RELATOS

El taf, por Omar Saavedra Santis


Omar Saavedra Santis (Valaparaíso, 1944) es uno de los más destacados escritores latinoamericanos que se dieron a conocer en los tiempos del llamado “post-boom”. Los treinta años vividos en el exilio aún no han dejado de postergar el encuentro entre buena parte de su obra y los lectores hispanohablantes; novelas, relatos y piezas de teatro y radio que fueron publicadas en alemán y difundidas también en polaco, ruso, inglés, japonés, entre otras lenguas, y que todavía hoy esperan ser leídas en la lengua en que fueron soñadas. 
     Afortunadamente, en 2010 publicó en España un volumen de relatos, El legado de Bruno (Editorial Alcalá) y, un año después, en Chile su novela Prontuarios y claveles (Simplemente editores, 2011).
     El taf es un cuento inédito que Saavedra Santis, como en otras ocasiones, ha tenido la generosidad de compartir con EdM. Como en el resto de su obra, en El taf late en cada línea la ironía y la exquisita erudición sobre todo –en Saavedra Santis las bibliotecas también ríen y las calles se leen!-, y una lengua que no se conforma a respirarse sola, ni en un solo lugar, ni siquiera en el presente.

A Jaime, mi hermano

Lovers and madmen have such seething brains,
Such shaping fantasies, that apprehend
More than cool reason ever comprehends.
The lunatic, the lover, and the poet,
Are of imagination all compact…
(William Shakespeare, “Midsummer Night´s Dream”)


La historia, si se la puede llamar así, me la contó Roberto A., quien además, como me enteró esa tarde, llegó a cultivar una relación, digamos si se quiere de amistad más o menos estrecha, con Borges, el escritor, en los últimos años de la vida deste. Mi tono de duda es porque sé lo que el propio Roberto A., y todo el mundo sabe: que Borges confundía a menudo amigos con oyentes. Confusión que alcanzaba incluso a Bioy, mucho antes que a Borges le diera por confundir también a lazarillas con amigas.
   
 Hasta mi fortuito encuentro con Roberto A., en “El Parrón” (antes que el coronel Labbé –alcalde entonces de la comuna) diera el visto bueno a la demolición del hermoso bar), yo ya me había resignado a reventar de asfixia y spleen en Santiago. Desde mi regreso a Chile hacía tres años y medio, no había ocurrido nada que justificara esa compulsiva obsesión que me había hecho volver al país después de treinta y siete años de ausencia. Cada vez más a menudo, frente al espejo o caminando por las calles vespertinas de Ñuñoa (el barrio en que vivo), volvía a sorprenderme yo mismo ante la impensada ligereza con que yo había decidido permutar la afable soledad inmóvil de mi existencia berlinesa, a cambio de esta otra estulta inmovilidad, disfrazada de hipócrita tráfago y en todo sentido mucho menos afable que la de Berlín, con que me aplastaba Santiago. Cada mañana y cada tarde de cada día, entendía mejor que nunca esa axiomática verdad que Lihn había sabido acuñar como divisa en el estandarte de tantos derrotados como yo: “Nunca salí del horroroso Chile”.

     Con un esfuerzo cada vez más laborioso, yo lograba empero arrastrarme por las tardes, casi todas las tardes, a la barra de “El Parrón”, a beber un whisky o dos. Una ansiolítica práctica que por algunas horas al menos me ponía a salvo de pensar estupideces algo más definitivas que la de lanzar un simple bostezo de angustia.
     Don Jorge, el bartender, (la palabrita, aunque igual de bárbara la prefiero a barman), un gordito afable que se depilaba las cejas, ya conocía mi nombre pero nunca se había atrevido a preguntarme por mis quehaceres. O no lo había considerado pertinente. Basta con mirarme para saber lo que soy: un jubilado y nada más. (Lo que mi oficio fue, más vale no meneallo). Nos limitábamos pues con don Jorge, cada tarde, cuando yo me sentaba a la barra, al apretón de manos y a alguna inocua frase sobre el tiempo, sobre todo en invierno, estación que por naturaleza no da para muchos comentarios. Don Jorge me servía mi whisky (con un hielo y un chorrito de soda) ponía junto al vaso un platillo de manís salados y me dejaba en paz. El ritual perfecto de todo bar que se precie de serlo.
     Yo ya conocía de vista a algún otro de los habituales que a esa hora llegaban al “Parrón” y ellos me conocían a mí. Tal mutualidad nos obligaba a intercambiar cada tarde los sonrientes saludos protocolares de rigor, que por fortuna nunca o muy rara vez alcanzaban la extensión de un palique superior a las tres frases. En ese sentido, “El Parrón” era un lugar de civilizada convivencia. Cierto, más de alguna tarde me había tocado ser testigo de un conato de discusión subida de tono inter pares (entre borrachos), que nunca, en ninguna ocasión pasó de ser más que eso, y siempre demasiado breve como para calificarla con los adjetivos de un parte policial. Tampoco el clac-clac de las fichas del dominó o los violentos golpes del cubilete de dados contra la mesa y las risotadas de los jugadores (ruidos insoportables fuera de ese contexto), lograba estropear ese calmo paréntesis en el agobio de mis días. “El Parrón” era pues eso: un oasis amable en pleno centro de la sosedad santiaguina, cuestión que yo no terminaba de agradecer.
     Aun no anochecía y yo no terminaba mi primer whisky cuando Roberto A., apareció en “El Parrón”. Se detuvo desorientado en la entrada y buscó entre los parroquianos a alguien que evidentemente no estaba. Miró su reloj y salió, para regresar casi enseguida. Se acercó a la barra y le hizo una pregunta a don Jorge que yo no alcancé a escuchar. Sólo observé que don Jorge, después de escucharlo con toda amabilidad, se encogió pesaroso de hombros. Acto seguido, se había vuelto hacia mí buscando consejo.
     ―El señor me estaba preguntando por el profesor Loyola. ¿Lo conoce usted, don Omar?― me preguntó.
     Estaba yo en un tris de imitar el ignorante encogimiento de hombros de don Jorge, cuando una de esas luces raras y casuales que se le encienden a uno en momentos inesperados como ese, me llevó a pronunciar casi sin pensarlo la contrapregunta que marcó el rumbo de todo lo que vino después.
     ― ¿Hernán Loyola?―pregunté.
     A Roberto A., de quien yo todavía no conocía su nombre, se le iluminaron las arrugas profundas del rostro y lo hicieron verse más joven. (Calculo que era un par de años mayor que yo).
     ― ¿Lo conoce usted al profesor Loyola?
     ―No sé si su Loyola coincide con el mío―, respondí yo a la defensiva, mientras Roberto A., se sentaba en el piso a mi lado.
     ―Hablo de Hernán Loyola, el nerudólogo ¿Lo conoce?― insistió Roberto A.
     De conocerlo al Hernán Loyola ese, sí, yo lo conocía de nombre. Como todos los que se habían ocupado alguna vez de un modo u otro de la poesía de Neruda. En mi caso se había tratado simplemente de una traducción al alemán de un artículo menor que Hernán Loyola había escrito en 1968 sobre “Estravagario”. Hacía varios años la revista “Lateinamerika” de Frankfurt me la había encargado para el número LXI dedicado al centenario de Pablo Neruda. Pero yo no lo había visto nunca personalmente a ninguno de los dos, ni a Loyola ni a Neruda.
     ― Bueno, sí, podría decirse que lo conozco―, respondí evasivo.
     ― ¡No sabe cuanto me alegro! ¡Permítame presentarme! ¡Roberto A., para servirlo!
      Omito la mención explícita del apellido de Roberto y el de algunos otros (salvo el de los muertos) no por capricho, sino por pura precaución; para precaver el engorro legal que podrían significarme los posibles desmentidos de los hechos aquí mencionados. Esta precaución no afecta en modo alguno la fiel reproducción que hago de la historia que esa tarde me sirvió Roberto A. Sobre el Gehalt de veracidad de la misma no estoy en condiciones de asegurar nada.
     A la sazón, Roberto A., era director (¿o editor?) de la renombrada revista “Proa” de Buenos Aires: una criatura ya añosa y en cuya gestación (permítaseme la hipérbole) Borges había jugado en su tiempo el rol de un productivo semental, cuando esas cosas aún le interesaban. Vía correo electrónico Roberto A., había acordado con Hernán Loyola reunirse esa tarde en “El Parrón”, para una entrevista (o conversación) sobre el único y breve encuentro que tuvieron Neruda y Borges en la capital argentina, allá por el año 32, después del cual ambos optaron por seguir ignorándose con el mayor de los respetos.
     Todo esto me lo dijo Roberto A., antes de terminar de sentarse a mi lado. Hay gente así, con una impresionante capacidad de síntesis y una agobiante afición por el detalle.
     ― ¿Le molesta si lo acompaño? Hernán Loyola me dijo que llegaría a las ocho.
     Frente a nosotros, el reloj del bar mostraba las nueve menos diez. El retraso de Loyola parecía no importarle mucho a Roberto A. Por el contrario, se mostraba feliz de haber encontrado en “El Parrón” a alguien con quien conversar, aunque no fuera Hernán Loyola. A mí tampoco me importaba mucho servirle de pasatiempo. Era un saludable aligeramiento de mi cruz santiaguina. Y lo que fuera que fuese, a las diez de la noche, después de mi segundo whisky, yo emprendería el regreso a mi celda de convicto perpetuo en Ñuñoa.
     ― ¿Desea beber algo?― le pregunté cordial, pero no tanto. (Nunca se sabe con los extraños).
     ― ¡Con mucho gusto!―aceptó Roberto A., ― ¡La única condición es que me permita que yo lo invite, don Omar! ¿Ese es su nombre, cierto?
     En contra de aquel ridículo hábito local de negarse con obcecación a que sea el otro el que invite e insistir en ser uno el invitante (una tonta costumbre que se sigue ejerciendo en los bares chilenos), yo acepté la invitación sin objeciones. Un whisky regalado sabe mejor que uno pagado del propio bolsillo.
     ―En Buenos Aires suelo beber a esta hora una ginebra con tónica― me explicó Roberto haciendo chasquear argentinamente los dedos para llamar a don Jorge ―pero beber acá en Santiago, eso sería, más que una insensatez, una ridiculez. ¡Por favor, tráigame un pisco sour doble, con tabasco! ― le pidió Roberto al bartender.
     Era curioso escuchar a un porteño de Buenos Aires pedir un pisco sour de la nueva generación. (Un trago con el que no comulgo en ninguna de sus modalidades actuales ni pretéritas). Esto me hizo suponer que Roberto A., viajaba con cierta frecuencia a Santiago. No me equivoqué. Por “razones editoriales”, como él dijo sin especificar cuales, lo hacía dos veces al año, a veces hasta tres.
     ― ¡Desde 1976, vengo casi todos los años a este lindo país! ― exclamó con un arrobamiento que me sonó honrado.
      No me quedó claro si al hablar de país Roberto A., estaba incluyendo a Santiago en su arrobamiento. Tampoco le pregunté lo que quería decir con eso de “lindo país”. ¿Lo decía en serio o en chiste? Cual sea la intención con que lo dijo, su comentario me sorprendió. Por fuera Roberto A., se veía una persona seria, y no parecía ser un chistosito. Mas no todas las personas serias y mucho menos las chistosas son necesariamente inteligentes o cuerdas. Pero nada de eso me sonó tan importante como el año en que Roberto había iniciado sus peregrinajes anuales a este lado de los Andes. 1976 había dicho. Jamás he sido dueño de una siquiera mediocre capacidad de cálculo mental, los aritméticos en primer lugar y los llamados románticos en segundo. En ese momento no obstante, con velocidad digital, yo calculé que desde 1976 a la fecha habían transcurrido treinta y cuatro años; con igual rapidez mi memoria me retrotrajo a ese tiempo, que resurgió con perra claridad. En 1976 yo cumplía mi segundo año de exilio entre alemanes en Berlín y en Chile se cumplían tres de algo bastante peor que eso, pero nunca tan peor como los que aún vendrían. (Recuerdos personales míos que ya no le interesaban a nadie más que a mí).
     ― ¿1976 dice usted?―fingí una desenvoltura que no me salió muy bien. Roberto A., se percató de inmediato.
     ―Un año de los duros ¿verdad? ― acotó entonces apurando un trago del pisco con ají mexicano ―Duro para ustedes y para nosotros.
     Que Roberto A., se refiriera en plural a la dureza de esos años chilenos y argentinos significaba poco. Tal reconocimiento de la historia pertenecía al verbo común de la mayoría en ambos países, lo que ni allá ni acá significaba mucho.
     ―Usted se estará preguntando qué vine a hacer a Santiago ese año ¿verdad? ―se anticipó antes que yo pudiera abrir la boca. No era exactamente lo que yo me estaba preguntando, pero casi.
     Ahí fue cuando Roberto A., comenzó su historia.
     Hay que decirlo, vaciló antes de hacerlo. Quizá no estaba seguro de querer hacerlo, pero lo hizo. Llevado más, creo yo, por ese misterioso impulso de compartir un secreto con un desconocido al que no se volvería a ver jamás, conjeturo yo, antes que por una intención acabada.
     ―Vine acompañando a Borges ―dijo sin displicencia y apuró otro sorbo del pisco picante, ―Usted quizá se recuerda, fue el año en que esta universidad de ustedes, la de Chile digo, lo invitó para otorgarle un doctorado honoris causa.
     ―¡Claro que me recuerdo! ¡Muy bien me recuerdo! ―reaccioné yo, instintivamente picado, como si Roberto A., acabara de interpelarme con una gratuita ofensa a mi buena memoria. Verdad, eran pocos, cada vez menos, los que recordaban esa nota al pie de página, una tal vez de peso menor en el tonelaje actual de la leyenda y pervivencia borgeana, pero tan urticante como sus otras, tantas otras sotisses con que le gustaba tirar de los bigotes a ese león simplote y sin dientes que habitaba en medio de su fiel público lector (grupo en el que yo me seguía incluyendo con vehemencia mayor) solo por el placer de oírlo rugir su desagrado.
     ― ¡Y bueno, che Omar, sólo preguntaba! ¡Eh, maestro! ¿Nos repite, si es tan amable? ― le indicó Roberto A., a don Jorge nuestros vasos vacíos, mordisqueó un maní salado y continuó. ―Como ocurren estas cosas, también esta fue una pura casualidad. Yo, claro, lo conocía a Borges y él a mí. Por encargo del suplemento literario de La Nación y con su previo asentimiento, yo lo había acompañado un par de veces a unas conferencias que él había dictado en provincia, en Córdoba y Mendoza, a fines de los sesenta o comienzos de los setenta, calculo yo. Él ya era un vejete y yo recién comenzaba mis treinta. Eso no fue impedimento para que hiciéramos buenas migas, por así decirlo. Nada más que eso ni del otro mundo. Después, sólo nos habíamos topado esporádicamente. Por lo mismo, me extrañó muchísimo cuando un sábado por la tarde mi madre entró a mi escritorio, me dijo que Borges estaba al teléfono y quería hablar conmigo. Yo recién me despertaba de la siesta y no la entendí bien.
     Roberto A., hizo una pausa mientras don Jorge reemplazaba nuestros vasos vacíos y recargaba el platillo con una nueva porción de maní.
     ― “¿Roberto?”, me saludó él. “¡Borges, qué agradable sorpresa!”, lo saludé yo, de veras muy sorprendido pero muy contento. “No tengo mucho tiempo. Lo estoy llamando de la confitería de la esquina de mi casa. Voy a ser muy breve. María llega en cualquier momento. Escuchemé, Roberto: ¿Tiene tiempo y ganas de acompañarme a Santiago, de Chile, digo, la próxima semana? Salimos el miércoles por la tarde y nos regresamos el sábado por la mañana. ¿Puedo contar con usted?”, preguntó. Yo me quedé en pantalla azul, como se dice ahora, desconcertado hasta el caracú. Hasta me recuerdo que mi madre se me quedó mirando asustada. “¡Borges, usted me sorprende!”, comencé a decirle, pero él me interrumpió. “No se sorprenda Roberto. Sólo dígame si puede”, dijo él. “Bueno, sí, claro, acompañarlo es para mí un honor Borges, usted lo sabe. Pero dígame ¿Y María, no va?”, le indagué yo cauteloso. “María va siempre, y viene también. El asunto es otro, Roberto. Se lo explico después. ¿Cuento con usted, entonces?”, me apuró él. “¡A sus órdenes, Borges!”, lo tranquilicé yo. “Bien”, dijo él, “nos vemos entonces el miércoles en Ezeiza, a las cinco de la tarde. ¡Por favor, no me falle!”, y Borges me colgó.
     Roberto A., hizo otra pausa para tres manís y un sorbo largo.
     No voy a decir que yo me moría de curiosidad por saber cómo continuaba lo que Roberto había empezado. Las frías estadísticas y la dura experiencia de mis trabajos y mis días me habían enseñado que los comienzos promisorios de las historias (cual sea el género de la cosa que traten) solían acabar en penosos descalabros sin gracia. A pesar de eso, lo menos que en ese instante yo hubiera deseado, era que se apareciera Hernán Loyola a arruinar esa, mi única distracción en mucho tiempo que merecía tal nombre.
     ― ¿Usted la conoce a María K? ― me preguntó Roberto antes de seguir.
     La pregunta me llevó a recordar ese poema del joven Brecht, “Recuerdo de María. A”. Brecht y Bruinier le colgaron una vieja melodía de Sprowacker que después arregló Hanns Eisler. (An einem blauen Tag in September…) Linda canción, pero claro, Roberto se refería a la otra María, la de Borges.
     ― Sólo de oídas.
     ―Bueno, como le decía: a mí me extrañó mucho esta pedida de Borges. Hasta llegué a pensar que se había tratado de una tomadura de pelo de alguien que se había hecho pasar por él. ¡O un bromazo de él mismo! ¡Pero no, ninguna de las dos cosas! ¡Había sido él, yo le conozco bien la voz! ¡Y Borges no estaba hecho para esas jugarretas de giles! ¡Tampoco yo me atreví a llamarlo para confirmar lo que habíamos conversado! Así, me quedé en ascuas hasta el miércoles. Ese día llegué al aeropuerto a las tres y media, todavía muy inseguro. Le digo, Omar, si no hubiera aparecido, no me habría asombrado. Pero a las cinco en punto de la tarde –una hora que él aborrecía porque decía que García Lorca la había arruinado con su viudoso llanto por Ignacio Sánchez Mejías, y lo que debería hacerse era remplazarla por las cinco y media –, a las cinco en punto entonces, lo vi aparecer en Ezeiza. Venía con María K., tal como me lo había anunciado en el telefonazo. Ella ya sabía que yo sería de la partida, por lo mismo no se sorprendió de verme. Tampoco se alegró. Sólo me saludó. Borges en cambio, apenas me olió, me palmeó contento la espalda y se colgó de mi brazo. En el avión nos sentaron en una hilera de tres. Ahí estuvimos charlando pavadas más de una hora. Poco antes de aterrizar en Santiago, María K., se levantó para ir al retrete “a empolvarse la nariz”. Fue el momento por el que Borges había estado esperando todo el rato. “Oigamé, Roberto. Gracias por venir. Usted ya se imagina que si lo invité a Santiago fue para pedirle un favor muy grande”, me dijo bajando la voz. “No se lo voy a explicar ahora. No hay tiempo. Tampoco a la noche, porque nos espera una cena con el rector y su gente. Ponga atención, Roberto, mañana, en el hotel desayunaremos junto a las ocho. A las ocho y media, María, que es un reloj en persona, me preguntará si no quiero reposar una media hora en la habitación, antes de salir. Es sólo una fórmula. Yo no reposo después del desayuno, usted lo sabe. Esa media hora es el tiempo que ella necesita para sus asuntos de mujer. Esta vez, yo le diré a María, que prefiero dar una vueltecita por los alrededores del hotel, y antes que ella pueda decir nada, le preguntaré a usted, Roberto, si acaso tendría la gentileza acompañarme. Ahí le cuento el resto ¿Estamos?”, terminó Borges su nervioso instructivo conspirativo, que yo acepté por supuesto, honradísimo con la confianza que me demostraba. ¿Lo aburro, don Omar?
     Fue otra pregunta que, en situaciones normales, (y esta, me repito, estaba muy lejos de ser una), yo podía haber considerado ofensiva, porque ella dejaba entrever las dudas de Roberto A., sobre mi nivel de información respecto del personal involucrado en la historia que me estaba contando. Yo podía haberle dicho que por razón varia y que no venía al caso explicar, yo conocía bien la literatura de Borges. Si hubiese querido, hasta podía haberle recitado ahí mismo, de memoria y sin grande esfuerzo, su “Poema de los dones” o su soneto “Remordimiento” o largos pasajes del “Hombre de la esquina rosada” o “La biblioteca de Babel”, amén de otras cositas suyas menores. Todo eso podía habérselo dicho a Roberto A., esa tarde, pero me limité a tranquilizarlo para que no perdiera el hilo y siguiera.
     ―Nomás me aburre que usted haga tantas pausas, don Roberto―, lo advertí bonachón, ―siga, lo escucho.
     Me obedeció, pero antes de hacerlo, vació su copa de un trago y le ordenó a don Jorge que repitiera la ronda.
     ―Y bueno, el pequeño plan que Borges había armado para escapar por media hora de la zona de radar de María K., se cumplió como él lo había previsto. Claro, ahora que lo pienso, a lo mejor María lo sabía todo desde un comienzo, pero no podría jurarlo. Salimos del Hotel “Tupahue” donde alojábamos – ¿lo conoció el hotel ese? Escuché que lo habían tirado…
     ―Ya, usted y Borges salieron del hotel “Tupahue”… ¿y?
     ―Lo llevé al cerro ese que queda cerca…
     ―El Santa Lucía
     ― ¡Ese mismo! Era junio y hacía frío, pero igual Borges insistió en sentarse en una banca de piedra de la pérgola. Ahí me contó lo del “Taf”.
     ― “El Aleph”, dice usted.
     La risita que a Roberto A., le provocó mi acotación correctora fue más bien de reconocimiento antes que jactancia.
     ― ¡No, no! ¡“El Taf”! Aunque reconozco que tampoco yo estoy seguro. Usted sabe, a Borges le gustaba jugar con esas vaguedades. Naturalmente todo lo que siguió después, tuvo y quizás todavía tiene que ver con “El Aleph”. Es la matriz, digamos, de esta otra historia que le estoy contando. “Como a Arlt, tampoco a mí me gusta Santiago”, comenzó diciéndome Borges, “pero mis argumentos son mucho más atendibles que los banales de Arlt. Los de él eran existenciales, los míos metafísicos. ¿Usted sabía, amigo Roberto, que mi “luna de miel” (horribili dictu!) con Elsa Astete la sufrí aquí en esta ciudad?”. Eso yo no lo sabía; como todo el mundo en Buenos Aires yo sólo sabía que al pobre Borges no le gustaba tocar ni que le tocaran el tema de su matrimonio aquel con doña Elsa, mucho menos le gustaba que ese matrimonio hubiera sido idea de doña Leonor, su madre. “Eso no lo sabía, Borges”, le confesé entonces yo. “¡Sí, sí, como le digo! ¡Un capítulo humillante de un libro vacío que nunca leí, y que yo preferiría olvidar, Roberto! ¡A usted puedo decírselo! ¡Pero en fin, así son las cosas!”, me dijo él, “¡Cosas que tampoco fueron!”, suspiró. Yo lo escuchaba atentamente a Borges, tratando de adivinar para dónde iba el tren. Usted sabe, Omar, que a él le gustaba mezclar y hacer coincidir la realidad con sus ficciones, por eso, creo yo, partió contándome lo de su viaje de “luna de miel” con Elsa Astete Millán en Santiago –viaje que se consumó casi un año después de su boda– antes de pasar al asunto de los celos de María K.
     ― ¿María K., estaba celosa de Elsa Astete?―, inquirí yo curioso.
     ― Lo mismo pensé yo cuando Borges me lo soltó. Pero no, nada de eso. Todas las mujeres antes de ella, la pobre doña Leonor incluida, la tenían a María K., sin cuidado. Todas, menos una. Adivine cuál.
     ―Estela Canto―, respondí yo sin pensarlo.
     ― ¡La misma! ¿Cómo lo supo?
     ―No lo adiviné. Es que como empezamos hablando del “Aleph”... Todos saben que Borges se lo dedicó a Estela Canto
     ― ¡Exacto! ¡Entonces usted sabe también, don Omar, que además de la dedicatoria, Borges le regaló el manuscrito! ¡Eso, mucho, pero mucho antes que “El Aleph” fuera lo que fue después!
     ―Un manuscrito que ella a mediados de los sesenta le entrego a Sotheby’s para que lo vendieran al mejor postor. Lo compró la Biblioteca Nacional de España por veinticinco mil dólares.
     ― ¡Omar, usted está bien informado, che! ¿De dónde lo sabe?
     ―Salió en los diarios―, me defendí yo del elogio de Roberto A. ―, pero no se salga del camino. Quedamos en que María K., estaba celosa de Estela Canto.
     ― ¡Y cómo! ¡Lo que me contó el propio Borges esa mañana, es para no creerlo! Mire, me ahorro los detalles por respeto. ¡Pobre Borges! ¡Cómo habrá sufrido! ¡Y todavía hay muchos que lo clavan en la picota vil por su cinismo ilustrado! Attenti, Omar! ¡No digo que alguna vez no fuera el compadrito malevo que le gustaba actuar! ¡Pero esa mañana, en esa banca del cerro Santa Lucía no era más que un pobre viejo enamorado e infeliz! ¡Loco, enamorado y poeta! ¿Ha visto usted algo más triste que eso?
     Yo me revolví incómodo en mi piso. Le hice una seña a don Jorge para que nos preparara la siguiente ronda.
     ―Borges me contó que desde hacía meses, años con seguridad, María K., le exigía una prueba de amor en serio, algo que le demostrara que él la quería mucho más de lo que él había querido a Estela Canto. ¿Se imagina la situación, don Omar? ¿No? ¡Tiene usted razón! ¡Al comienzo, tampoco yo capté bien lo que Borges me contaba!
     ― ¿Y qué era lo que María K. le exigía? ¿Qué prueba de amor quería de Borges?― lo apuré yo a Roberto sin ningún morbo, sólo por saber.
     ― ¡Una dedicatoria! María quería que Borges le dedicara una obra.
     Ahí en esa parte, yo anduve perdiendo los pocos jirones de la paciencia que Santiago me había dejado en el cuerpo.
     ― ¡Don Roberto, por favor, no joda!―, lo increpé al director de la revista “Proa”, como personalizando en él a la propia María K., ― ¡Borges le dedicó a la K., no sé cuantos poemas, libros, conferencias! ¡Y al final, después del final más bien, le dejó los derechos universales de toda su obra! ¡Por sesenta años! ¡Eso lo sabe usted mejor que yo! ¿Qué más dedicatoria quería la violeta? ― le dije picado.
     ―Es lo mismo que yo le insinué a Borges, Omar.
     ― ¿Y?
     Roberto A., se quedó mirándome, con el pisco sour a medio camino.
     ― ¿Sabe lo que me respondió?
     Guardé silencio. Ese estilo socratoide de Roberto A., de responder con preguntas a mis preguntas, ya comenzaba a enervarme. Si ese era su estilo para prolongar el suspenso, hacía rato que conmigo había dejado de funcionar como él esperaba. Lo que yo quería ahora era conocer el fin de la historia, aun corriendo el riesgo de una desilusión que se avizoraba como lo más probable.
     ― Con vocecita tembleque me dijo: “María no quiere una dedicatoria cualquiera, Roberto. Lo que ella quiere es que yo le dedique “El Aleph”. Eso me dijo Borges. ¿Se percata ahora del problema, don Omar?
     El sentido práctico y pragmático de la vida yo lo tengo tan poco desarrollado como mi capacidad de cálculo mental, pero por mucho que me esforzara yo no veía un problema por ninguna parte en lo que me contaba Roberto A. Con sus obras y las dedicatorias escritores y artistas hacen y deshacen lo que se le viene en ganas: escribirlas, reescribirlas, negarlas, renegarlas, enmascararlas, venderlas, en fin, todo.
     ― ¿Cuál problema?―, repliqué fastidiado, ― ¿Qué problema puede haber tenido Borges en tarjar el nombre de una muerta y cambiarlo por el de una viva?
     Al parecer Roberto A., creyó adivinar en mis palabras un doble sentido que no tenían y lanzó una risita cómplice.
     ― ¡Bueno, Omar! ¡Lo de la viva puede ser, pero no olvide que Estela Canto todavía respiraba! No olvide además que Borges era un caballero de capa y sombrero. Hacer algo así estaba muy por debajo de su honor.
     ― ¿Después de vender el manuscrito del “Aleph” como ropa usada usted cree Roberto, que la Estela habría tenido el tupé de protestar por el cambio de dedicatoria?
     ― ¡No, no, usted tiene toda la razón! ¡De haber sido eso posible, a Borges no le habría temblado la mano en cambiarla la dedicatoria!
     ― ¿Entonces, cuál era el gran problema de Borges?
     ―Perdone, parece que usted no entiende, don Omar. El problema no era tanto de Borges ni de la Estela Canto, sino de María K. ¡Lo que ella quería era que Borges le dedicara “El Aleph”, el verdadero “Aleph”! ¡Nada más, nada menos!
     Creo que fui entendiendo de a poco, muy lentamente. Si era eso que yo comenzaba a barruntar, el antojo de María K., me pareció refinado, cruel y sugerente. Una astilla justo bajo la uña pulgar de Borges.
     ―El original del “Aleph” que ya estaba escrito. Oleado y sacramentado. Publicado un millón de veces. Finito― murmuré.
     ― ¡Exactamente! ¿Comprende ahora?
     Pesaroso, Roberto A., mamó un sorbito de su copa.
     ― ¿Y Borges, qué hizo, qué dijo? ― lo apuré yo brusco.
     ― Usted seguro se recuerda, en ese año del que le hablo Borges todavía parecía brillante ¡pero lo que brillaba era el oropel de su rutina! Me lo había dicho él mismo en más de una oportunidad. Porque aunque suene feo, Omar, yo se lo puedo decir ahora, lo que se veía de Borges en ese tiempo ya no era Borges, eran sus restos. ¡Y lo peor de todo, enamorado más allá de toda razón! ¡Justo a él tenía que pasarle! ¡Pobre viejo! ¡Me daba una penita de las grandes escucharlo ahí esa mañana en el cerro Santa Lucía, contándome sus cuitas de amor pendejo! ¡Sin embargo, seguía siendo Borges! ¡Debajo de sus cenizas aun ardía un buen cacho de rescoldo! De pronto me dijo suspiroso, “Bueno, amigo Roberto, no me quedó más que prometerle a María que sería lo que ella quisiera, que se quedara tranquila, sólo le pedí que me diera unos días. Aceptó mi oferta”, me dijo. Yo me quedé mirándolo. “¿Qué oferta, Borges?”, le pregunté bobo. “Le prometí a mi bella dedicarle el auténtico «Aleph», the very original one, el escrito por el otro, por el verdadero Borges, al que le ocurren y se le ocurren esas cosas. Por eso lo llamé y le pedí que me acompañara en este viaje a Santiago, Roberto. Necesito su ayuda.”, me dijo.
     Fue mi turno de mirar bobo a Roberto A.
     Sin que dijéramos nada, don Jorge nos renovó los tragos y los manís.
     ―Perdone, don Omar, antes de seguir y para que nos vayamos entendiendo, ¿usted lo conoce a Raúl González Tuñón?
     Aunque el nombre me sonaba conocido, no logré asociarlo a nada.
     ― Poco― le mentí al desgaire a Roberto A.
     ―Un poeta de antes, uno de esos que untaba la pluma en pólvora. Porteño de Boedo. Comunista. Vivió aquí en Santiago varios exilios, varios años. Muy amigo de Oliverio Girondo, de Neruda y del propio Arlt. Por esto y otras cosas, Borges no lo soportaba a González Tuñón. Decía que era un poeta de “poca muerte”. Por su lado, González Tuñón se desquitaba diciendo por ahí que la originalidad de Borges residía en su habilidad para vestirse con ropa ajena y hacerla parecer como propia. Ahora ponga atención Omar: cuando Losada publicó “El Aleph”, González Tuñón echó a correr el bulo que no era una historia sino una larga y malosa plagiatura: allí donde se leía “Carlos Argentino Daneri” debía leerse “Chico Neculmán”; donde se leía “calle Garay” debía leerse “pasaje Nueva Rengifo”; donde se leía “alfajor y botella de coñac del país” debía leerse “pan amasado y huevos duros”; donde se leía “casa” debía leerse “Bar Lamilla”. En fin, la lista de “erratas” malintencionadas de Borges que enumeraba González Tuñón era más larga que una tarde de domingo y, lo más sotretamente falsario, afirmaba, era que donde se leía “El Aleph” debía leerse “El Taf”: algo mucho más interesante desde un punto de vista humano (por lo mismo sin ningún interés para Borges, apostillaba González Tuñón), que esa boludez de “una pequeña esfera tornasolada, de intolerable fulgor”. El ácrata este remataba su diatriba antiborgeana con que la ciudad no era Buenos Aires, sino Santiago, este Santiago. Ese fue el puntazo intercostal que González Tuñón le propinó al “Aleph” cuando nació. ¿Qué me dice?
     ―No es nada nuevo―, murmuré yo muy desilusionado con lo que yo, erradamente, consideré el punto final de la historia de Roberto A. ―Por lo demás, Borges nunca negó que todos sus textos habían arrancado de sus lecturas. “El Aleph” no es más que su interpretación de lo que el Dante vio en el noveno cielo. Además, si mal no recuerdo el mismo dijo que en esa y otras de sus historias había una presencia innegable de H.G. Wells.
     ― ¡Sí, sí! ¡Borges gustaba de repetir que no había sido el primero! ¡Eso era parte del programa de venta de su poética! ¡Por lo mismo nadie la tomó en cuenta la andanada de González Tuñón en contra del “Aleph” y por eso la suya pasó al olvido sin dejar huella, como tantas otras! Entonces, Omar, aconteció lo que hizo que se me cayera la mandíbula más abajo del piso esa mañana de la que le hablo, en una banca del cerro Santa Lucía. Borges, así, como para aliviarse, creo yo, me soltó la confesión del millón de dólares: “Habrá sido un pelma, pero González Tuñón tenía razón, amigo Roberto, “El Aleph” no es más que “El Taf” y desde su aparición ha estado aquí, en esta ciudad tan desprevenida. Yo lo sabía por Xul Solar. Me la contó para distraerme una vez que me vió muy mal, por lo de Estela. Yo decidí hacerle unos cambios ¡Fue por motivos estéticos o sea éticos, que yo anclé la historia en Buenos Aires! ¡También por comodidad!”, me dijo ronquito.
     ― ¿Y? ¡Si así fuera, Borges no cometió ningún delito en aprovechar en su literatura los desechos de la realidad, que de cualquier otra forma se habrían perdido! ¿O la suya era una disculpa post mortem ante González Tuñón?
     ― ¡No! ¡De ninguna manera! ¡Borges era muy cumplido y respetuoso, pero nunca nadie lo oyó disculparse en ninguna ocasión por nada de lo que había dicho! ¡Y recuerde usted lo que dijo de negros, mapuche, esquimales! ¿Y lo escuchó usted alguna vez corregir de cara al público su elogio de los milicos? ¡Si se tragó alguna vez sus palabras, lo hizo a solas! ¡No, no, Omar! ¡Borges no me contó lo de González Tuñón como expiación de nada! ¡Nada más lo hizo porque quería cumplirle la promesa hecha a María K! ¡Y porque para eso necesitaba mi ayuda!
     ― ¿Qué ayuda?
     Roberto A., bebió el concho colorado del pisco sour con tabasco. El picor le provocó una larga tosidura, lo que a mí me impacientó, y a él le dio pábulo para pedirle otro trago a don Jorge.
     ―Me pidió que buscara en Santiago el bar ese que González Tuñón, hacía más de setenta años, había dado a conocer como domicilio real del “Aleph” o del “Taf”, si usted prefiere. “Bar Lamilla”, se llamaba. “¡Creamé, Roberto!”, me aseguró Borges, las manos cruzadas sobre su bastón, “¡No le pediría este favor, si pudiera yo mismo hacer la diligencia! ¡Pero ya ve usted, las circunstancias...!”, me dijo.
     ― ¿Usted, qué debía hacer en concreto, Roberto?
     ―No mucho, en verdad. Se trataba de ir al “Lamilla”, mirar, ver si era cierto lo que González Tuñón había dicho del “Taf” y contarle después lo que había visto. Capice? ¡Se trataba ni más ni menos que de recolectar todas las informaciones necesarias para que Borges, el otro Borges, escribiera “El Aleph”, el verdadero “Aleph”, para María K! ¿Se lo puede imaginar? ¡Una tarea de honor y no menor para uno como yo! ¿Conoce usted el bar ese?
     ― Ni siquiera de nombre.
     ―Tampoco yo en ese entonces. Ni siquiera aparecía en la guía telefónica. Averiguarlo me tomó varias horas. Deduje que debía estar en el pasaje Nueva Rengifo que había mencionado González Tuñón en su invectiva. No me equivoqué. Sí me costó dar con alguien que supiera dónde estaba el pasaje ese. Era una calleja en un barrio al otro lado del Mapocho, en la orilla tenebrosa del río, en la parte trasera del mercado del abasto, la Vega como la llaman ustedes. Uno de esos lugares que se ven peligrosos a cualquier hora del día, una callejuela desértica que espera ser transitada sólo por algún asesino y su víctima. ¡Oiga, che Omar, no soy ni tengo pasta de héroe, y mucho menos la intención de serlo! I Am than I Am diría el que usted sabe. En mi caso, en aquel entonces yo era sólo un candidato a editor con alguna modesta ambición, al que le venía muy bien la relación amistosa con Borges. Se lo digo porque no quiero que usted vaya a pensar que fue un asunto fácil para mí llegar al “Lamilla”. Un asunto que se tornó peliagudamente impredecible cuando entré al bar ese. ¡Agarre usted cualquier tomo de los Rougon-Macquart y le aseguro que le parecerá revista de monitos si lo compara con “Lamilla”! ¡Claro está, apenas traspuesto el umbral lo primero que se me vino a la cabeza fue dar media vuelta y pirármelas! Por fortuna no lo hice. De haberlo hecho, alguno de los presentes en el local podría haberlo malinterpretado mi gesto como la fuga de un cobarde. ¡Esa que, como usted sabe, termina en una cacería tan atroz como exitosa del fugitivo! Fingí pues o traté de fingir desenfado, de jugarle al turista despistado. Me senté a una mesa muy cerca de la puerta, sin fijarme en la costra cochambrosa de la silla, sin mirar el pringue que hacía de mantel de la melamina, ignorando las verdes moscas gordas que se cebaban en los pocillos con chimichurri (ese que ustedes le llaman pebre), haciendo como que no veía a los que con talante reo me miraban desde la barra y las mesas vecinas, embozando mi miedo del carajo detrás de una sonrisa imbécil. Yo hacía todo eso sin pensar en lo que hacía y porqué lo hacía. La única actividad de mi inconsciente (mi consciente hacía rato ya se había refugiado detrás de mi instinto) era sobrevivir ese momento de real irrealidad sin saber cuánto iba a durar este o cuánto iba a durar yo en él. Mi piloto automático había conectado el programa de emergencia para pasar piola y ya no obedecía ninguna otra orden. Una gorda, semiplatinada o semicanosa, de edad indefinible, surgió a mi lado y me arrancó del limbo: “¿Qué se va a servirse?”, me preguntó, secándose las manos rojas con un paño del que chorreaban gotas grises, como jugo de cerebro. En una esquina del bar un televisor en blanco y negro mostraba las imágenes nevadas de una partida de fútbol, pero nadie lo miraba. Todos seguían ahora ese episodio de mi vida en vivo y en directo. “Quisiera comer algo”, le respondió mi piloto automático a la gorda. “Le tenemo huevo duro y pan amasado”, me informó la mujer en neutro, ni amable, ni agresiva. “¡Eso está bien!”, le agradecí yo, estirando mi sonrisa como la goma de una honda y rogando que no se me rompiera con un sollozo de miedo. “¿Y para tomar?”, siguió la gorda. Miré lo que tomaban los otros. Cerveza y vino. La cerveza venía en botellas de un litro. Demasiado para mí. “Vino”, decidí. “¿Cañita? ¿Caña? ¿Media botella? ¿Botella entera? ¿O una jarra de litro y medio con fruta?”, continuó ella impertérrita. “Media botella”, opté yo por la precaución centrista. “¿Blanco o tinto?”, fue la última pregunta de la gorda. “Tinto”, le agradecí. A los tres minutos yo tenía ante mí, un plato con cuatro huevos duros sin pelar, tres tortas grandes de manteca, eso que ustedes llaman pan amasado, media botella de tinto y un vaso. Con la mayor naturalidad que pude, llené el vaso y bebí un sorbo largo, así como paladeándolo. Recién entonces las miradas que me rodeaban fueron aflojando las correas y regresaron a la nevosa partida de fútbol en el televisor. Supe entonces que “Lamilla” podía ser un puerto oscuro pero seguro. Casqué un huevo, lo unté en el platillo con pebre y luego en el de sal gorda, tal como lo había visto hacer al gigantón en la barra frente a mí. Así empezó mi visita en el “Bar Lamilla”. Todavía no era mediodía, calculo. A esa hora Borges ya había recibido sus charreteras de doctor honoris causa en el Salón de Honor de la Universidad de manos del rector delegado de la Junta Militar y comenzaba sus famosas palabras de agradecimiento. ¿Se acuerda de la catilinaria aquella, Omar?: “Prefiero la clara espada a la furtiva dinamita. Chile es hoy esa espada…” Tal numerito le costó el Premio Nobel a Borges. Los suecos no se lo dejaron pasar. ¡Y no fue por su alusión peyorativa al teeneté! ¡Qué papelón, mamma mía! ¡Bueno, yo no lo crucifico ahora a Borges como se ha hecho moda entre colegas y académicos que en su tiempo hicieron mutis por el foro y comulgaron con ruedas de carreta mucho más intragables que esa! Además, ya se lo dije, amigo Omar, Borges en ese tiempo del que hablamos, era apenas un puchito del otro Borges. Un viejecito atildado con la memoria de un prolijo archivo de biblioteca antigua, sin cosas nuevas que ofrecer, salvo sus provocaciones. ¡Tampoco las necesitaba y nadie se las pedía! ¿Para qué? Lo único que le importaba a Borges era darle en el gusto a María K. ¿Nos tomamos el último?
     ― ¡Che mozo! ¡Querido! ¿Nos repetís a don Omar y a mí!― le ordenó a don Jorge con trallazo de dedos.
     Debido a los cinco piscos preliminares, a Roberto A., se le asomaba ahora a la terraza, en plena galanura y tamaño natural, el porteño que todos envidiamos, y que él, desde su arribo al “Parrón” había sabido mantener muy decentemente detrás de las cortinas de su pudor.
     ―Continúe, Roberto, por favor―, me consideré obligado a apurarlo, temeroso de pronto que el sexto pisco sour me mandara a pique al director de “Proa”, antes de que él terminara con ese episodio (¿bastardo?) de la historia literaria desta orilla.
     ― ¿Dónde habíamos quedado? ¡Ah, sí! Piense usted, amigo Omar, yo sentado ahí en “Lamilla” tragando huevos duros con vino tinto y Borges ovacionado por el generalato del claustro pleno de la Universidad. ¡Pero él y yo unidos por el hilo firme de un secreto común! Lógico, después del segundo vaso me sentí mejor, y ya sin ningún miedo cuando acabé la botella. La gorda se acercó con una segunda y otro plato con huevos, sin que yo hubiera pedido nada. “De parte del”, me puso al tanto indicando a uno en el mesón. Confundido lo miré para agradecerle, sin saber cómo. Era un hombrón cuadrado, dos metros de alto, uno de ancho y uno de fondo. Tamaño muy raro entre chilenos. Alcé mi vaso en su dirección para agradecerle. Él respondió levantando su botellón de cerveza del que bebía a pico. Luego, se acercó y se sentó frente a mí. “Usted no es de acá”, afirmó a guisa de saludo. “No”, le confirmé yo. “¿Argentino?”, continuó el otro. “”, admití. “¿Se perdió?”, quiso saber. Este curioseo hizo que otra vez sonaran los timbres de alarma de mis miedos. ¿Era el cuestionario previo a un asalto sin testigos que vendría después en la calleja? ¿Qué podría haberle respondido al tipo ese? ¿Mentirle? Me decidí por la firme, más o menos. “No, vine por recomendación de un escritor”, le solté con respiro de fuelle. Omití el nombre de Borges por razones obvias. Mencioné en cambio el de González Tuñón. Daba lo mismo. Dudo que fueran nombres conocidos en el local. Enfrente de mí la mole de hombre, con su botellón de cerveza entre las manos, me escuchó en silencio. “González Tuñón escribió hace mucho un bello artículo sobre este bar y quise conocerlo”, le conté y envalentonado por el exceso creciente de vino, antes que el otro abriera la boca, me arriesgué a cambiar de papeles y ser yo el de las preguntas. “¿Usted, viene a menudo por acá?”, y antes que pudiera malentenderme como a un fisgón agregué, “le pregunto, porque tal vez usted conoció a un tal Chico Neculmán. González Tuñón escribió maravillas de él.” El grandote seguía sin sonreír, mirándome, pero era evidente que mi interés lo había halagado. “¿El Chico viejo o el Chico joven?”, quiso saber. Me sonó como la indagatoria de un experto en arte, como si los Neculmán fueran una dinastía de pintores flamencos. “El viejo, supongo”, dije yo, “el artículo del que le hablo fue escrito hace mucho tiempo”, aclaré. “Sí, tiene que haber sido el viejo. Murió el 52, antes de que yo naciera.”, aseveró la mole. “¿Y el Chico joven?”, seguí yo. “También murió. Hace cinco años. Los milicos lo confundieron con otro. El Chico Neculmán joven era mi papá, el viejo, mi abuelo”, terminó el dos metros su informe autobiográfico, “Al «Lamilla» yo vengo desde antes de nacer, como mi padre. A desayunar a las cuatro de la mañana, a almorzar a las nueve, y a comer a las dos de la tarde. Soy cargador en la Vega, como mi padre, como el abuelo. Todos los Neculmán trabajamos en lo mismo. Por eso acá me conocen como el Tercer Chico. Suena feo, pero uno se acostumbra. ¡Salud!”, levantó su botella y la hizo chocar contra mi vaso. “¡Mire lo que son las casualidades, señor! ¡Quién lo hubiera creído! ¡Mi abuelo amigo de un escritor! ¡Y argentino más encima!”. El entusiasmo del Tercer Chico lo llevó a invitarme a otra botella de vino que la gorda trajo acompañada de otro plato con huevos duros y pan amasado. Esa visita a “Lamilla”, amigo Omar, exigió de mí –no le exagero– un estoicismo preclásico y un hígado de no contar y no creer. ¡Borges nunca supo aquilatar lo que hice por él esa tarde! ¡No es que se lo esté echando en cara al pobre viejo! ¡Uno es lo que es nomás! ¡Y usted sabe, Borges nunca fue un buen entendedor de las realidades sin palabras!
     ― ¿Y “El Taf”?―, le corté algo áspero a Roberto A., el hilo de sus divagaciones accesorias, que alargaban innecesariamente el relato.
     ― ¡A eso voy, amigo Omar! ¡No me apure que de todas maneras llego! No sé por qué, la cosa es que yo no me atrevía a preguntarle al Tercer Chico por “El Taf”. Se me ocurría que era como indagar en arcanos impronunciables, al que tenían acceso sólo unos pocos iniciados, algo así como preguntar por el Grial, por el camino a Shangri La o por la salida de escape del noveno círculo. ¡Es lo que pensaba todo el tiempo, che Omar, sin atreverme a abrir la boca, como no fuera para vaciar otro medio vaso de tinto y zamparme otro huevo duro! ¡Hasta pensé que los Neculmán eran quizá una sucursal perdida de los templarios, los guardianes santiaguinos del “Taf” por derecho divino! Como fuera, a esas alturas de la partida yo estaba convencido que el Tercer Chico tenía que pertenecer a ese círculo de elegidos de los que estaban al tanto sobre “El Taf”. Pasaban las horas y yo seguía ahí, rumiando mi indecisión y falta de coraje. Hasta que no sé cómo ni cuando (yo había perdido el sentido del tiempo y del espacio) me atreví por fin a formularle al Tercer Chico la pregunta que me había llevado hasta allí. “El Taf…”, comencé diciendo con un hilito de voz infrahumana, para callarme de inmediato, asustado de mi audacia. “¿Qué pasa con él?”, dijo él sin ninguna entonación especial. “¿Dónde está?”, me forcé yo a imitar su tono de indiferencia. Esa pregunta mía si logró extrañarlo al Tercer Chico, quizá también exasperarlo un cachito. “¡Dónde va a estar! ¡Donde mismo tiene que estar, pues, donde Dios lo puso! ¡No me diga que quiere verlo!”, se asombró de veras el gigante. “¡Y, bueno! ¡Lo que pasa es que, como le dije, González Tuñón lo nombraba mucho! ¡Y como pasé por aquí, pensé, bueno, pensé que tal vez…! ¡Si no es una molestia claro! ¡No quiero importunar!”, me precaví yo ante lo que podía haber sido una grosera metida de pata de mi parte. “¡No es ninguna molestia, mi señor! ¡Raro nomás que en estos tiempos todavía se acuerden de él! ¡Hoy a nadie le importa nada de nada!”, me tranquilizó rumboso el cargador de la Vega, “¡Venga por aquí! ¡Los muchachos deben de estar abajo!”, se levantó sin soltar la botella y yo lo seguí sin soltar mi vaso, sosteniéndolo casi como un báculo de apoyo. ¿Quiénes eran los muchachos? En la parte trasera de “Lamilla” se encontraban los urinales (una subrrealidad en sí). Junto a ellos, una puerta descoyuntada de chapa oxidada que mi guía abrió con propiedad. Una altísona vaharada de guitarra, cajón y pandero me dio de lleno en el pecho. Una escalera de madera conducía a lo que era un sótano donde se apilaban jabas de botellas vacías, cajones de huevos, sacos. Ahí, en ese espacio, a la luz de un bombillo desnudo, un trío de ciegos con bufandas y gorros de lana, pero en mangas de camisa, invertía su energía en cantar cuecas, convencido que el mundo no era más que eso. En el centro, un reducido carcamal de edad inconcebible, bailaba solo, serio y concentrado, haciendo retumbar el piso de tierra con su zapateo de pies desnudos hechos zapatos. Pegados a las paredes habían otros, unos pocos, no sé cuantos, que batían las palmas. “Tocan aquí abajo, porque a los pacos no les gusta esta música”, me sopló en voz baja el grande. Nuestra presencia no interrumpió ni esa música ni ese baile de lo que me pareció un ritual vernáculo y subterráneo, que duró diez o doce minutos y terminó con aplausos y risotadas de todos. En ese momento de pausa, mi acompañante los saludó a todos y me presentó. Fue un acto de cordialidad inesperada. “El amigo aquí es argentino, le hablaron del «Taf» y quería conocerlo”, se dirigió al pequeño patipelado anciano bailarín que, ahora sentado en un cajón de huevos, se secaba el sudor de las cuecas con la punta de su camisa y vaciaba un vaso de vino. “Muéstreselo, don”, le pidió al viejo. Los demás ni siquiera levantaron una ceja y continuaron bebiendo, charlando y riendo. Al viejo no le gustó mucho la petición de mi protector y se lo hizo saber ignorándola, haciendo como que no la había escuchado. “¡No se ponga así, don! ¡Qué le cuesta!”, insistió el grandote, sacudiéndole tierno el hombro escuálido al mínimo vejestorio. “¡Bueno, ya!”, accedió sin ningún humor. Entonces, con ademán inusitado y mecánica costumbre metió dos de sus dedos en el ojo izquierdo y lo sacó como quien saca este maní del plato. “Abra la mano”, me ordenó. Yo obedecí. El viejo depositó en ella su ojo de vidrio. “¡Mírelo rapidito, porque yo lo que quiero es bailar!”, dijo. Era “El Taf”. Lo miré y supe que González Tuñón no había mentido. Miré en él lo que Borges nunca había visto. Debo decirle, Omar, que Borges logró describir con genial maestría lo que nunca vió y lo que yo ahora estaba viendo en la palma de mi mano. Pero a diferencia del “Aleph” de Borges, (una diferencia que me pareció esencial), “El Taf” de “Lamilla” incluía su propia negación de todo lo que yo estaba viendo. Comprendí también fumosamente, de una manera difícil de definir, la exigencia que María K. le había hecho a Borges: una prueba de amor mayor que cualquier otra.
     Terminada la coda de su relato Roberto A., se calló.
     Ese inopinado, acaso también ominoso encuentro en “El Parrón” terminó con unas pocas, muy breves, preguntas mías sobre lo que siguió a esa tarde en “Lamilla”, tan perfectamente prescindibles como las respuestas que recibí.
     Dos días después de su regreso de su viaje tan indigesto allende Los Andes, de un modus operandi más o menos clandestino, Borges se había reunido con Roberto A., en el “Café de García”, un bolichito a trasmano en el sector feo de Palermo. Allí Roberto, en menos de media hora, le había entregado una versión oral bastante exacta de sus averiguaciones en el Bar “Lamilla”. Borges lo había escuchado sin interrumpirlo, sin apartar sus natas amarillentas de ahí, de donde el creía estaba la mirada de Roberto A. “Ninguna novedad entonces”, había comentado después apretando la curva de su bastón, “Todo y Nada, propio Comienzo y propio Fin. Aleph o Taf, qué más da dónde esté o cómo se llame. Poca cosa, pero muy útil. Ahora podré cumplirle a María lo que le prometí. Eso es lo que importa. Gracias, che Roberto. Lamento haberlo molestado por tan poco.” Al cabo de un mes o dos o tres (no se recordaba con exactitud, pero había sido a fines del mismo año) Roberto A., había recibido otra llamada de Borges, otra vez un sábado después de la siesta. Esta vez fue una de larga distancia, desde Venecia, que había sobresaltado a la mamá de Roberto A., que tenía parientes en Udine. “Hace quince minutos le entregué ¡por fin! a María, el manuscrito del “Aleph”, el verdadero. ¡La hubiera visto! Estaba loca de contento. Corrió a leerlo en paz en un cafecito del Rialto y me dejó solo. Por eso aproveché de llamarlo. Se lo cuento porque sé que se va a alegrar conmigo, Roberto. A fin de cuentas usted sirvió de partero. Le cuento más en una próxima ocasión, cuando nos veamos. Se le agradece.”, le dijo Borges de un tirón. La próxima ocasión que se dio fue triste, en invierno del 85. Informado que Borges ya estaba bastante malito, Roberto A., se había apersonado por su departamento en calle Maipú, para saludarlo. Lo recibió doña Epifanía, la vieja criada, que lo hizo pasar a la pieza que servía de biblioteca. Por suerte, María K., no estaba. Había salido a ultimar los detalles del viaje a Ginebra que ambos emprenderían la semana entrante, el último de Borges. “¡Roberto, qué alegrón!”, lo había saludado Borges, apareciendo tembloroso, afirmado en Epifanía, impecable de pies a cabeza, vestido con un traje gris, como si se preparar a dar una conferencia en la Biblioteca Nacional. Lo invitó a sentarse y compartir con él una taza de te verde sin azúcar. Tiempo suficiente para intercambiar algunas frases sentidamente amables. Al despedirse, Roberto A., incapaz de controlar su curiosidad, le había preguntado por “El Aleph”, el verdadero. Borges había hecho un gesto canchero con la mano. “Lo guarda María en algún lugar seguro. ¡Cómo se preocupa la bella por mis papeluchos! ¡Me dice que no piensa publicarlo, ni venderlo, como hizo la otra! ¡Pero quien sabe, alguna vez, cuando Borges y el otro se arrimen definitivamente al olvido, alguien lo descubra el manuscrito ese y se de el trabajo de meterlo en prensa! ¡Cuidesé de no ser usted, amigo Roberto! ¡Y gracias por todo!”.
     Hasta ahí duró esa tarde con Roberto A., en “El Parrón”. Eran las diez y media cuando apareció acezante un tipo bajito, sin chaqueta, unos pantalones anchos sostenidos por unos tirantes de tres puntas. Era Hernán Loyola y venía urgido.
     ― ¡Roberto! ―fue su saludo, ― ¡Lo esperamos desde las ocho en el “Liguria”!
     ― ¡Usted me dijo “El Parrón”, Hernán!
     ― ¡Cerca del “Parrón”, le dije! ¡Aquí al frente! ¡Venga, hay unos amigos que lo quieren conocer!
     Loyola no le llegaba a la cintura a Roberto A., pero igual se las arregló para cogerlo del codo y arrastrarlo de prisa a la salida.
     ― ¡Fue un gusto, amigo Omar! ¡Hasta la vista!—, me sacudió la mano.
     ― ¡Por favor, Roberto! ¡El gusto fue mío!
     La conversación con Roberto A., había terminado como empezó: sin transiciones.
     ― ¡Pierre Menard! ― se me soltó en voz alta cuando llegaban a la puerta; Roberto giró la cabeza. ― ¡Fue “El Aleph” de Menard el que Borges le dedicó a María! ¿Verdad?
     Roberto A., se encogió dudoso de hombros y desapareció.

Omar Saavedra Santis,
Santiago de Chile, EdM, Mayo 2013
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