Un fantasma recorre el mundo. El fantasma del dualismo. Bajo el grito de civilización o barbarie, pensamiento único contra fundamentalismo, el Bien contra el Mal, asistimos a la globalización del horror. Cae la Bolsa y los valores. Entran en crisis las garantías individuales. Se desploma el sentido de la seguridad. Las comparaciones no sirven porque la muerte es igual en todas partes. Pero mientras el terror fue periférico, llámese Ruanda, Chile, Guatemala o Argentina su impacto era focalizado, reducido a una situación insular y por tanto controlable, un objeto maldito que no alteraba los derechos civiles ni las libertades individuales ni la buena vida del resto del planeta. El terror, el dolor, la muerte permanecían al margen.
Desde el 11 de setiembre el terror es totalizador. Las imágenes del dolor en las Torres Gemelas vía CNN son universales. Todos fuimos ese día capturados una y otra vez sin respiro, sin descanso, sin pausa, por la catástrofe y sus dimensiones. También los niños. Como ese día no hubo clases en Argentina –se festeja “el día del maestro”- mi hija vio por MTV el derrumbe de las torres una y otra vez ya que la transmisión de un clip de Madonna o Ricky Martin era interrumpido por las imágenes ardientes. Frente al desconsuelo y a su absoluta incomprensión (¿quiénes son los malos, mamá?) tan infinita como la mía, tuve un momento de lucidez. Recordé que el domingo anterior, mientras almorzábamos, un niño "de la calle" tocó el timbre. Vendía flores. Minúsculas macetitas con flores. Compré dos sin pensarlo mucho. Después me preguntó si tenía algo de comida para darle. Tristeza me dio. Mientras nosotros estábamos en casa, en familia y con comida caliente, un niño vendía flores por la calle. Uno del medio millón de niños que come día por medio en este país de abundancia. Le dí un pan y una manzana. El niño, -tendría diez años-, partió con su canasta de flores y su almuerzo.
Ese 11 de setiembre lloré. Porque no conozco Nueva York y sé que ya no la veré jamás como la soñé, por los muertos, por el miedo, por el fin del mundo. Por la vulnerabilidad. Vulnerables. Somos vulnerables. Todos y cada uno de nosotros, protegidos por su entorno de objetos familiares descubre que el terror nos devuelve al origen mismo de la vida y la muerte. Recordé entonces las dos macetas. Las había reservado para compartir la experiencia con mi hija, para carpir la tierra juntas, para sentir la humedad en los dedos, el olor de la tierra removida, el oscuro encanto de un misterio renovado. Vamos a plantarlas -le dije entonces- La vida es amor, amor es plantar una flor. Yo soy amor, tú eres amor...
El contacto con la tierra era el vínculo con el corazón herido de este planeta, con el cuerpo mutilado de esta naturaleza humana que se boicotea a sí misma, con el dolor de esta especie acostumbrada a ver morir en la tele y le cuesta admitir realidades que son hechos. Sentí que entre un terrón de tierra y otro entre los dedos, estaba recomponiendo este signo de ser como árboles, sin mas orgullo ni modestia que una flor o una oruga, sin más destino que el de la vida. Ni más ni menos.
Desde entonces las plantas están allí, incólumes como sus flores. Desde ese mínimo altar hogareño recuerdan el colapso del centro, y un niño herido de hambre en la periferia. Renaciendo de las cenizas, la naturaleza insiste en el Flower Power. Peace and Love como antes, como siempre, enarbolando una política para proteger ese bosque infinito que tanto fundamentalismo como pensamiento único aplastan. El bosque de la vida humana con toda la diversidad de sus árboles, tantas veces ignorado. Sólo por no salir en TV.
Esther Andradi (Buenos Aires, Septiembre 2001)
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