiones laborales. Por las noches, el oasis se amplía con la lectura.
En cierto momento, sentí la suficiente confianza para proponerle algo más arriesgado. Le expliqué que su trabajo de intérprete contenía, a mi juicio, la simiente de un cuentista de personajes. Le sugerí que intentara la tarea.
-No –me respondió con seguridad –Eso no es para mí.
-Podrías escribirlo vos –agregó, después de unos segundos –El protagonista podría ser un hombre obsesionado por las obsesiones ajenas.
El mismo cliente, en cierta ocasión me propuso que le cambiara un libro que había comprado pocos días antes. No recuerdo el título, pero tengo una imagen nítida del volumen porque me lo mostró concienzudamente: lo tenía señalado en cinco páginas. En cada una de ellas, había un párrafo sin subrayar. El resto del texto estaba completamente subrayado con trazos seguros de un lápiz blando. Ninguna nota en los márgenes.
Jamás habría puesto a la venta un ejemplar en ese estado de no haber pensado en este lector de lectores. De hecho, no lo revisé suficientemente cuando pasó por mi mano para inventariar. Vi que estaba muy marcado y lo aparté a la espera de su llegada. Pero resultó ser demasiado.
Me explicó que, no bien advirtió la originalidad del caso, puso su dispositivo interpretativo en marcha, pero en sentido inverso, es decir, tomó como material los párrafos sin marcaciones.
-Es demasiado poco –me dijo – Solo puedo concluir que el dueño de este libro era Pierre Menard o un loco como él.
Raúl Tamargo
Buenos Aires, Argentina, Edm, marzo de 2012
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