APUNTES

Barrio Sudaca con esquina porteña a orillas del Spree, por Omar Saavedra Santis


Sabemos que uno de los temas recurrentes de Jorge Luis Borges –además de sus tigres, cuchillos, laberintos y espejos- era, como en muchos agnósticos, la vieja pregunta por los posibles territorios y días que, según tantas literaturas, existan acaso más allá del último suspiro. Es asi como el Grand Epateur de Buenos Aires solía repetirle a sus embelesados oidores, que si había de existir un paraíso, él lo imaginaba como ese universo que otros llaman biblioteca. Esta representación borgeana de nuestro destino posmortal es sin duda subyugante, pero en caso alguno original. Las interpretaciones sobrenaturales de la sumatoria de libros son de data tan vieja como la escritura misma.
    Apenas consumado su sometimiento a las potestades temporales de las coronas luso-hispanas y a la espiritual del Papa, esa América que hoy llamamos latina se vió enfrentada de inmediato a la tarea más o menos urgente de rearticular su voz y recuperar su identidad perdida, o lo que había quedado de ella: una tarea sísifa que con más o menos fortuna perdura hasta hoy. En este ingente y permanente esfuerzo de autoliberación de la América Latina ha sido siempre el libro de papel una herramienta principal en la difícil producción de su pensamiento propio: curiosamente aquel mismo objeto -entonces tan desconocido como las cruces, mosquetes y lúes- que los conquistadores habían llevado a cuestas hasta las costas de las Nuevas Indias.
    Las primeras bibliotecas en el nuevo Continente fueron por cierto modestas.
    Su oferta en un comienzo no alcanzaba a ser más que un par de biblias y constituciones de las órdenes religiosas que las fundaron y rigieron. Porque siguiendo una tradición de las culturas más vetustas, las piedras fundacionales de estos lugares de libros fueron puestas por sacerdotes. Aunque la exportación de impresos de Europa al nuevo continente estuvo sometida al censorio de la Santa Inquisición a lo menos hasta fines del siglo XVIII, ello no impidió que – a pesar de las limitaciones que aquel control implicaba- el germen de las bibliotecas se enraizara y creciera con relativa pujanza en suelo americano. La administración de estas, fue por siglos tarea de los regulares de Dios. Fueron estos los encargados de tutelar el depósito, la preservación y la divulgación dosificada de un saber que en su origen y esencia se suponía divino.
    Así pues, el ejercicio de la lectura tuvo largo tiempo las trazas de un acto de iniciación.
    Se recalcaba de este modo el caracter sobrenatural de las bibliotecas, el que ha dejado su impronta en el devenir de esos “universos paralelos”, aún mucho después de concluído el proceso de su secularización y laicización. Este proceso, no podía haber sido de otro modo, fue una de las consecuencias políticas inmediatas de los movimientos independentistas americanos de inicios del siglo XIX, creaturas todas de reconocida inspiración librepensadora. Quizá sea la creación de las “bibliotecas nacionales” latinoamericanas lo que mejor ilustre la intención de lograr una transferencia efectiva del poder del pensamiento escrito de las viejas elites coloniales a las jóvenes criollas. El material inicial de la Biblioteca Nacional de Bolivia fue, por ejemplo, fueron los más de ochomil ejemplares existentes en los conventos agustinos de Chuquisaca. La Biblioteca Nacional de Chile partió en 1813 con las colecciones que conformaban el patrimonio bibliográfico de los jesuitas depositado en la Real Universidad de San Felipe. La Biblioteca Nacional del Uruguay se inició en 1815 con las donaciones de los presbíteros Dámaso Antonio Larrañaga, José Manuel Pérez Castellano y de los Padres Franciscanos de Montevideo. La Biblioteca Nacional de México se nutrió en su nacimiento de los fondos de libros de la Real y Pontificia Universidad de México y su primer asiento fue el templo de San Agustín. Y suma y sigue.
    Tales traspasos de competencias sobre los haberes librescos de las diferentes órdenes religiosas de la esfera espiritual a la mundana (incluídos los prohibidos y anatemizados) no fueron, en su mayoría, actos de discordia entre el poder civil y el religioso y difícilmente podría calificárselos de decomiso, por muy justo que este hubiera sido de haber sido necesario. Se trató por lo general de cesiones por la buena. En esta parte no se debe olvidar que muchos de los bibliotecarios de hábito y tonsura no sólo tomaron parte activa de los procesos independentistas, sino muchas veces se sumaron ellos mismos a los bienes traspasados y asumieron la misión de dirigir estas nuevas instituciones republicanas. La única excepción la constituye la expropiación por decreto supremo de los libros del obispo español de Tucumán, Rodrigo Antonio de Orellana, acusado de conspiración en contra de la Primera Junta Argentina de Gobierno de Cornelio Saavedra. En 1810 sus libros constituyeron el parabién bautismal de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires.
    De los activos actuales de las bibliotecas latinoamericanas dan cuenta los siempre eufóricos números de las estadísticas oficiales. Cierto es que lo que a lo largo de sus existencias más que centenarias, las actuales bibliotecas nacionales han ganado en peso y estatura, pero tal desarrollo es más obra de la sinergia de bibliotecarios porfiados y empedernidos gremios de lectores que de políticas ilustradas. (Tanto ayer como hoy y siempre, el poder político dominante cultiva una desconfianza esquizofrénica frente al libro.)
    No menos cierto es el hecho de que las colecciones más grandes de libros relacionados con América Latina se encuentran fuera de ella. En los Estados Unidos, The Library of Congress en Washington D.C., y la Nettie-Lee-Benson-Collection de la Universidad de Texas en Austin. En Europa, es el Ibero-Amerikanisches Institut zu Berlín el que alberga una biblioteca especializada en el tema iberoamericano, que se precia de ser la más vasta del viejo continente y la tercera del mundo.
    El “Ibero”, como lo llaman sus cofrades, nació de un curiosum tan irónico como significativo: las dos principales donaciones que constituyen el pedestal de lo que devendría en esta biblioteca berlinesa son obras de dos notables latinoamericanos. La primera y mayor de ellas (algo así como 82.000 volúmenes) refleja una actitud de menosprecio o indiferencia de las castas políticas latinoamericanas frente al desarrollo social y cultural de nuestros países. Esta donación fue hecha por el sociólogo, historiador, diplomático y político argentino Ernesto Quesada (1858-1934), hijo de Vicente Quesada (1830-1913), jurisconsulto, diplomático, escritor, político y bibliotecario, quién legó a su hijo Ernesto esa inmensa colección de libros y su archivo personal, con la tarea de disponer de ellos “según su buen criterio lo indique”. En el cumplimiento de la última voluntad de su padre, Ernesto Quesada se dió a la busca en Buenos Aires de una institución adecuada que asumiera la responsabilidad del cuantioso legado. Fue una vana búsqueda de más de doce años. Ni la academia bonaerense ni la biblioteca nacional argentina se vieron en condiciones de cumplir siquiera con las más mínimas condiciones exigidas por el donante. Diferentes universidades y fundaciones de la América del Norte ofrecieron sumas fabulosas por la colección Quesada, pero su destino final fue Berlín.
    En esta decisión de Ernesto Quesada de ceder la biblioteca familiar al estado prusiano jugó con toda seguridad un papel subjetivo pero importante su profunda relación personal con Alemania, surgida en sus tiempos de estudiante de derecho en Leipzig y Berlín. Pero ante todo fue una decisión tomada en la certeza de que esa biblioteca trasplantada de Buenos Aires a Berlín habría de ser el embrión de un futuro instituto alemán que hiciera suyo el cuidado y fomento de las relaciones culturales y académicas entre Alemania, Europa y la América latina, y que al mismo tiempo sirviera de oasis a los estudiantes y transmigrados latinoamericanos en Alemania. (Una Alemania que a fines de los años 20, Albert Einstein, Thomas Mann, Bertolt Brecht, Kurt Weill o Billy Wilder, entre otros, aún podían llamar suya).
    La segunda donación es el producto de una rumbosa gestión personal del general y presidente mexicano Plutarco Elías Calles (1877-1945). Encontrándose éste de paso en Berlín en 1924, escuchó de boca del profesor Dr. Hermann B. Hagen la carencia de literatura mexicana en Alemania. Calles le prometió su ayuda oficial y personal para superar este déficit. Así fue como en menos de tres años, en el Instituto Geográfico de Marburgo nació la “Biblioteca Mexicana” con más de 25000 volúmenes y unos 1400 mapas llegados desde México. Estos fueron agregados posteriormente a la colección Quesada y constituyeron el punto de partida de la biblioteca del “Ibero”.
    Tal rangosidad del general mexicano nos permite percibir el hálito de ese fachendoso modo de ser que muchos de nuestros prohombres gustaban de lucir a su paso por los salones públicos (y privés) de la vieja Europa, aún en detrimento de los patrimonios culturales latinoamericanos.
    El Ibero-Amerikanisches Institut fue fundado en enero de 1930, pero la ceremonia oficial tuvo lugar el 12 de octubre de ese año, día entonces aún apellidado “de la Raza”. (Esta rimbombante españolada de retintín tan zarzuelesco alcanzó ciertamente una tétrica resonancia durante los doce años del Tercer Reich alemán). En 1934, no mucho después de la toma del poder por Hitler y los suyos, asumió la dirección del Instituto el ex-general Wilhelm Faupel, soldado ultranacionalista, veterano de varias guerras, instructor de las academias militares de Perú y Argentina, que fungió además como el primer embajador alemán (1936-1937) ante el gobierno espurio del General Franco en Burgos, en plena Guerra Civil Española. Las metástasis del nacional-socialismo que devastaron a Europa y devoraron cuerpo y alma de Alemania no perdonaron, por supuesto, al “Ibero”. Bajo Faupel el Instituto tomó parte activa en el frente de propaganda nacionalsocialista, orientado al mundo iberoamericano. Por esta razón, acabada la guerra, fue incluído por el US-Military Government of Germany en la larga lista de instituciones consideradas particularmente comprometidas con el régimen NS. Después del trabajoso proceso de reconstrucción democrática de posguerra que devolvió a Alemania a la civilización, el “Ibero” retomó lentamente su tarea más primigenia: servir de puente cultural bidireccional entre nuestra América latina, la península ibérica, Alemania y resto de Europa. El desafío de la globalidad ha hecho tal tarea más presente y necesaria que nunca. La biblioteca del “Ibero”, flanqueada por sus importantes centros autónomos de investigación y documentación, constituye hoy en día un pequeño barrio sudaca a orillas del Spree, un pujante microuniverso latinoamericano en Berlín que evoca quizá en algunos de nosotros un sentimiento parecido a la nostalgia por un paraíso expulsado de su lugar de nacencia en el que pulsa vigoroso una parte importante de nuestro pensamiento -pasado, actual y futuro- sobre nosotros mismos.

Omar Saavedra Santis (Vaparaíso / Berlín)
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