Ludwig Wittgenstein y Adolf Hitler asistieron a la misma escuela, la Realschule, en Linz, durante 1903. Ambos rondaban los 13 años. Espanta esa proximidad física entre el filósofo y el tirano, entre el hombre de origen judío y el genocida antisemita. ¿Cuáles de estos cuarenta y uno serán Wittgenstein y Hitler? ¿Habría de ser el filósofo alguno de los que desvía la mirada, el que se asoma detrás del maestro, o el que aparece casi oculto en la tercera fila? Quizá sea el primero de la fila de arriba en una esquina, y Hitler el de mirada altanera, o el tercero de la hilera más arriba.
Los interesados pueden encontrar la respuesta con facilidad, y acaso confirmar así que el mundo tiene un orden y que las palabras están para confirmarlo. Es decir, para ratificar que las cosas deben continuar como están y que el lenguaje cumple la privilegiada función de policía. Un policía capaz de descubrir el origen de los males, como en esta fotografía, y depararnos reposo. La australiana Kimberley Cormish llegó a aventurar, en El judío de Linz (1999), que fue durante esa breve estancia compartida en la Realschule que Hitler vio despertar su antisemitismo luego de una pelea con Wittegenstein, y que el suceso habría quedado registrado con una mención anónima en Mi Lucha. El lenguaje no debería aspirar al consuelo de la miopía, sino aspirar a inventarse ojos nuevos en cada mirada. “Es difícil describir un camino a un miope –escribió Wittgenstein-. Porque no se le puede decir: ´Mira la torre de esa iglesia a diez leguas de nosotros y sigue esa dirección.´”
Las imágenes valen mil palabras sólo cuando el lenguaje ha sido capturado por la ceguera. Contentarse en señalar quién habría de ser el tirano y quién el filósofo, ¿no es además confinar la vida de los otros treinta y nueve a la opacidad de la imagen? ¿Convertirlos en excusa escenográfica? Marcelo Brodsky eligió una opción bien diferente al intervenir su propia fotografía escolar grupal de 1967 en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Una fotografía de Primer Año del Bachillerato; es decir, todos rondaban también los trece años. La intervención consistió en escribir sobre las imágenes de cada uno de sus compañeros lo que logró saber de ellos casi treinta años después. “Ruth vive en Viena”, “Alicia se fue a vivir a la Costa Atlántica”, “Alfredo es el único que milita activamente en los noventa”, “Silvia es muy alta, como siempre.” Partes de un lenguaje que no repite lo que la foto muestra, sino que desgarra lo visto para dejar ver lo acaecido a través de los años. “Carlos es diseñador gráfico”, “Pablo murió de una enfermedad incurable”, “Erik se hartó y vive en Madrid”, “Gustavo prefiere no aparecer por el pasado”. Escrituras que sacan de lugar, como toda escritura emancipada de miopía. Lo que la fotografía tomaba por capturado en provecho de un discurso (la foto para la institución escuela) de golpe sale del marco y desafía. Lo que la fotografía tenía de verdad cerrada e inamovible, ahora se inquieta, se mueve, se activa. “Martin fue el primero que se llevaron. No llegó a conocer a su hijo Pablo que hoy tiene 20 años…”, “Álvaro es un buenazo...”, “Silvia no quiere saber nada de todos nosotros. ¿Por qué será?”, “A Claudio lo mataron en un enfrentamiento”, “Daniel labura con computadoras”. En otros casos solo se lee “Vive”, la constatación de un encuentro posible, apenas si postergado.
Las palabras y las cosas sólo pueden encontrarse juntas en el título de un libro. En cambio con respecto al vínculo entre imagen y lenguaje, nadie sabe exactamente desde cuándo vienen siendo compañeros. Lo que no quiere decir que acuerden, se trata de una relación tensa con mínimas treguas. Estamos hechos del lenguaje que nosotros hacemos, ese es el único principio, el resto es un consuelo que conduce a la miopía. Por eso Wittgenstein decía: “Luchamos con el lenguaje. Estamos en lucha con el lenguaje”.
Miguel Vitagliano (Buenos Aires)
Imprimir
No hay comentarios:
Publicar un comentario