A Marcelito, el mayor,
en su cumpleaños nosécuantito
Ocurrió en mi primer día de trabajo.
Después, hasta llegué a pensar que sólo había sido una suerte de test, una manera de poner a prueba mi iniciativa ante situaciones que se presentan a menudo en la llamada vida real pero nunca en los textos de estudio. O tal vez una agudeza de mi jefe, una de esas bromas pesadas que en todas partes los empleados más viejos suelen gastarle a los novatos a modo de bienvenida. Pero no, el asunto había ocurrido realmente, aunque no mereció sino tres líneas en la prensa del día siguiente, vacías por supuesto de toda esa verdad que yo alcancé a vislumbrar.
Esa mañana de mi primer día ni siquiera había alcanzado a sentarme a mi escritorio cuando al pasar frente a mí, el jefe me ordenó con una señal que lo siguiera a su oficina.
“Acabo de recibir esto. Vaya y vea lo que puede hacer”, había dicho sin saludarme ni mirarme, “si no puede, me llama. Yo me hago cargo”, y como despedida me había tendido unos papeles. Mi jefe no se molestaba en disimular la animadversión que yo le provocaba. Su candidato para el puesto que yo ahora ocupaba había sido otro. Yo simplemente había tenido la suerte de presentar un mejor currículum. Y la suerte además, de que una larga amistad de juventud y parrandas uniera a mi padre con el jefe de mi jefe, el fiscal nacional.
Antes de salir de la oficina me detuve indeciso en la puerta.
“¿Cómo llego hasta allá?”, pregunté alzando las hojas con gesto interrogante.
Mi jefe me miró con una mezcla de burla y enojo contenido.
“Su Rolls Royce está en el lavado”, dijo, “¿le molestaría mucho tomar un taxi?”.
Fue un sarcasmo ramplón que preferí olvidar. En verdad, la antipatía que mi jefe me profesaba no me preocupaba mucho. Yo no pensaba permanecer demasiado tiempo como ayudante suyo en las oficinas de la fiscalía sur. Sólo el suficiente antes de comenzar mi beca de posgrado en Lovaina o Heidelberg, los lugares donde habían hecho su doctorado todos los juristas de mi familia, es decir, mi abuelo, mi padre y mis tres hermanos mayores.
En el taxi eché un vistazo a los pocos papeles del escrito. Aunque confuso, a prima vista parecía un caso serio, lo que no me sorprendió. Para poner a prueba mis capacidades mi jefe no iba a encargarme precisamente una bagatela de solución fácil, sino todo lo contrario. El parte policial, con su acostumbrada precariedad gramatical, hacía referencia a una presunta “alteración grave del orden público”, sin entregar detalles de ningún tipo. Y la nota del Departamento de Operaciones del Metro S.A., dirigida a la intendencia provincial, sólo era un par de líneas en las que se solicitaba “la discreta cooperación del ministerio público” para buscar una “solución inmediata y satisfactoria” a un problema que no se precisaba.
En contra de mis expectativas en la estación del metro no se observaba nada que escapara a la condición de normal, lo que en mi fuero más íntimo no dejó de desilusionarme. Nada de acordonamientos, nada de curiosos, y sobre todo, nada de cámaras de televisión ni periodistas con micrófonos en ristre. La boca de entrada de la estación ingurgitaba y vomitaba los pasajeros con el ritmo aburrido de la rutina diaria. Sólo un carabinero, con un chaleco verdenilo con rayas reflectantes que lo hacía verse como un obrero de vialidad, se acercó y apresuró en abrir la puerta del taxi.
“¿Usted es el fiscal?”, me saludó.
“Fiscal adjunto”, corregí modesto.
“Lo están esperando. Por acá, por favor”.
Lo obedecí.
A paso rápido me condujo al interior de la estación, era la última (o la primera si se quiere) de esa línea de metro, que unía algunas comunas del sur con otras del norte de la ciudad. Tampoco en la estación se observaba signo alguno de anormalidad. Estoy muy lejos de ser usuario habitual del transporte público y la monótona similitud de las estaciones las hacía a mis ojos todas perfectamente confundibles. Por lo mismo no recordaba haber estado allí alguna vez. De lo que sí estaba seguro, era de no haber traspasado nunca una de esas pequeñas barreras que marcan los confines de cada andén y el comienzo de la oscuridad del túnel. En ese límite nos esperaba un hombrecillo nervioso que a guisa de saludo en lugar de tenderme la mano, me alcanzó un casco de seguridad.
“Buenos días. Soy Julián Lértora, director de operaciones del metro. Póngase esto”.
Al escucharlo, disimulando mi asombro, volví a mirar al hombrecillo. No sé porqué siempre había imaginado a los directores ejecutivos de cualquier empresa con un activo superior a los cien millones de dólares, (rango que yo mismo aspiraba alcanzar alguna vez), como hombres jóvenes, dinámicos, exultantes de aplomo, con gel fijador en los cabellos y en la sonrisa. El aspecto de este señor Lértora en cambio, con su terno de arrugas lustrosas y con una camisa que excedía en algunos números la talla real de su cuello, era el de un ratón a punto de jubilar.
Me puse el casco y lo seguí, a la luz enfermiza de unos pocos tubos de neón, por el estrecho sendero de cemento adosado a la pared mohosa del túnel. Con rechinamiento de hierro contra hierro un tren sobrecargado de pasajeros pasó veloz a nuestro lado. En alguna parte de la pared, el hombrecillo empujó una puerta cuasi invisible y nos encontramos en un cubículo estrecho en el que se apilaban herramientas, cables y una pequeña mesita de metal que ahora servía de escritorio. Había allí otro hombre, blindado en un uniforme antimotín.
“Le presento al teniente...”, el hombrecillo trastabilló un segundo en su frase de presentación para corregirla en el segundo siguiente, “... a la teniente Cereceda de las fuerzas especiales de carabineros”, dijo.
Confundido le estreché la mano a la mujer y me apresuré en murmurar un “mucho gusto” en un tono que sonó como una excusa a mí mismo por mi comprensible error impronunciado de haberla tomado por un varón. La luz escasa y las gruesas guarniciones del casco que deformaban su mentón y mejillas, apenas permitían entrever sus ojos pequeños y sus labios delgados. Nadie podía suponer que bajo esas parafernalias blindadas se escondía el cuerpo de una mujer. Tal era la fuerza sugestiva de su recio aspecto que hasta me pareció que olía a Old Spice, la barata loción para después de afeitar que mi abuelo insiste en usar desde sus tiempos inmemoriales de estudiante.
“¿Cómo piensa proceder?”. El señor Lértora cortó el hilo de mis mudas divagaciones.
“¿Podría explicarme la situación actual?”, retruqué automáticamente.
El conciso reporte del señor Lértora corroboró mis sospechas. Se trataba de un asunto serio que en cualquier momento podía derivar a grave.
Un grupo indeterminado de personas había ocupado un tren del metro, se había parapetado en el último vagón y bloqueado sus puertas para impedir el acceso de los guardas. La reacción del conductor había sido si se quiere audaz, pero sin duda acertada. De inmediato había maniobrado el tren del andén hasta un ramal de los túneles de mantención, y ahí lo había estacionado con sus ocupantes, aislado y fuera de la vista de todos. Luego, había corrido a informar al jefe de estación. Esta oportuna decisión del conductor había permitido que el servicio de pasajeros, aparte de un par de minutos de retraso, no sufriera interrupciones de ningún tipo y que, por ende, nadie hasta el momento se hubiera percatado del incidente. El hecho había ocurrido a primeras horas de la mañana, poco antes de que la estación abriera sus puertas al público, lo que hacía suponer que el grupo de ocupantes había ingresado por uno de los ductos de ventilación que comunicaban los túneles con la calle.
El señor Lértora terminó su breve exposición y se quedó mirándome con sus ojillos de ratón triste, a la espera de mi primer comentario de oficio. También la teniente Cereceda me miraba y esperaba.
Pero el señor Lértora en su nerviosismo había olvidado mencionar lo esencial de toda acción tan radicalmente jacobina como aquella: sus causas.
“¿Qué alegan? ¿Qué quieren? ¿Qué piden?”, pregunté.
Por primera vez el director de operaciones elevó la voz.
“¡Bah, tonterías! ¡Estupideces! ¡Están locos de remate!”, casi chilló al decirlo. “Venga, lo mejor es que los vea usted mismo”, dijo perentorio, levantándose.
La teniente Cereceda y yo lo seguimos sin palabras. El estrecho sendero, ahora de gruesos tablones de madera, se alzaba aproximadamente a un metro y medio del suelo y se extendía por entre los trenes que, inmóviles en las penumbras del túnel, semejaban gigantescas larvas mecánicas madurando su tiempo de nacencia antes de la primavera.
“¿Y usted qué piensa?”, le pregunté a la teniente, con más curiosidad por escuchar su voz antes que interés por conocer su opinión.
“Mis hombres están listos”, fue su áspera respuesta. Una, reconozco, que junto con impresionarme por su crudeza me hizo imaginar cosas que no venían al caso.
“Ahí los tiene”, murmuró el señor Lértora.
Era el único tren que mantenía encendida su iluminación interior. Pero la luz que arrojaban sus ventanas, en lugar de devolverle naturalidad al lugar se la restaba, transformándolo en una escena de película policial antigua. Esta impresión la reforzaba una veintena de carabineros de las fuerzas especiales que permanecían junto al tren, con atuendo de combate, inmóviles como una foto en blanco y negro. Asordinados por las ventanas cerradas llegaban a nosotros los ruidos de los pitos y matracas que los ocupantes del vagón hacían sonar con un entusiasmo poco convincente. A los vidrios habían pegoteado unos pocos papeles cuyas leyendas se podían leer al trasluz:
“¡Exijimos restitusión inmediata del servicio especial de los lunes!”
“¡Sólo hablaremos con don Ángel!”
“¡Basta de privilejios para pocos! ¡Viajes para todos!”
Interrogué con la mirada al señor Lértora y él se encogió despectivo de hombros.
“Están chiflados”, repitió, “absolutamente chiflados”.
La teniente Cereceda no dijo nada.
“¿Ya habló con ellos?”, pregunté intuyendo de antemano la respuesta.
“Sólo dicen idioteces. Quizá usted tenga mejor suerte”, agregó sin mirarme, “y si no la tiene voy a pedirle a la señorita Cereceda, quiero decir a la teniente Cereceda, que proceda al desalojo”. El ratoncillo director de operaciones lanzó un suspiro teatral pero decidido.
Con seguridad era lo que mi jefe esperaba: que este asunto se me escapara de las manos y descarrilara en un conflicto mayúsculo con un final que sólo podía ser desastroso.
Había llegado pues, mi hora.
Disimulando una tranquilidad que estaba muy lejos de sentir me encaminé por el sendero de tablones al tren tomado. Miré a través de la primera ventana del último vagón. Tal vez eran más, pero los ocupantes que yo vi no eran muchos. Diez o doce. Con mi mano abierta golpeé el vidrio con fuerza hasta que varios de ellos se acercaron.
“¿Usted es don Ángel Morris?”, me preguntó uno a través de la escotilla entreabierta de la ventana.
Estuve en un tris de responderle con una mentira y afirmar que sí, que yo era ese don Ángel, al parecer el único que reconocían como interlocutor válido pero evidentemente no habían visto nunca en persona.
“No. No soy funcionario del metro ni de carabineros”, le aclaré, “soy abogado y sólo quiero ayudarlos a solucionar este problema”, añadí con voz tranquila, que es lo que mejor me sale cuando estoy nervioso.
Luego de una corta deliberación entre ellos, el que parecía ser el cabecilla accionó un mecanismo y descorrió la puerta apenas unos centímetros para que yo pudiera ingresar. Después, volvió a cerrarla.
Era efectivamente un grupo pequeño. Conté trece. Siete hombres y seis mujeres. No estaban armados. A menos que se quiera llamar armas a unos pitos de árbitro y unas matracas de plástico. Sus cuerpos, rostros, gestos y sobre todo su voz gastada, delataban que todos ya habían cruzado hacía mucho la línea de los cincuenta años de vida, una que a todas luces no había sido de coser y cantar, lo que los hacía verse incluso mayores, aunque no lo fueran. Ese tipo de gentes modestas y anodinas que por miríadas pululan por ahí por las calles, ante los ojos de todos y sin que nadie los vea.
Una mujer se levantó y me ofreció su asiento. Una cortesía innecesaria porque todos los asientos estaban desocupados, pero que yo agradecí con efusión más o menos exagerada. Me senté y esperé. Ellos me miraron y esperaron.
“Soy abogado y estoy aquí para ayudarlos”, repetí después de un rato, sin aclararles por supuesto que yo trabajaba no para ellos sino para la contraparte que después levantaría la acusatoria en contra de ellos, “todo eso sería mucho más fácil si me explican de qué se trata”.
“Sólo queremos que repongan el servicio especial de los lunes”, dijo enérgico el que me había abierto la puerta, “nada más”.
“¡Eso!”, lo apoyó una mujer, “¡no queremos más que eso!”
“¡Y los viajes de don Ángel!”, se sumó un tercero.
De pronto, como suele suceder en tales casos, hablaron todos a la vez.
Me llevó un tiempo comprender de qué hablaban. Ahora mismo no estoy seguro que todo lo que escuché esa mañana de mi primer día de trabajo fuera comprensible para todos. Sólo sabía que me encontraba en un túnel del metro, en un tren ocupado por una docena de personas mayores que tampoco parecían darse cuenta exactamente de las dimensiones de su delito. De lo único que estaban seguros todos era de la plena justicia de sus exigencias.
También coincidían todos en que el primer viaje había sido a Petra.
“¿Petra?”. Mi pregunta había sonado estúpida, pero se apresuraron en aclarármela como se hace con un niño.
Todos se recordaban de aquel primer viaje con tal precisión y fidelidad, que el suyo había sido en realidad un perfecto relato coral, fluido y tranquilo, sin interrupciones ni turbulencias.
Se recordaban que el primer viaje había comenzado en un lunes frío de julio del año pasado en el primer tren de la mañana, el que arrancaba de madrugada de la estación terminal cuando aún era noche, a una hora en que los pasajeros son escasos y cuatro quintos de la ciudad todavía duermen. La mujer que me había dado el asiento dijo que aún sin conocerse, todos los pocos pasajeros se habían mirado intrigados cuando por los altoparlantes del tren escucharon algo muy diferente a ese anuncio acostumbrado de “precaución con el cierre de puertas”.
“Muy buenos días”, escucharon todos una voz bien modulada y algo ronca, “mi nombre es Ángel Morris y tendré el placer de servirles como guía en este viaje con que inauguramos nuestro servicio especial de los días lunes“.
Y el tren se había puesto en movimiento.
Todos coincidían también en que había sido a la altura del 12500 cuando la voz de Ángel Morris había vuelto a escucharse por el altoparlante. (Se referían a esos números que cada cierto tramo aparecen pintados de rojos en las paredes de los túneles del metro y que indican una cota de significado arcano).
“A su izquierda”, había anunciado la voz, “ustedes pueden ver ahora las famosas ruinas de Petra, la metrópolis nabatea del siglo ll antes de Cristo, la que una vez fuera el corazón de la legendaria Ruta del Incienso, hoy en los territorios de Jordania. Siglos antes de la llegada de las legiones romanas esta ruta se extendía desde los verdes montes de Suhar en Arabia del Sur hasta Alejandría, Damasco y Bagdad. Como ustedes bien pueden observar”, había agregado don Ángel con pasión de especialista, “los templos, monasterios y criptas funerarias de Petra fueron tallados directamente en la pared rocosa del angosto cañón al este del valle de Aravá...”
No me percaté de cuánto duró la narración que los ocupantes del tren hicieron de ese primer viaje a Petra Y ellos parecieron olvidar por completo la situación en que se encontraban. Lo único que parecía interesarles era volver a rememorar con minucia relojera, para volver a disfrutarlos, aquellos viajes de los lunes en que el señor Ángel Morris los había guiado por lugares que nada ni nadie lograría borrar de sus memorias.
El viaje del lunes siguiente se había iniciado a la altura del número 11700 del túnel. Esta vez, don Ángel los había conducido a la siempre bella Piazza del Duomo con su campanil de 56 metros, la muy afamada Torre de Pisa. Los viajeros me contaron además que don Ángel, como si les hubiera leído el pensamiento, los había tranquilizado con la información adicional sobre los costosos trabajos de reparación que se habían realizado para impedir el desplome definitivo de la magnífica construcción. Para gran contento e hilaridad de aquel grupo de ajados okupas, la mujer que me había cedido su asiento se recordó de aquella pareja de turistas japoneses que se había retratado con los brazos estirados, que los hacía verse como si sujetaran la torre. Era evidente que se trataba de una de las anécdotas que los viajeros consideraban una de sus favoritas.
La oferta de viajes de don Ángel Morris parecía un libro de geografía mágica con un número infinito de páginas. Cada lunes por la mañana no sólo los llevaba a los lugares obligados de todo catálogo de turismo, sino también a los que ya habían desaparecido para siempre de la faz de la tierra o a los míticos que no habían existido sino en la imaginación de los poetas que los habían descrito.
Así, lunes tras lunes, don Ángel había conducido al grupo a las maravillas erosionadas de Gizeh y a las alturas líricas de Macchu Picchu; les había hablado del origen del reverbero dorado de la Acrópolis y del blanco mortuorio del Taj Mahal; los había hecho estremecerse ante las inauditas extensiones de sed y sol del Sahara y con los susurros secretos de Angkor. El que parecía el cabecilla del grupo me narró con los ojos húmedos de agradecimiento de aquel caliente lunes de verano, cuando don Ángel Morris los llevó a visitar los jardines colgantes de Semiramis en Babilonia y al lunes siguiente la alegre Escalera del Agua en el Generalife. Con voz soterrada y risitas sofocadas supieron recordarse también de esa excursión nocturna por las callejas pecaminosas del Reeperbahn en Hamburgo, que había comenzado a la altura del 9800.
De súbito, el grupo interrumpió su narración con la misma prontitud con que la había iniciado. El último viaje con don Ángel Morris -a la Gran Muralla China- había tenido lugar hacía cuatro lunes. Desde entonces, los altoparlantes del metro habían retomado sus acostumbradas advertencias que todos los pasajeros conocían y a los que nadie prestaba atención.
“Sólo pedimos que repongan el servicio especial de los lunes”, repitió categórico, como para recalcar su reingreso a la realidad del momento, el que hacía de corifeo.
“¡Y que nos devuelvan a don Ángel!”, exclamó la mujer enfrente mío, mostrando furibunda su ausencia de dientes.
“¡Dígales que si nuestras exigencias no se cumplen, nos quedamos aquí hasta echar raíces!”, fue la frase con que me despidieron.
La cabeza me daba vueltas cuando me reuní otra vez con el director de operaciones y la teniente Cereceda.
Mucho antes de que yo concluyera el relato de lo que había escuchado, el ratoncillo Lértora alzó despectivo sus dos manitos ordenándome que me ahorrara el resto.
“¡Ya lo sé, ya lo sé! ¡Boludeces, puras boludeces! ¡Ya le dije que no son más que un atado de locos! ¡Chiflados y rechiflados! ¡Escuche bien lo que voy a decirle, mi amigo!", inesperadamente el ratón clavó su índice derecho en mi pecho, “¡Nunca, se lo repito para que me entienda, nunca ha existido en el metro un servicio especial de los lunes! ¿Me entendió? ¡Nunca!”, y volviéndose a la teniente Cereceda le dijo, “¡Desalójelos, teniente, pero recuerde, nada de gases lacrimógenos!”.
El ratón dió media vuelta y se alejó con pasitos de muñeco apurado.
Lo alcancé antes de llegar al cubículo que le servía de oficina transitoria.
“¡Por lo menos espere a que Ángel Morris hable con ellos! ¡Quizás él pueda convencerlos!”
El director de operaciones se quedó mirándome con una decepción parecida al desprecio.
“O yo no me expliqué bien o parece que usted no entiende el castellano, joven”, dijo, “cuando le digo que en el metro nunca ha existido un servicio especial de los lunes, también le estoy diciendo además que nunca hemos tenido a un Ángel Morris en nuestro personal”.
Le devolví el casco y regresé a la superficie.
Ahora sí había comenzado el show. Camarógrafos y periodistas, un escuadrón de carabineros en tenida de asalto y curiosos en cantidad creciente se arremolinaban en el andén y las escaleras. Con algún esfuerzo logré escapar del tumulto.
Mientras esperaba por un taxi, creí ver de pronto a cien guerreros de terracota del emperador Qun Shi Huang montando guardia a la entrada del metro. Pero no eran más que las siluetas, multiplicadas por el sol flojo del otoño, de vendedores ambulantes que ofrecían parchecuritas y gomitas de eucaliptus para la tos.
Omar Saavedra Santis (Santiago, octubre del 2010)
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