RELATOS

El legado de Bruno, por Omar Saavedra Santis


Aún durante mucho tiempo después, se había sentido tentado de interpretar aquella sospechosa casualidad como una agorera señal del fin de las bellas letras, como el comienzo de la degeneración del Verbo humano. Al mismo tiempo empero, se había obligado a reconocer que tales aprensiones suyas no sólo eran de un patetismo desproporcionado, sino además de penosa fatuidad. Luego de una larga y serena reflexión, se había obligado a aceptar lo acontecido como una real posibilidad de futuro. Cierto es que inmediatamente después había dejado para siempre de escribir, pero seguía esforzándose en escrutar los verdaderos alcances del hecho y de aceptarlo, sin emociones ni banderas, como el inicio de una nueva literatura: una en la que él y un número indeterminado de sus colegas escritores probablemente tendrían poco o nada que decir. O tal vez, mucho más de lo que pudiera pensarse. En todo caso, se había cuidado de no hablar con nadie al respecto. Siempre sólo consigo mismo.
    El asunto había ocurrido hacía algunos años en la egregia ciudad de Roma, poco después que su último libro -una ingeniosa disquisición sobre el sentido del sinsentido- fuera acogido con entusiasmo delirante por la crítica y el mercado europeos. Este tan largamente añorado reconocimiento literario lo había embriagado con la dulce certeza del éxito. Por tal motivo se había volcado de inmediato a la preparación de su próximo opus. Sin necesidad de cavilar muy largo, de entre la ubérrima oferta de su fantasía había escogido como sujet de su próxima novela la fatídica introducción de la tipografía por los jesuítas en el Chile colonial del siglo XVIII. Con este objeto, desde hacía tres semanas investigaba sin descanso en la biblioteca de la Pontificia Universitas Gregoriana, abriéndose paso por entre marañas de senectos manuscritos olorosos a papel oxidado y goma arábiga, en pos de aquellas verdades documentales de las que se nutren las ficciones verosímiles.
    Al tercer día de la tercera semana, un caliente martes de junio, había decidido descansar. A ello lo había obligado el constatar que su provisión de ropa limpia se había agotado. Meter tanta ropa de muda en su equipaje sólo había significado postergar y agrandar el problema del fondo, de modo alguno su solución. Cierto es que habría podido pedirle a la dueña del albergue donde se hospedaba que lo ayudara a resolver el problema, pero nunca había logrado distanciarse de esa vieja tradición cultural de su país de origen que recomendaba que el lavado de ropa sucia se hiciera en casa. Así pues, en esa caliente tarde de junio se había dado a la búsqueda de una lavandería automática, con una bolsa de plástico a punto de reventar en cada mano. Un acucioso estudio de las Páginas Amarillas de Roma le había revelado que el salón de lavado más cercano se hallaba en la Via della Spada d’Orlando 18. Tal nombre, había pensado al sesgo, habría satisfecho la oscura pasión nibelunga del viejo Borges, por héroes y filos. Quizás lo pensó porque era pleno verano y el fulgor sonoro del nombre concedía a la sucia brevedad de la calleja unos resplandores acerados, como los reverberos de un facón macho saliendo de su vaina. Pero el aliento caliente del lejano scirocco ya había alcanzado Roma, obligándolo a no pensar en otra cosa que no fuese huir de esa canícula inmesericorde. Para su gran decepción descubrió que en la calle de nombre tan eufónico el número 18 no existía. Allí donde debía estar, se alzaba una larga palizada alta de tablas semipodridas. Una gruesa costra de afiches publicitarios era lo único que parecía sostenerla. Desconcertado había espiado por una hendija el otro lado. Lo que vio fueron las ruinas de lo que en tiempos pretéritos había sido una mansión patricia. No se había sorprendido. Roma era pródiga en ruinas nobles. El vasto antejardín era ahora un erial gobernado por la maleza. Al fondo, los peldaños rotos de una escalinata de regia anchura conducían suavemente a una arcada dórica cuyos capiteles mutilados sostenían a duras penas un frontispicio semiderruído. Todo lo que había resplandecido alguna vez con el frescor espléndido del mármol, había desparecido bajo el plebeyo hollín de la civilización. Para impedir su desplome total, albañiles de prisa y sin amor propio habían unido columnas y paredes con tapias de ladrillos. Esa albañilería de emergencia le daba al conjunto el aspecto de un grotesco mausoleo faraónico sin terminar. Un algo indeterminado que el no pudo precisar de inmediato, flotaba sobre la casona muerta.
    Se aprestaba a enfrentar la frustración de la retirada cuando por entre la silvestre enredadera de afiches entrevió, semioculto, el orín verdoso de un bronce recordatorio.

S.P.Q.R
Palazzina della Scintilla
S. XVI – S. XVII

Las viejas iniciales imperiales indicaban que para los padres edilicios aquellas ruinas eran dignas de ser rememoradas. El bronce informaba que en 1585 el cardenal Ippolito Aldobrandini, Auditor de la Sacra Rota Romana, había ordenado al arquitecto Filippo di Gonzaga la construcción de la villa, la que fue terminada en 1595. Al convertirse en el papa Clemente VIII, la regaló en el Anno Santo 1600, a su sobrino, el cardenal Pietro Aldobrandini. Este encargó a Giacomo della Porta cambios en el frontispiscio y vestíbulo del primer piso, y al cavaliere d’Arpino la decoración del patio interior con una fontana de granito sardo y cinco frescos sobre la Santa Familia...
    Fue en ese momento en que su ojo había interrumpido la lectura para detenerse en un simple listón de madera que alguien había clavado más abajo, con una casi ilegible inscripción escrita a mano.

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Tirare il cordoncino

    ¡Tire el cordelito!
    Otro recuerdo del subdesarrollo de su infancia lo conmovió hasta la médula de los huesos. Su primera niñez la había vivido en un conventillo del Cerro La Cruz de Valparaíso: una hilera de piezas sin ventanas alineadas militarmente en torno a un enorme patio de polvo. En cada pieza vivían una o más familias. Sus moradores, más por pudor que por afrancesamiento, llamaban “cités“ a esa forzada comunidad de la miseria. También en el portón de entrada de cada conventillo, junto a los nombres garrapateados a tiza o lápiz, se leía, como ahora, la misma modesta invitación: “Tire el cordelito”.
    Junto a la tablilla colgaba efectivamente la punta de un cordón pringoso, que el jaló con energía, contento de comprobar que la dirección resultaba finalmente ser la correcta. Tres veces debió accionar aquella prístina técnica telecomunicativa, antes de que en el cerco se abriera una minúscula puerta, en la que él no había reparado.
    Sin palabras, un viejo lo había dejado pasar. Luego había vuelto a correr el cerrojo y retomado a paso rápido el camino de regreso al mausoleo. El lo había seguido, aún demasiado aturdido por el calor como para asombrarse. En el fondo no lo sorprendía que la modernidad romana hubiera convertido a la Palazzina della Scintilla en una lavandería. Si el atelier donde Bernini había esculpido su Verità svelata dal Tempo era ahora una filial de McDonalds, bien podía entonces una ex-villa cardenalicia devenir en fregadero automático. El viejo que lo precedía vestía una de esas largas cotonas azules de auxiliares de escuela pública. Y sobre la cotona, un delantal de cuero apelmazado por un uso que delataba un trabajo mugroso. La indumentaria la completaba un alzacuello de clérigo ribeteado de sudor. ¿Por qué no?, había pensado. Total, no todos los sacerdotes de Roma debían trabajar necesariamente en el Vaticano. Y de alguna manera el cura coincidía con la atmósfera del lugar. Fue en ese momento que su nariz logró identificar ese algo impreciso que revoloteaba en el aire. Era el olor. El aire olía a amoníaco de zoológico, a tufaradas de animal prisionero. Él lo había achacado a las docenas de gatos que dormitaban por entre la pedacería de mármoles esparcidos en el extenso antejardín. Como en el Coliseo o en el Area Sacra del Largo Argentino también aquí, los más romanos de entre los félidos, velaban con hierática indolencia sobre lo oculto para siempre en todas las ruinas.
    Al esperpéntico mausoleo se accedía por atrás. Por una portezuela de hierro el viejo lo introdujo al interior de las ruinas de la Palazzina della Scintilla. El tránsito del calor a esa sombría algidez le había provocado una sensación de gratitud. La luz de un bombillo enchapado en mugre de moscas y tiempo iluminaba apenas el recinto, cuyas veras dimensiones sólo podían intuirse. Su guía lo había conducido por una escalera de caracol tallada en el roca misma de los fundamentos que abajo terminaba frente a otra puerta de hierro entreabierta. Por primera vez el viejo le cedió el paso. Entraron a un sótano cuyas dimensiones se perdían en penumbras y recovecos insospechados. Arcos de piedra sostenían el cielo de la bóveda. Otra vez Borges se le asomó a la memoria para decirle que no debía sorprenderse si en el centro de esa soledad subterránea se le aparecía la metageografía del Aleph, para develarle en un instante todas las cosas y sucesos. La caliginosa luz fría de un tubo de neón se derramaba sobre cuatro máquinas lavadoras. Por primera vez el viejo le había dirigido la palabra: “Lavato cinquemila, asciugatura altre cinquemila”, le dijo. Recibió dos fichas metálicas a cambio del billete de diezmil liras que el viejo hizo desaparecer en algún bolsillo. Luego, inopinadamente, el cura había dado media vuelta y se había marchado. Un momento largo sus pasos habían resonado por entre los recodos de las sombras.
    De pronto, al saberse solo en esa catacumba convertida en singular salón de lavado, lo había invadido un temor infantil. De común sabía manejar a discreción el tiempo ocioso de las esperas. Disfrutaba incluso de los juegos mentales con que los superaba, juegos que después, de una manera u otra, terminaban reflejándose en su creación literaria. Aquella vez sin embargo, la sóla idea de tener que esperar allí por el fin del lavado le había parecido insoportable. Atarantadamente había llenado con su ropa una de las lavadoras y después había buscado con incontrolada prisa el camino de regreso al exterior. Pero al llegar al extremo superior de la escalera de caracol lo había confundido enfrentarse a tres puertas de hierro. Como suele suceder en tales casos, había escogido la falsa.
    Así fue que de repente se había encontrado en el patio interior de la palazzina.
    De tal modo lo encandiló el golpe de luz, que al comienzo se había negado a creer lo que sus ojos le dijeron. Bajo el sol petrificado del verano un grupo de chimpancés disfrutaba de la holganza de los reos a la hora de patio. Apacibles paseaban por entre las columnas, se despiojaban unos a otros o cabeceaban simplemente a la sombra de los matorrales. Una alfombra de basura, excrementos y maleza agostada cubría el enorme patio, en cuyo centro un cuarteto de tritones de granito rojo hacía media eternidad que había dejado de soplar agua de sus caracolas en una fontana derruída. El olor a naturaleza podrida lo dominaba todo..
    Ante tal paisaje había permanecido inmóvil, incapaz de aprehenderlo en su totalidad.
    “Son bonobos”, había dicho de pronto una voz estropeada a sus espaldas, “los más inteligentes entre los chimpancés”. El viejo cura lo había dicho en un italiano sorprendentemente cristalino con el tono afectuoso de un abuelo chocho. “Especialmente ese: Umberto”, y había apuntado a un mono que miraba ausente en la encumbrada lejanía del azul mientras se rascaba el cuello con un objeto que se veía como una rama seca. Era un lápiz. Umberto se rascaba el cogote con un lápiz. Recién entonces el se había percatado que por doquier en el patio, entre montículos de mierda y restos de fruta podrida, yacían toscos lápices de carpintero y trozos cuadriculados de cartulina.
    Sin comprender, había mirado al viejo.
    “Es una historia bastante vieja”, había respondido este a su pregunta muda, “venga, ahí se está más fresco”. Y lo había llevado hasta una banca destartalada, bajo la sombra piadosa de un oleandro. “Ritorno subito”, había dicho y desaparecido premuroso.
    Él se había sentado sin dejar de mirar a los monos y sin lograr meter ese singular día de lavado dentro de una caja de modelos más o menos lógicos. La única certeza que no lo abandonaba, era que todo aquello estaba de veras ocurriendo.
    El viejo había regresado con una botella medio llena de vino blanco y dos vasos. Bajo el brazo sostenía una vieja caja de galletas, de hojalata, asegurada con elásticos. “Da dove vieni?”, quiso saber mientras llenaba los vasos.
    Él se lo había dicho. Y obedeciendo un irresistible impulso de vanidad había agregado: “Soy escritor”.
    “¡Oh!”, a todas luces divertido el viejo había tosido una risita y virado sin transición al castellano. “¡Entonces esto seguramente le va a gustar!”. Su brazo había descrito un amplio arco que abarcó el patio y los monos. “Esto es, por llamarlo de alguna manera, un experimento del remordimiento”, dijo. Luego de vaciar de un trago el vaso le había preguntado de sopetón: “¿Qué sabe de Giordano Bruno?”.
    “No mucho, creo”.
    “No importa. La ocurrencia fue de él. Una de entre las muchas que lo ayudaron a subir a la pira en Campo de‘ Fiori”. Ahí el viejo se había reído como si hubiera dicho algo felizmente cómico y encendido un cigarrillo sin filtro. “¿Sabe?, a los del Sant‘ Uffizio, la visión hereje del buen Giordano les molestaba menos que el sarcasmo con que la exponía públicamente. Lo que más enfurecía a los guardianes de la fe no era tanto la crítica de Bruno al dogma del Dios infinito, sino los ejemplos de que él se servía para apoyar sus argumentos.” El viejo sacerdote había vuelto a llenar los vasos. “La soberbia del Hombre –y de pasada seguramente también la de su Creador– de creerse seres superiores de la Naturaleza y sobre la Naturaleza enfurecía a Bruno. Fue eso lo que lo llevó a afirmar en su poema didáctico »De immenso et innumerabilis« que si un número infinito de monos jugara por un tiempo infinito con pluma, tinta y papel, lograrían escribir otra vez la »Divina Commedia«. ¿Comprende ahora?”
    Quizás porque ya había comenzado a sentir algo así como miedo, él se había abstenido de responder.
    Vaciando el segundo vaso, el viejo había continuado tranquilamente su monólogo.
“Después de la quema de Giordano, el Papa Clemente VIII, el único que podía haberlo salvado, se torturó hasta el final de sus días con su mala conciencia. O tal vez se torturaba con el pensamiento de que Bruno podía haber tenido razón. Lo que haya sido, el hecho es que en una cláusula secreta de su testamento dispuso que una parte no insignificante de su fortuna se invirtiera en la realización ad æternum de este experimento. Para tal efecto puso además esta Palazzina a disposición. Todo eso ocurrió hace cuatrocientos años. Desde entonces el Comite Pontificio de Ciencias Históricas, aunque a regañadientes, designa a un sacerdote secular para la supervisión de esta tarea. Y desde hace treinta y siete años me toca a mi hacerlo. Por supuesto que el dinero de Clemente se acabó hace tiempo y la Curia no nos da un centavo”. Esta vez el arco que describió su brazo había abarcado no sólo el patio, los monos, sino a el mismo. “Nos ayudamos como podemos con colectas y pequeños negocios como esta lavandería. ¿Qué me dice?”.
    “Comprendo”, había murmurado el con la boca reseca.
    Pero el viejo había negado divertido con la cabeza.
    “No, usted no comprende. ¡Todavía no!”, con toda parsimonia había abierto la vieja caja de hojalata, “en este largo tiempo siempre han habido monos que de vez en cuando han logrado dibujar cosas que se ven como letras. Pero recién el viernes 30 de octubre de 1922 vino a ocurrir algo que se podría llamar de veras interesante. Por extraña coincidencia, el mismo día en que Mussolini asumió el poder”, el viejo, más divertido que nunca, había lanzado otra carcajada, “Birilo, un bonobo de diez años, logró esto.” El viejo le había extendido un raído trozo de cartón amarillento que el había tomado y contemplado largamente.
    Tan largamente, que aún mucho después seguía viendo con toda nitidez lo que Birilo, en ese remoto viernes de octubre, ochenta años atrás, había escrito con infantil caligrafía pero inexorablemente explícito:

“Nel mezzo del cammin di nostra vita”


Omar Saavedra Santis, (Roma / Berlín, Octubre, 2009)
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