PIES DE IMAGEN

Una caja para ver, por Miguel Vitagliano


El precio de mercado de esta fotografía oscila entre 4.000 y 5.000 euros.
    Una manera económica y moderna para comenzar a hablar de Miroslav Tichý, quien pagó tan caro por reconocer la diferencia entre valor y precio y que durante treinta años fabricó su propias máquinas fotográficas con desechos encontrados en la calle; es decir, allí mismo donde aún, en 2010, sigue viviendo con más de ochenta años.
    A fines de la Segunda Guerra Mundial, Miroslav Tichý era un joven de cabello rubio que se destacaba como estudiante en la Academia de Arte de Praga. Pasaba horas trabajando en una misma tela hasta lograr captar la brasa viva escondida bajo la piel de la modelo que posaba en la sala. Fuera de la Academia intentaba corregir lo dibujado, atento al caminar de las mujeres, sobre todo al de aquellas que andaban en calles sin gente, libres de la presión de ser miradas. Quería captar la brasa bajo la piel, y más, la chispa que encendía la brasa, y la oscuridad rota por la chispa, aquel silencio de luz que susurraba en la penumbra hasta brotar en la piel. No era sencillo. Mejor dicho: era difícil pero lo conseguía, lo que le resultaba imposible era mantener la sensación de haberlo logrado después de unos instantes. Dibujaba, observaba y volvía a dibujar, y cada vez con el convencimiento de que en esa oportunidad sí lo lograría. Admiraba a Picasso y sus mujeres, también a Degas, especialmente los pasteles realizados entre 1880 y 1890 que, como dice Robert Hughes, parecen estar hechos desde un punto exterior de la conciencia, como si la modelo no supiera que el artista está allí. Cuando el régimen socialista tomó el poder en Checoslovaquia, en 1948, las mujeres pintadas por Picasso y Degas se convirtieron en las únicas modelos de Miroslav Tichý, a las que, desde luego, corregía y retocaba con la mirada puesta en las que andaban por calles y mercados. Es que el nuevo gobierno ya no permitía modelos en los talleres de la Academia, el arte debía salir al pueblo y pintar la fuerza de sus brazos en el trabajo de las fábricas. Obreros, tractores, banderas, puños y martillos; no desnudos, ni espaldas, ni piernas, ni pliegues de vestidos, ni cabellos sueltos.
    Miroslav Tichý desobedeció las nuevas reglas. Continuó haciendo lo mismo como si nada existiera a su alrededor. Fue suspendido de la Academia de Arte, luego encarcelado y más tarde internado en un hospital psiquiátrico. Estuvo encerrado durante quince años, el tiempo que le demandó a las autoridades dilucidar que “el loco” no ponía en peligro el orden social ni la moral del Estado. Aun así, su liberación abrió paso a un nuevo encierro: Tichý tenía prohibido dibujar y pintar. En lugar de desobedecer, esta vez decidió acatar al extremo las órdenes. Si lo que querían era mantenerlo encerrado y alejado, él se encerraría todavía más. No creo que lo haya pensado exactamente así, aunque nadie en realidad piensa con términos propios, siempre andamos tomando de prestado alguna cosa, somos egoístas solidarios por naturaleza, y Miroslav Tichý no fue una excepción, se marchó de Praga para ir a vivir a su pueblo natal, Kyjov, se encerró en una casucha fabricada con trastos viejos, y allí mismo comenzó a fabricar con desperdicios las cámaras fotográficas para tomar imágenes de mujeres. Encierros dentro encierros que permitieran capturar un instante de luz; o mejor, la chispa que hace posible la brasa bajo la piel de una mujer. Mirar el único mundo que importa a través de una caja oscura y en la propia ciudad natal. No dejar de nacer, y espiar como quien está a punto de hacerlo a sus 60 años en cada una de las decenas de fotografías que tomó a diario de las mujeres, a veces aburridas en alguna espera, arreglándose una media al bajar del tranvía, tomando sol en un parque, reunidas en grupo junto a la pileta de un club… Rara vez posaban para la foto, por lo general lo hacían cuando descubrían a ese vagabundo con una lata envuelta con cintas que parecía imitar una cámara; aunque Miroslav Tichý siempre prefirió permanecer oculto detrás de un arbusto, echado en el piso o detrás de un árbol. Tengo para mí que Tichý sabía lo que Robert Hughes apenas si se animó a sugerir: Degas había hecho un agujero disimulado en la puerta de la toilette de su taller para poder espiar las poses imposibles de sus modelos en la intimidad del puro cuerpo.
    La invisibilidad es una triste fiesta de disfraces y Miroslav organizó las suyas como pudo a lo largo de más de dos décadas sin que jamás le interesara invitar a nadie. Las fotos están ajadas, maltratadas, descuidadas, sucias tanto como lo está él mismo, ¿podría ser de otra manera? Un psiquiatra, que lo conocía desde su propia infancia, se acercó para tratarlo y encontró cientos de esas fotos dispersas en su casucha y decidió darlas a conocer a críticos y curadores. Cada cual carga con su dolor y sus fiestas.


Miguel Vitagliano (Buenos Aires)
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